Entrevista a Armando Rojas Guardia

«A estas alturas de mi vida estoy en un momento de gozosa plenitud»

Diego Arroyo Gil

 

Una cuidadosa edición del sello Convivium Press ha precedido la aparición de un libro ya conocido de Armando Rojas Guardia (Caracas, 1949), cuya lectura siempre constituye un asombro. Se trata de El Dios de la intemperie –publicado originalmente en 1985–, una especie de indagación apasionada y apasionante de eso que él llama "la cosmovisión cristiana".

Tal indagación estaría determinada por las experiencias propias del escritor, entre las cuales se cuenta su búsqueda de un espacio sagrado para la vivencia plena de su homosexualidad, por hábito vista como una opción irreconciliable con la fe cristiana.

El "esfuerzo" de Rojas Guardia –del cual El Dios de la intemperie es ardiente muestra– consistió en restituir, con el apoyo de la reflexión intelectual, la vinculación del hombre con lo sagrado, en beneficio de una relación amorosa y honda con su sexualidad, con su cuerpo y con el de los demás. Una oración por la riqueza.

–Ha dicho que en este libro busca explorar esa "actitud mental y vital de apostar por el riesgo". ¿Podría explicar?
–Simone Weil, la gran pensadora francesa, al hablar de las condiciones que posibilitan una vida humana verdaderamente digna, señala que el hombre necesita arriesgarse constantemente. El hombre no se conforma con lo que tiene ni con el estado casi permanente de su vida. Se siente propulsado a nuevos estadios de realización humana. Arriesgarse es salir del conformismo, de la mediocridad existencial y espiritual, y apostar por una vida mejor, cualitativamente mejor.

–¿Ese "arriesgarse" conduce a la intemperie?
–Así es. La fe judeocristiana brota de la experiencia religiosa de Abraham, quien, como se lee en la Carta a los Hebreos, se puso en camino sin saber adónde iba. Ese nomadismo mental, existencial y vital de Abraham es como el subsuelo de la fe cristiana.

No se puede ser cristiano si uno no tiene una fe arriesgada. Esa fe lo conduce a uno a la intemperie, a la desprotección, a dinamitar la falsa seguridad.

–¿Esto tiene que ver con lo que usted llama "la desamparada fortaleza del amor", que sería el lugar donde Cristo se encuentra con el hombre que no participa del poder establecido, el que se sale de la norma?
–Sin duda. Cristo no nos otorga ningún poder mágico, sólo exactamente la desamparada fortaleza del amor.

Su resurrección no solucionó mágicamente nuestros problemas. Uno resucita si ama profundamente al hermano y se entrega absolutamente a él. Juan lo dice muy claramente en el Nuevo Testamento: "Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos". El amor como valor absoluto implica también capacidad de riesgo: arriesgarse existencialmente por el amor.

–¿Fue esa reflexión la que hizo que, como homosexual, usted encontrara en el cristianismo un asiento emocional y psíquico?
–El problema de la homosexualidad ha sido el drama existencial más crucial de mi vida. En mis primeros años, cuando era estudiante de un colegio jesuita, me decían que la homosexualidad era una opción rechazada por Dios. Creo que esa noción de la homosexualidad empezó a cambiar drásticamente a finales de bachillerato, cuando me enamoré de un compañero de colegio con el que no hubo ningún tipo de contacto corporal. Un día, en el recreo, después de las dos primeras clases de la mañana, en uno de los patios del colegio, viendo de cerca a este compañero, transido de amor hacia él, tuve la convicción sensorial de que Dios no podía sino aceptar complacido el amor que yo sentía. Por ser el amor mismo, Dios no podía sino aplaudir la emoción afectiva que me vinculaba a ese compañero.

Posteriormente, toda mi vida ha sido un buscar las herramientas conceptuales de tipo teológico que me permitieran discernir la homosexualidad desde un punto de vista cristiano, como una expresión absolutamente válida y legítima de la experiencia erótica. Ha sido mucho el esfuerzo moral, intelectual y existencial que he invertido en autopercibirme como un homosexual cristiano.

–¿En qué ha consistido ese esfuerzo?
–En varias cosas. La primera etapa fue tratar de aceptar y asumir mi propia corporalidad e instintividad con su dirección homosexual específica, para lo cual tuve el privilegio de contar, en los años setenta, con la orientación del terapeuta Rafael López Pedraza. Cuando llegué a la terapia, yo era un hombre sin cuerpo. Miraba a los demás del mentón a la frente. No tenía una relación fecunda, fértil con mi propio cuerpo. Una de las primeras cosas que hizo López fue invitarme a leer Hipólito, la tragedia de Eurípides. Hipólito es un hombre que rechaza compulsivamente la relación orgánica con su cuerpo y el cuerpo termina vengándose de ese rechazo.

–¿En la vida real, el resultado de ese rechazo podría ser la enfermedad?
–Sí, a veces la enfermedad psíquica, y aun la física, puede ser el fruto de ese autodesprecio, bien sea porque se siente que es una corporalidad pecaminosa o manchada, o por otras razones. Siempre he pensado que en toda patología psíquica hay un momento en que el paciente se encuentra ante un dilema: salir de la enfermedad o pactar silenciosamente con ella.

Forma parte de la destreza del terapeuta discernir en qué momento el paciente está pactando con la enfermedad para no salir del círculo vicioso que ella representa, para no arriesgarse a salir del infierno aparentemente cómodo de la enfermedad.

–¿Cuáles fueron las otras etapas de su proceso?
–En segundo lugar, el esfuerzo consistió en repensar mi fe, en dotarme de herramientas conceptuales que me permitieran reivindicar la homosexualidad como una opción cristiana. Hubo momentos en que creía que tal esfuerzo no iba a tener resultados positivos. Pensé que tenía que alejarme de la fe cristiana si quería asumir mi corporalidad y mi orientación sexual.

La movilización mental que emprendí en busca de esas herramientas hizo que retornara a la práctica de la fe. El Dios de la intemperie registra ese esfuerzo. El tercer momento de todo este proceso fue actuar en consecuencia.

Es decir, tener una conducta práctica que correspondiera con un hombre reconciliado consigo mismo y con la fe.

Creo que a estas alturas de mi vida estoy en un momento de gozosa plenitud en materia de reconciliación conmigo mismo.

–En sus ensayos siempre está presente un "tú", un interlocutor tácito, ¿diría usted que es un amado?
–La erótica y la mística cristiana son nupciales. Para el cristianismo, la relación amorosa de Dios con el ser humano y la relación de la pareja humana tienen la misma naturaleza. Hacer el amor es actualizar sacramentalmente la relación entre Dios y el ser humano. En este sentido, el "tú" tácito y explícito presente en mi obra es invocado nupcialmente.

Claro que no hay que confundir al amado Dios con el amado humano, pero creo que la única fundamentación ontológica que hace que nos importe la relación fraterna con los demás, es que esa relación esté sustentada en una relación con la alteridad de Dios.

–Y esta "relación" consiente el encuentro entre dos hombres, al igual que lo hace entre un hombre y una mujer. –Por supuesto. La relación entre dos hombres o entre dos mujeres es una expresión absolutamente válida y legítima de la experiencia erótica.

La homosexualidad no es sino ese mismo espacio de encuentro sagrado con el otro llevado a cabo por dos personas del mismo sexo.

 

Publicada con autorización del autor. Esta entrevista fue publicada en El Nacional (Caracas) el 10 de diciembre de 2008.

 

 

 

Diego Arroyo Gil. (Caracas, 1985). Comunicador Social egresado de la Universidad Central de Venezuela. Ha trabajado como redactor en la revista Blitz y en el diario El Nacional. De este último actualmente es colaborador para la fuente cultural. Poemas suyos están publicados en el cautivo n. 25, diciembre 2006.

 


fotografía: Centro de Estudios Junguianos, 2005. Carmen Helena Calcaño

Home