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Susan Sontag: por una erótica del arte
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Moraima Guanipa
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En un libro que ha cruzado con buena fortuna -de lectores, de reediciones, de menciones- cuatro décadas, Susan Sontag aborda un tema de larga historia en las artes: la condición de la obra de arte, obligada a justificarse a sí misma y a encontrar nuevos ecos en el reflejo especular de la crítica. En Contra la Interpretación ([1961], México, Alfaguara, 1996), el ensayo que da nombre al libro, Sontag pone en cuestión el papel cultural e históricamente atribuido a la crítica en su tarea de interpretar, traducir, develar lo que una obra de arte dice. Su punto de partida es la afirmación de que todavía hoy la teoría del arte -y con ella la crítica- responde a la idea según la cual "se supone que una obra de arte es su contenido" . La autora pone de relieve el hecho de que este peso en el plano del contenido, antes que en el de la forma, lleva al arte al terreno de la justificación de sus fines, intenciones y recursos expresivos. El arte parece obligado permanentemente a dar cuenta de sus mensajes, del sentido de sus procesos comunicativos. Este énfasis, a juicio de Sontag, delata "un proyecto, perenne, nunca consumado, de interpretación. Y, a la inversa, es precisamente el hábito de acercarse a la obra de arte con la intención de interpretarla lo que sustenta la arbitraria suposición de que existe algo realmente asimilable a la idea de contenido de una obra de arte" (p.27). Para Susan Sontag, los procesos de interpretación de la obra de arte, los intentos por volver inteligible un texto, una obra, esconden una tentativa de alteración: no se trata de "leer" el cuerpo textual (sea literatura, sean artes visuales), sino de revelar su sentido, su contenido secreto. De allí que la autora reaccione contra esta tentativa que califica de simple "filisteísmo": "El antiguo estilo de la interpretación era insistente, pero respetuoso; sobre el significado literal erigía otro significado. El moderno estilo de interpretación excava y, en la medida en que excava, destruye; escarba 'más allá del texto' para descubrir un subtexto que resulte ser el verdadero" (p. 29). Y si bien Sontag reconoce que en algunos contextos culturales, los cuales, dicho sea de paso no señala con claridad, la interpretación puede ser liberadora, en otros "es reaccionaria, impertinente, cobarde, asfixiante" (p. 30). Hacia esta última dirige sus cuestionamientos. Su sospecha se basa en la percepción de que en el acto interpretativo subyace un deseo inconfesado de alteración, de sustitución de un contenido por otro. "La interpretación es la venganza que se toma el intelecto sobre el arte" (p. 30), afirma en su ensayo. En la búsqueda de revelar inteligiblemente el contenido de la obra, el texto interpretativo desplaza, suplanta a la obra misma de la cual partió. En este contexto entendemos su afirmación de que la interpretación, apuntalada básicamente sobre la prevalencia del contenido y su significado, reduce el arte a "una adecuación a un esquema mental de categorías" (p34). Expresión de estas tentativas serían los métodos y procedimientos de análisis que privilegian el plano del contenido, como el marxismo y el psicoanálisis freudiano, en los que se produce una domesticación de la obra de arte, sustentada en lo que llama "una hipócrita negativa a dejar sola la obra de arte (...) Al reducir la obra de arte a su contenido para luego interpretar aquello, domesticamos la obra de arte. La interpretación hace manejable y maleable al arte" (p. 31). Sontag sale al paso de estas prácticas devoradoras propias de la labor intelectual, mediante las cuales el acto de interpretación se vuelve un acto de antropofagia. El intérprete, esto es el crítico, es una suerte de águila condenado (porque esta carencia de una voz afirmada en sí misma, necesitada de un referente para ser ella misma es una condena en sí) a devorar incesantemente al último Prometeo: el arte. Pero este vivir a expensas de la obra de arte, según sus palabras, "no es sólo el homenaje que la mediocridad rinde al genio. Es, precisamente, la manera moderna de comprender algo, y se aplica a obras de toda calidad" (p. 32). ¿Acaso no incurre Sontag en el extremo de defender la inefabilidad del arte, con el riesgo de plantear un autotelismo tan peligroso como la tentación misma de invadir todos los espacios del arte con la voracidad interpretante de la crítica moderna? Para procurar una respuesta provisoria, volvemos sobre las páginas de su ensayo, cuando esboza lo que debería ser una crítica " que sirviera a la obra de arte, sin usurpar su espacio" (p. 37): Frente al énfasis en el contenido, la autora opone la mirada sobre la forma. Los estudios formalistas, como los desarrollados por Panosky y Francastel para la pintura; Barthes y Frye para la literatura, son modelos para la autora, al igual que considera como camino válido de la crítica, aquel en el que se opta por describir la aparición de una obra de arte. Ambas rutas suponen una interpretación que revele "la superficie sensual del arte sin enlodarla" (p. 38). En consecuencia, lanza una sentencia que podría leerse como su programa crítico para el arte: "en lugar de una hermenéutica, necesitamos una erótica del arte" (p. 39). Transparencia sería, entonces, la palabra clave, en tanto será ésta la elevada tarea de la crítica: vivenciar el objeto artístico en sí mismo, en su insondabilidad, y ver el mundo, las cosas "tal como son". La autora exige para la crítica gestos de autenticidad, de fidelidad con lo que la obra es y no con lo que nosotros pensamos o interpretamos que ella es. Ahora bien, ¿Podemos concebir la obra como un ente cuya inefabilidad, precisamente, estaría resguardada por nuestra mirada inocente, transparente, auténtica? ¿Dónde quedan nuestras visiones del mundo, prejuicios, valores? ¿Qué lugar le damos?. El papel que exige Sontag estaría más próximo a la contemplación que al análisis. Y a una contemplación que más que calificar o valorar, describe y lo hace desde la topografía del deseo, desde la actitud amorosa del reconocimiento del texto. No se plantea el dominio sobre el texto, ni la tiranía de una interpretación que traduzca y reelabore, sino la búsqueda de una crítica que restaure la soberanía de la obra y le otorgue al crítico la ardua tarea de dar cuenta de lo que es: "Lo que ahora importa es recuperar nuestros sentidos. Debemos aprender a ver más, a oír más, a sentir más". (p 39), apunta la autora, en un ejercicio que podríamos enlazar con las lecciones de un poema de Rafael Cadenas: "la única doctrina de los ojos es ver" (Memorial, Caracas, Monte Avila Editores, 1986). La crítica, la interpretación deberían ser, según la perspectiva planteada por Sontag, caminos para hacer que las obras de arte se nos presentaran cada vez más reales, tal y como son, no tal y como quisiéramos verlas, sin los aditamentos de nuestros prejuicios y valores colocados en el texto que da cuenta de nuestra mirada. De nuevo nos asaltan más preguntas: ¿Acaso podemos escapar de los excesos de la devoción por la forma, que tantos frutos ha dado en el terreno de la crítica formalista y estructural, con sus peligrosas vivisecciones de la forma y que llevó a aislar y a descontextualizar la obra misma hasta volverla igualmente difusa? ¿No será posible encontrar un punto de equilibrio entre una crítica que atienda a la realidad de la forma de la obra y, al mismo tiempo, no descuide las señales implícitas en el contenido? La autenticidad, la "transparencia" de la que habla Sontag, quizás sirvan como los grandes antídotos frente a los excesos de un intelectualismo que ha secuestrado la obra artística y la ha sumergido en el universo de la "logofilia", para usar un término de Michel Foucault. A pesar de la elevada autoestima de esta escritora, quien se jacta de su indiscutible influencia en el pensamiento crítico de su tiempo, su reflexión apunta al papel humilde del crítico, encargado de poner la obra a buen resguardo de los metadiscursos. Bien lo dice la autora, "la función de la crítica debiera consistir en mostrar cómo es lo que es, incluso qué es lo que es, y no en mostrar qué significa" (p 39). Menudo dilema. Psicoanalistas, favor abstenerse.
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