La
desesperación no deja de ser conmovedora, sobretodo cuando está
en el punto muerto que la enquista en un estado perpetuo de desolación
y sobretodo, también, cuando muestra bajo su ropaje cínico
la ingenuidad del deseo de un mundo hermoso, defraudado por las apariencias
de las instituciones y de losvalores tradicionales. Sobre este terreno
se yergue la narrativa rabiosa de Fernando Vallejo, actitud estética
que lo emparenta con el iracundismo, ese movimiento surgido después
de la Segunda Guerra Mundial en el mundo anglosajón y que implica
un rechazo al orden establecido.
Su constante ataque a la iglesia, la maternidad,
el patriotismo y otros valores tradicionales y pequeño burgueses,
sólo revelan la importancia que tienen en la conformación
de un mundo ideal que al ser defraudado, se reelabora no desde otra
línea de valores sino en la queja y la ira contra aquellos. No
asustan las imprecaciones ni ataques contra estas instituciones ni interesan
estéticamente porque no representan un aporte ni una propuesta
desde la deconstrucción de un mundo ya deconstruido desde hace
mucho tiempo. No se dudará de cierto escándalo e incomodidad
en algunos lectores que sienten removido el seguro piso de unos valores.
Pero éste es el discurso de un iracundo desolado ante un mundo
que desgarra su sensibilidad y que encuentra en la imagen de un perro
callejero, su propio reflejo, y es la voz de quien desde la impotencia
constanta que la muerte y la violencia todo lo destruyen y lo impregnan,
definiendo la realidad que lo rodea.
El desbarrancadero (Caracas: Monte Avila Editores Latinoamericana
/ CELARG, 2003, Premio Internacional de Novela “Rómulo
Gallegos 2003”) sigue esta perspectiva que ya se había
consolidado en obras anteriores de Vallejo.
Aquí, de nuevo se impone la presencia
de Thanatos, la muerte persecutora, presencia perenne y a este universo
muerto lo sostiene lo excremencial y la basura que definen la cotidianidad
narrada. No es sólo la historia del reencuentro entre hermanos,
uno de ellos agonizante. Darío, el hermano asolado por el sida,
es espejo del narrador (“los espejos son las puertas de entrada
a los infiernos”), y es también sombra, doble y el otro
del yo que narra esta historia y que cuenta su propia muerte que se
consuma a larga distancia y como un hecho menor en la novela.
Las imágenes arquetipales del vacío
y la caída recogen el sentido que se concreta en El desbarrancadero:
“Después fuimos siguiendo todos, uno por uno, como dicen
que van cayendo las ovejas al desbarrancadero, aunque yo, la verdad,
con tanto que he andado,vivido y visto aún no las he visto caer”,
y es al mismo tiempo la duda ante ese vacío y la caída.
Cuando en la novela se lee que “Yo
no soy hijo de nadie. No reconozco la paternidad ni la maternidad de
ninguno ni de ninguna. Yo soy hijo de mí mismo, de mi espíritu,
pero como el espíritu es una elucubración de filósofos
confundidores, entonces haga de cuenta usted un ventarrón…”,
es la manifestación de la perspectiva de un sujeto que quiere
presentarse sin linaje ni ancestros ni herencia, pero si se siguen ciertas
claves en el lenguaje, se comprueba que no es así.
El lenguaje de El desbarrancadero
parece estar en un segundo plano, ante la rabia que marca cada página,
cada palabra. Por otra parte, desea hacer creer al lector que el lenguaje
no es importante, pero va dejando indicios de todo lo contrario. Lo
primero que hay que señalar es el emparentamiento con el español
del siglo de oro, manifestado en las referencias a Garcilaso, Góngora,
Calderón de la Barca, y, luego, su vinculación irónica
con los narradores colombianos: “Empiezo a escribir en forma arrevesada,
cortando a machetazos los párrafos, separando sus frases, por
culpa de Vargas Vila…” Con desparpajo retador se iguala
a los clásicos: “dijo Horacio, dijo Ovidio, digo yo”
y si no elude el ripio o lo gastado y escribe desde lo obvio, se defiende
con un “porque yo no hablo con lugares comunes tan pendejos”.
La misma novela explicita la estética
que la signa: lo confesional y lo aparentemente biográfico: “Así
procedo yo, construyendo sobre lo ya escrito, sobre lo ya vivido.”
Y lo ya escrito y lo ya vivido están colocados en el mismo plano
de igualdad, lo que permite interpretar que para el narrador no hay
separación entre escritura y vida. De hecho, la palabra es más
vital que la vida misma porque “Y aunque creás que estoy
vivo porque me estás leyendo, ¡cuánto hace que yo
también estoy muerto! Hoy soy unas míseras palabras sobre
un papel”.
Luego revelará, para ser así
su propio crítico, su punto de vista narrativo: “Yo soy
novelista de primera persona”, “Yo no soy novelista de tercera
persona y por lo tanto no sé que piensan mis personajes”.
Desde la conciencia del lenguaje y de
la estética que propone, pretende despojarse de la tradición
incorporándola por vía de la negación. La intencionalidad
estética es la de golpear y escandalizar, pero la desolación
existencial del que narra se cuela lenta y constante: “y yo aquí
en el curso de esta línea, salvando a la desesperada una mísera
trama de recuerdos.”
Y si Fernando Vallejo bien sabe que “así
como hay palabras liberadoras también las hay destructoras”,
se ha colocado en el límite de la liberación y la destrucción
para dar cuenta de una realidad tan violenta y marcada por la muerte,
que sólo puede ser narrada desde la ira y el patetismo. Desde
ese lugar donde se resguarda y en esta novela que es y, al mismo tiempo,
no es lo que aparenta, revela la profunda ingrimitud del ser humano.