La caparazón de los cangrejos

 

Ida Gramcko*

 

La dejaban en las rocas y saltaban otra vez al agua, como niños que se desprenden de la ropa para zambullirse. Y allí quedaba la caparazón sonrosada, sobre una piedra de la orilla. Al alcance de mi mano… Tan frágil como una pieza primorosa de arte —cajita de carey—, con esos dibujos policromados que se ven en las obras de los miniaturistas. Parecía un objeto dorado al fuego, ya amarillento, ya encendido. ¿Es que el cangrejo, según el decir popular, pensaba en la inmortalidad de su alma y se despojaba de sus sentidos?

Una ola se alzaba, hinchándose, como una vena enferma, gigantesca y triste. Sobre la roca, la delgada caparazón era algo leve, impotente, y sin embargo nítido. La tomé entre mis manos y la ola se dobló, quejándose, rezongando, mesándose la barba de espuma.

Súbitamente, me entraron deseos de oprimir aquella diminuta coraza regia, con sus entorchados casi imperceptibles. Era tan pegajosa, húmeda y quebradiza, que debía ser un placer hacerla trizas. La más pura sensualidad se derrama de las cosas que parecen más ínfimas. Y toda mi sensualidad se centró en aquel punto minúsculo, casi invisible, colocado, como al azar, en la palma de mi mano, más grácil e incorpóreo que una hoja marchita.

¿Por qué no la deshice? Recordé a los niños que miré otros días en la playa, tumultuosos, salvajes y sanguíneos, que se ocupaban en buscar "conchas de cangrejos" para volverlas añicos. Pensé en sus manos bárbaras y en sus ojos lascivos. ¿Acaso no era yo una niña? ¿Por qué entonces, revelándoseme, el destrozo de aquel cuerpo ligerísimo me pareció un crimen? Lo observaba, deslumbrada, inclinándome, en escorzo admirativo. Se me caían en la frente los cabellos despeinados, libres, llorosos de agua salina.

¿Cómo es posible que el mar fecundase en su seno un objeto de vitrina? Acaso el mar, a fin de cuentas, era eso: una inmensa y transparente vitrina. Pensé en los peces de colores, en las medusas que flotan como cabezas cercenadas, en los caracoles que todo lo escuchan, en la estrella profunda que alumbra la noche submarina.

La caparazón del cangrejo era tan delicada que merecía encerrarse en un nicho. No semejaba un despojo. Todo lo contrario. Era una creación bella y viva. ¿Es que el cangrejo es un artista sabio? Más aún: un heroico artista. ¿Acaso el pintor, el escultor, el poeta, no recurren al lienzo, al yeso, al papel, tres blancos exteriores para verter sus sombras íntimas? El cangrejo no utiliza otra materia que su cuerpo mismo y sobre él va trazando, lentamente, un mapa diminuto, surcado por empinadas cordilleras y ondulantes ríos. Cuando siente concluida su obra, paisaje mínimo, la abandona, mejor aún, se sale del paisaje y vuelve a trabajar en silencio sobre su cuerpo desnudo y limpio.

Hay escultores, poetas, que viven años dentro de la atmósfera de una estatua no levantada, de un poema no escrito. .. Todo lo que les rodea es palabra de ese cantar, gesto de esa figura... Viven como el cangrejo, dentro de una caparazón: aquella forma no hecha, aquella voz no dicha. Cuando el poema nace y la estatua se yergue, todo lo demás se vuelve yerba para su paso y eco para su grito. Entonces, descansa el artista. Al cangrejo le sucede algo similar, con la diferencia de que ha aventajado al poeta y al escultor en sabiduría y heroísmo. ¿Acaso su obra no se realizó en carne viva?

La caparazón, inmóvil entre mis dedos, brillaba con frutales pintas. Y entre pincelada y pincelada, un lunar negro sonreía.

Del mar subían ráfagas tranquilas. Ya no se rompía, ruidoso, contra las rocas, como una muchedumbre. Era, más bien, un solo ser, silencioso, profundo y apacible. Se hacía manso, luminoso, como un charco de lluvia, tan accesible que daba la impresión de que podían cruzarse sus aguas en un barco de papel, con una banderita azul y naranja pintada por un niño.

Las piedras parecían mullidas. Y todo en torno se abría, se extendía y entregaba en mutua posesión ilímite. La caparazón cobraba un tinte violáceo, de ciruela o de uva.

Muchos debieron creer que la caparazón era insignificante por sus dimensiones de relicario antiguo. Generalmente, la importancia se mide por la fuerza física, y las criaturas rientes y sudorosas, que cruzaban la playa, creían rendir un tributo a los músculos, desgarrando aquellas cortezas cristalinas; cortezas que yo iba reuniendo, lentamente, caparazones azulencas, rosáceas, rojizas... Las había pequeñas, tan ligeras que las disolvía la brisa, y algunas enormes, con las patas salientes, como arañas malignas.

¿Coleccionaba caparazones como otros coleccionan monedas o estampillas? Nunca precisé fechas sin embargo, y mucho tiempo después supe que se llamaban crustáceos, lo que significó un nombre y no un conocimiento más íntimo; sólo sé que durante años recogí en la fragua hirviente del mar con mi mano, esas gráciles castañas marinas; sólo sé que los cangrejos abandonaban y abandonan su cuerpo primero para tomar otro, más blando y líquido, y así sucesivamente, como en una especie de reencarnación acuática, no exenta de temblores místicos. Sólo sé que me recuerdo, con los pies desnudos, sobre una hendidura abierta en la arena en la que las olas habían formado un pozo acogedor y tibio.

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Este texto está tomado de: Ida Gramcko. El jinete de la brisa. Caracas: Editorial Arte, 1967

*poeta, ensayista y dramaturga venezolana (1924-1994)

   

 
 

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