La
gratitud por lo vivido |
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María
Antonieta Flores
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Epífitas La gratitud por lo vivido
Una de las presencias que van acompañando discretamente nuestros días, es la de los columnistas. En fin de cuentas, un columnista es una voz que con frecuencia periódica nos aguarda en un lugar conocido y nos invita al diálogo, mientras revela lo evidente hasta lo que pudo pasar desapercibido en un estilo que se nos va haciendo cercano y natural. Al lado de esto, nos proporciona la seguridad y certeza del encuentro marcado. Con el tiempo, como matrimonios viejos, ya conocemos sus temas, sus insistencias, lo que esconde una palabra o los espacios entre las líneas. Sólo que él no conoce el y los rostros de sus consortes, lo que en caso de divorcio e infidelidad, es una ventaja para el lector, pues le ahorra explicaciones. Y si es caso de viudez, porque a motu propio o ajeno la columna desaparece, no hay obligación de llevar luto público. Esto viene a colación porque uno de los columnistas que me acompañó en aquellos días de crecimiento y juventud mientras la palabra me iba seduciendo, fue Rubén Monasterios. En esa época, leía su columna en El Nacional al igual que sus críticas de teatro. Luego lo perdí como columnista. En su caso, parece que fue una etapa cumplida o encontró lugares que no se me mostraron, caso muy diferente al de Fernando Paz Castillo, primer columnista al que seguí y fue el primer poeta que contemplé en persona y varias veces cuando él cumplía lo que parecía un ritual: en la nave izquierda del templo de San Francisco se arrodillaba a orar, ya andaba de bastón y con pelo blanco. Volviendo a Rubén Monasterios y obviando las múltiples expresiones de su creatividad y de su mirada reflexiva, este intelectual con un don histriónico que se combina con un cultivado desparpajo, es el único narrador venezolano, que se sepa, que ha desarrollado una obra ceñida exclusivamente al tema erótico y lo ha hecho a conciencia. Por supuesto, este hecho se diluye en las tantas cosas que se yerguen contra una visión abierta y abarcante de la literatura venezolana, perdidos en los juegos de negación y mezquindad que han impedido el reconocimiento cabal del valor de nuestra literatura desde nosotros mismos y para los otros. Algunas de sus crónicas sobre ciertas escenas de la vida cotidiana dejaron su imagen viva en mí, y no he dejado de evocarlas en voz alta mucho tiempo después en varias ocasiones. Así que cuando tuve en mis manos Caraqueñerías. Crónicas de un amor por Caracas (Caracas: Fundación para la Cultura Urbana, 2003), hojeé el libro buscando sus crónicas sobre la hayaca y la técnica del desmenuzamiento (“Guía para la degustación de hayacas”) y la de la anécdota de un dedo mordido en “una de esas fiestas de intelectuales, y a causa de la hambruna generalizada”, que pude ubicar en un apartado titulado: “El convidado paga”. Después de comprobar que no me había fallado la intuición en ese reencuentro grato con imágenes que habían quedado acompañándome, me dediqué al libro en sí. Estructurado por capítulos va mostrando diversos aspectos de la identidad de Caracas vinculado la tradición con la actualidad, para proporcionar un espejo no sólo para los que han nacido y vivido aquí, sino para cualquiera que que desde otro lugar pueda establecer relaciones entre las conductas, hechos y circunstancias que desde la crónica, ese género que parece adquirir cada vez más importancia, ofrece Monasterios. En un viaje de la muerte a la celebración vital, traza rasgos significativos que particularizan y, a la vez, universalizan una manera de ser y vivir. Los capítulos, que se subdividen en apartados, son: “No hay paz en estos sepulcros”, “Espacios urbanos”, “La cara siniestra de Caracas”, “Especímenes de la fauna urbana”-capítulo que se queda corto, se sesga hacia un solo aspecto y que la pluma del autor, desde su agudeza, pudo haberle proporcionado mayor perspectiva-, “Amar a la caraqueña”, “Culinarias y gastronómicas” y “El jolgorio en Caracas”.
Quien haya seguido la escritura de Rubén Monasterios se reencontrará
con su estilo particular donde el cultismo cohabita con el humor y el
eros vital, y podrá percatarse de una visión con dirección
definida que ha ido construyendo su universo discursivo desde lo cotidiano
y lo urbano. A esto contribuye el hecho de que los artículos del
pasado están incorporados de tal manera a los más recientes
que logra la integración y el sentido de un texto único.
No constituye, pues, una reunión de crónicas sino una propuesta
orgánica acerca de lo que ha identificado, de alguna u otra manera
a Caracas, sin quedarse restringido a lo local y particular pues los aspectos
seleccionados propician el diálogo con lo que emparenta a las urbes.
De esta manera, Caraqueñerías es la gratitud
por lo vivido y la generosidad de compartirlo al celebrar lo cotidiano. |