ATIENDA AQUEL QUE DIJO
hallar dicha y sosiego
en un sueño beatífico y tranquilo;
atienda a lo que digo y lo que creo.
¿Sabes, nocturno amigo,
a qué cosa en verdad llamamos sueño?
Atiende, hermano mío,
sin pena y sin recelo,
yo, que he soñado, yo, que no he dormido,
te pregunto sin voz desde mi lecho:
¿crees que el sueño protege del abismo,
rescata del asalto y del incendio?
Yo, soñadora inmóvil, no he creído
en mi rostro apacible cuando duermo.
Lucho soñando, sórdida, conmigo,
con un pájaro extraño, con el viento,
con un agudo y afilado pico
que me horada las sienes y el cerebro
y dejo sangre en el cojín y heridos
flotan ardiendo, aullando, mis cabellos.
Soñador y sonámbulo es lo mismo.
Se va entre nieblas, huérfano.
¿Quién hiló las almohadas? ¿El olvido?
La mano movediza del recuerdo
con un sombrío ovillo
y tejió la crisálida del lienzo
con una larga víbora de lino
que se enrosca en el alma y en el cuerpo.
Atienda aquel que alguna vez me dijo
hallar quietud seráfica en el sueño;
atienda a mi creencia, a mi pregunta,
que es la de todo soñador despierto.
Creo en mi corazón, su llama oculta
bajo las sábanas, ardiendo.
Creo en mi sangre muda
corriendo como un río del infierno.
¿Cree alguien en la calma de las tumbas,
en la paz de los muertos?
Quieren creer... ¡No lo han creído nunca!
Descansa en paz, sólo es un gran deseo.
Descansa en paz, pero la paz no escucha;
descansa en paz, pero el descanso es ciego.
La muerte, insomne, mira hacia la lucha
y el sueño es el más íntimo desvelo.
De Poemas, 1952
ARRÁNCAME LAS ÁRIDAS
RAICES,
déjame suspendida en el espacio,
entre los vientos firmes.
Allí se está como en un gran regazo
maternal y sin límites.
Déjame con los pájaros,
indagan lo invisible.
¡Ah, más allá del cielo se alza un árbol
que sus alas indómitas persiguen!
No lo han visto jamás y, sin embargo,
creen sentir su rumor en los confines.
Rumor de hojas distantes... Pero ¿acaso
no lo vieron, gigante, en el origen
primero de la vida, y en sus cantos
no es la voz de la ausencia lo que aflige?
Deja que suba a lo alto
y que mi canto vibre.
Canto la ausencia de algo,
de una estrella enterrada en nubes grises.
La sombra azul del árbol
se dilata y me ciñe.
Déjame con los pájaros.
Soy una flor delimitada y triste.
Arráncame los pétalos y el tallo
y la fragancia, y líbrame.
De Poemas, 1952
CEMENTERIO JUDÍO (PRAGA)
El orden sufre, lo transido acaba,
todo está en blanco, en doncellez, suspenso,
todo está en ave en formación, en ala
aún no rendida a la embriaguez del viento.
A la impaciencia virginal que aguarda
le va creciendo en derredor un lecho
nacido entre residuos que trabajan
con trizaduras de ámbito y de cuerpo.
Destino manifiesto en amenaza,
flecha que se dispara desde un resto.
El yo, en caída vertical, señala
un nuevo rumbo entre su añico recto.
La sombra de una faz entra en el alba
como en un rostro sin tocar y abierto.
La nueva cuna se descubre en lápida
que mece un canto maternal, terreno.
maternidad primera y subterránea
labrando el fruto en el hervor del hueso,
madre cautiva y tutelar que engaña
cubriéndose el jardín con un desierto
de vida individual que luego salva
del hombre, del sepulcro y del espectro.
Madre profunda que los nombres cambia
y toca un surtidor en un cabello,
y dice lluvia cuando ve una lágrima
y llama rosa a lo que fue un cerebro.
Cuando yo digo: falta,
ella pronuncia: acervo.
Si un hombre besa rostros que se apagan,
besando está lo personal, lo muerto,
pero ella esquiva rostros como máscaras
y se dispone al infinito beso,
aquel que liga el coágulo y la savia
en primitivo y cálido concierto.
Bajo los pies no hay muerte sino entraña,
arcilla en gestación y advenimiento
de nueva flor que antes de abrir prepara
y nutre abajo el despertar enhiesto.
El cráneo ya no lo es sino sustancia,
pierde un escombro su sentir deshecho,
juntos coinciden en la comba, irradian
la misma luz de anillo en el encuentro.
Crece la comba en globo, planetaria,
de la ascendente gravidez, y el cielo
mira la tierra maternal que agranda
hora tras hora el círculo y el huevo
donde se empolla un hombre con su larva
como si fuera un mínimo lucero.
"Este era un hombre. Concluyó."
Y no basta.
El epitafio culminó en recelo.
Su historia avanza en árbol y en fragancia.
El hombre nunca dijo: aquí me quedo.
Dijo: aquí dejo mi emoción exhausta
como una rosa ajada sobre el fuego.
Aquí, ante el muro gris, frente de nada
o acaso de inasible pensamiento,
la certidumbre corporal se exhala
en torno, indefinible, como incienso.
Contorno movedizo que se apaga,
brasa quemada en último arabesco.
Ya no sustenta este perfil que horada
aún como ayer la brisa sin sustento,
ya no conforma la invisible llaga
que abren las uñas en el aire abierto,
defensa de una carne que me clava
erecto sobre el túmulo indefenso.
Ya no hay consuelo en la visión esclava
de una mirada que flotó en lo incierto:
formas transidas de ansiedad, mortajas
con que vestí de humanidad mi aliento.
¡Este es mi otoño! En vívida
cascada
de hoja mortal e inútil, me desprendo.
Hambre de siglos ávidos me aguarda
desde una fosa en terrenal vocero.
No hay nada que explicar. Hay sólo instancia,
ayuno alerta en insistente ruego;
el cuerpo se despide en su migaja
igual que un pan a orillas del hambriento.
Pensar que sólo soy memoria hallada,
tiempo debido a un invisible dueño
que, inédito, en la sombra me buscaba
como una frente lúcida a un recuerdo.
Siéntome dentro de una inmensa dádiva,
todo el ambiente en torno es como un gesto
de manos extendidas que levantan
y ofrecen mi criatura entre sus dedos.
La tierra pide a todo una añoranza
y todo se lo da en remordimiento.
La soledad que por el hombre, ufana,
devino en gala fácil y ornamento,
erguida en su erosión como una alhaja
y hallando cofre y mano como cerco,
desaparece en la humildad que exclama
ya en su misión de semen e instrumento:
yo vine aquí como mujer, yo estaba
en mi femineidad como en fragmento.
Hubo una historia enorme con su fábula
para tan pobre y miserable objeto:
el grito de una mano entre la brasa;
notábase el clamor y no el incendio.
¡Ay!: era el hombre, pero el mundo abarca
ese alarido que hoy es más, engendro
de hogueras que se cruzan y avalanchas
de una escalera en caracol, subiendo
alígera, impalpable, entre barandas
de huesos que une un forjador eterno.
Hay sólo un mártir nítido,
el fantasma;
cede un prestigio al levantarse un velo,
la pompa del racimo se desgarra
y se desborda el río prisionero.
Veste, para la túnica inmolada
no hay ya el reposo de tu piedra, un ceño
fluye de cada pliegue y se dispara
por cada arruga en manantial disperso.
Anda la vida libre y sin mordaza
de piel ceñida a un hontanar violento.
Espacio es puente en que las cosas traban
su antigua relación y su embeleso.
Continuación feliz de la muralla
en un semblante atónito y despierto,
fraternidad de la pared y el ansia,
sienes de cal con pájaros adentro.
Dos comisuras se abren, la ventana,
entre las que sonríe el universo.
Una clausura brota como rama
de la que pende un nuevo nacimiento.
Sangra un tumor, la rosa, y se desangra
en carne de otro mundo descubierto.
Todo retorna en despertar e infancia
como después de un minucioso sueño.
La forma humana, con terror de náufraga,
hoy vuelve, aullando, como un mar devuelto
que alza y remueve el mástil y las anclas
como ávidas raíces en ascenso
dejando atrás los árboles. Y avanzan
barcos llorando lianas en su esfuerzo
hacia la primavera de las aguas.
Surge un saludo, un abanico abierto.
Mana una fuente en ascensión confiada
a quien la muerte le rindió el silencio.
Capullos de olas se abren sin nostalgia
sobre ondas de un teclado resurrecto.
Sin ruido va el fragor, entre alborada.
La aurora siempre es un callado estruendo.
De Poemas, 1952