SUSAN SONTAG ANTE EL DOLOR DE LOS DEMÁS.
María Antonieta Flores

 

Epífitas

SUSAN SONTAG ANTE EL DOLOR DE LOS DEMÁS

María Antonieta Flores

     En una época donde se cultiva con esmero el individualismo y la indiferencia hacia el otro, el dolor o el sufrimiento de ese otro se constituye en molestia o disgusto, pues es una ruptura del idílico y falso orden establecido y por ello hasta se culpabiliza a ese otro por el dolor que padece, por su dolor único e intransferible.
     Así, la distancia se impone ante lo próximo (prójimo) de un dolor que no nos pertenece y que se manifiesta ante nosotros. Quizás por esto, Susan Sontag en su ensayo Ante el dolor de los demás (Bogotá: Alfaguara, 2003) para tratar el tema recurre a un doble distanciamiento intelectual: la imagen y el tiempo. El dolor que comenta es el de aquel o aquellos que aparecen plasmados en el instante de la fotografía, porque según la autora: “al otro, incluso cuando no es un enemigo, se le tiene por alguien que ha de ser visto, no alguien (como nosotros) que también ve.” Y nada mejor que una imagen para reafirmar la cosificación del otro a través del distanciamiento.
     Ante el dolor de los demás es un texto organizado en torno a la conjunción de tres temas: la guerra y la destrucción que produce, la fotografía como discurso testimonial y el deseo, el cual crea en el sujeto el conflicto de encontrar belleza en el horror y la destrucción.
     Si bien las imágenes fotográficas a las que se refiere forman parte del consciente colectivo y de nuestra historia, se echa en falta la reproducción de algunas de ellas. Sin embargo esto no es impedimento para ir transitando el camino que Sontag propone.
     Realmente, a partir del capítulo 6 el libro se crece y se expande en sentido. Uno de los aspectos que merece ser destacado es su cuestionamiento a la idea de que ya no existe la realidad sino su representación a través de imágenes, pues evidencia lo fácil que se acepta, actualmente, ciertos predicados que establecen los discursos oficiales, los cuales terminan determinando la conducta humana y no describiéndola o interpretándola.
     La referencia a “sitios memorables del sufrimiento” que son fundados por la fotografía, es una constante. Si, según Sontag, este arte está marcado por el azar de manera más profunda que cualquier otra manifestación artística, no es el único que por vía del encuadre, excluye. Todo arte parte de un encuadre y de una subjetividad, lo cual no puede circunscribirse a un arte en específico, tal como lo hace la autora cuando afirma: “fotografiar es encuadrar, y encuadrar es excluir.” Así como esta sentencia, se encuentran otras que apuntan al reduccionismo. Pero en general, la visión de Sontag trata de ser amplia y, como siempre, inquisidora y sin concesiones.
     Cuando escribe que “Ser espectador de calamidades que tienen lugar en otro país es una experiencia intrínseca de la modernidad”, arropando también bajo ese rótulo a la postmodernidad, de alguna manera está apuntando al vouyerismo postmoderno que exige para mirar al otro y entrar en el goce a través de la mirada, el filtro de un lente: una mirada protegida y en segunda instancia. La fotografía convierte en objeto al sujeto fotografiado al igual que “la violencia convierte en cosa a quien está sujeto a ella”.
     El ser humano frente a esto debe ser víctima de alguna ansiedad cultural y moral, pero no la que acuñó Rafael López-Pedraza que es producto de la tensión entre el paganismo politeísta y el cristianismo monoteísta, sino una ansiedad producto de la tensión entre el placer y el horror. “Al parecer, la apetencia por las imágenes que muestran cuerpos dolientes es casi tan viva como el deseo por las que muestran cuerpos desnudos”.
     Pero Sontag despoja, acertadamente, a esa ansiedad de lo moral: “La representación de semejantes crueldades está libre de peso moral. Sólo hay provocación: ¿puedes mirar esto? Está la satisfacción de poder ver la imagen sin arredrarse. Está el placer de arredrarse.”
     Dos ideas quedan gravitando con todo su peso después de cerrar el libro culminada su lectura. La primera es que “Debemos permitir que las imágenes atroces nos persigan.” ya que no hacerlo sería negar un aspecto sustancial de nuestra realidad. La segunda, “Recordar es, cada vez más, no tanto recordar una historia sino ser capaz de evocar una imagen”, lo que nos arroja a un discurso desarticulado que rompe la linealidad y la cadena de la narración, para instaurar una sintaxis fragmentaria que se ha venido gestando desde el Romanticismo alemán.
     Finalmente, ante el dolor de los demás y del otro, Susan Sontag nos deja sin respuestas. Es un ensayo inacabado puesto que el dolor es una vivencia que proporciona pocas respuestas y sólo otorga, si se aprende de él, la posibilidad de crecer o de la transformación.

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