El volumen
de cuentos Un fantasma portugués de Miguel Gomes
junto con Poesía reunida de Yolanda Pantin y la
reedición de Sabor y saber de la lengua de María
Fernanda Palacios, constituyeron los títulos seleccionados para
el lanzamiento del sello Otero Ediciones. Para la presentación
de los libros, Gomes estuvo por pocos días en Caracas. La ocasión
favoreció un primer encuentro donde compartimos mesa y palabra
en entrañable compañía. Yo llevaba listo el grabador,
pero supe esperar pues no me pareció apropiado el momento de la
sobremesa y como ambos habitamos los espacios de la timidez, esperamos
para el diálogo.
A
Miguel le precedía su prestigio como ensayista y crítico,
y si Visión memorable (Caracas, 1987), su primer
libro de cuentos, La cueva de Altamira (Caracas,1992),
De fantasmas y destierros (Medellín, 2003) dan
cuenta de la solidez del llamado pulsional del relato corto en su caso,
en Un fantasma portugués lenguaje, historia e
imagen se conjuntan para revelar un camino definitivo.
Ya
cerradas estas líneas, llega la noticia de que Un fantasma
portugués obtuvo el Premio Municipal de Literatura
Mención Cuento 2004, otorgado por la Alcaldía del Municipio
Libertador de Caracas. Y como noticia se menciona.
-Todo
comienzo de una conversación está marcado por el lugar común,
y ésta no será la excepción. Parto de una pregunta
aparentemente tonta: ¿por qué narrar o contar?
-En mi caso, puedo asegurarte que lo hago sin fines de lucro, por un impulso
que no domino con la voluntad o la conciencia, las cuales normalmente
le aconsejan a uno que invierta el tiempo en actividades menos inexplicables.
Pero el inconsciente sabe lo que hace y exige, y trato de estar en buenos
términos con él. Nuestros sueños segregan arte para
curarnos. Si tenemos suerte, se trata sólo de medicina preventiva.
-Ahora,
sabiendo los cuestionamientos que aún hoy persisten en aquellos
que olvidan la tradición y se aferran a las especializaciones,
¿cómo convive el narrador con el crítico?
-Convive con el crítico igual que convive con el padre, el marido,
el ciudadano, el vecino, etc. Los seres humanos tenemos más de
una faceta, y entre otras cosas podemos ser el aparentemente imposible
pájaro que enseña ornitología. Cuando me dedico a
la investigación literaria, por ejemplo, soy lo menos escritor
posible; a veces enseño textos y autores con los que estoy reñido
como lector. El crítico o el profesor de literatura tienen que
saber que el gusto no debe gobernar su profesión. A la inversa,
cuando escribo narrativa, por la noche, trato de desligarme totalmente
de lo que he hecho o dicho durante el día... Por otra parte, debería
añadir que mi lado escritor le está muy agradecido a mi
lado crítico: el que mantiene la casa donde vive el escritor y
su familia es el crítico, que ha conseguido un sueldo estable en
una universidad. Eso le ha permitido al escritor escribir lo que le interesa,
sin deudas con las programaciones de las editoriales y sin la obligación
de complacer a un público “comprador” de libros. Me
busqué un trabajo que me permitiera no atar la escritura creadora
a la necesidad de ganarme la vida, pero que a la vez me diera suficiente
tiempo libre para escribir. Cuando mi lado crítico-profesor llena
los formularios del Plan Médico y del Seguro, declara como “dependiente”
no sólo a cada uno de sus hijos, sino al escritor. Pero, aquí
entre nos, en el fondo, afectivamente, dependo más de mis hijos
y de mi lado escritor que del Seguro.
-En
el momento de narrar, ¿favorece o perjudica la conciencia y el
quehacer del crítico literario?
-Mencioné antes el inconsciente. Creo que la conciencia (crítica
o de cualquier otro tipo) tiene que estar en reposo, casi apagada, en
el momento en que viene el impulso de la obra. Si me noto muy “consciente”
mientras escribo una narración, simplemente la dejo. Quizá
por eso no he publicado mucha ficción hasta ahora. Estoy consciente
cuando me dispongo a redactar un artículo o un trabajo de investigación;
pienso en qué se ha dicho sobre el tema y en quiénes leerán
lo que escribo, porque el objetivo debe ser comunicar. Pero en el caso
de una narración, trato de desligarme de todo objetivo, de toda
referencia lúcida a lo ya dicho sobre el tema o a quiénes
van a leer. Me parece que no debería haber deudas de ningún
tipo. Una narración convincente, igual que la poesía, aparece
cuando se produce cierto abandono del que escribe. El mundo de la ficción
tiene que ser autónomo; sus seres deben obedecerse a sí
mismos o a sus circunstancias, incluso si la moral que se desprendiera
de ellos o de ellas no correspondiese a la del autor.
-¿Cómo
se da la convivencia entre la mirada y el acto de contar?
-En la misma medida en que conviven el acto de contar y el de escuchar.
El abandono del que te hablaba a mí se me produce cuando estoy
oyendo música, repasando cuadros o recordando la impresión
que esos cuadros me causaron; a veces cuando todas esas cosas confluyen.
Suelo entusiasmarme con la escritura que se entrega a esas correspondencias,
de las cuales Baudelaire ya dijo todo lo que era necesario. La poesía,
en particular, pese a que debería ser pura musicalidad, es rica
en encuentros. La sombra poderosa que se cuela en los versos de Black
Zodiac de Charles Wright o el brillo en la penumbra con el que acabo
asociando varios poemas de Peter Boyle para mí han sido muy importantes
de unos años a esta parte. En la poesía venezolana hay grandes
momentos de la mirada. Hay un azul purísimo y benévolo que
lo dice todo sobre la visión del universo de Eugenio Montejo. Allí
está también el crepúsculo y la “falta de luz”
que van devorando al John Roberton de Blanca Strepponi. El índigo
que atraviesa uno de tus poemarios, María Antonieta, cuenta por
evocaciones y asociaciones múltiples una historia que sólo
puede recomponerse en la memoria sensorial del lector, ese “mirar
lo que fue tuyo” de uno de tus versos... Los poetas, que vienen
de haber usado un instrumento musical, la lira, han sabido desde el simbolismo
hasta nuestros días volver a aprovechar la página en blanco
para dibujar con versos: ejercitan la mirada y el canto.
-En
algunos y breves espacios de tus narraciones se destilan ideas que pueden
considerarse claves para establecer una poética personal, aunque
siempre se recurre a la ambigüedad de que sea la voz del personaje
y no la del narrador la que enuncie tal propuesta. Quizá en “El
vuelo de Sebastián da Silva” esto sea más evidente
con la afirmación de que el narrador debe ser poeta. ¿Cómo
crees que se da en tu obra la relación entre lo narrativo y lo
poético?
-En la nouvelle que mencionas, el personaje Sebastián
da Silva sostiene algo con lo que no coincido: a él le parece que
en la novela hay mucha poesía. Opino, en cambio, que de todos los
géneros narrativos la novela es el que dista más de lo poético.
Y lo digo por lo que sugieren los mismos autores que Sebastián
trata de reinterpretar a favor de su argumento; Poe, sobre todo. No hay
poesía sin intensidad, afirmaba éste, y la intensidad tiene
que ser breve. La poesía, el cuento y la nouvelle, cuando
dan en el blanco, te afectan de inmediato y para siempre; no te dan tiempo
a que reflexiones, porque te arrancan de cuajo y sin mucho apalabramiento
algo que tenías encerrado o escondido en el inconsciente. La novela
es más diplomática e insistente; cuando es buena, te enseña
a rumiar en el mundo de la ficción, con lentitud; pero, cuando
es mala, se parece a uno de esos demagogos que no saben guardar silencio
y le siguen agregando ruido al mundo, aunque ya lo tenga de sobra... Una
mala novela es mucho más ofensiva que un mal cuento o un mal poema,
con el despilfarro añadido de papel y de tiempo. Hoy en día
leo más poesía que narrativa, y también me he dado
cuenta de que la lectura de poesía me estimula más a escribir.
-Según
tu vivencia, ¿escribir sería “hipotecarse a la nada”?
Y te cito dándole otro contexto a la expresión.
-Eso me parece que lo dice uno de los personajes narradores.
Por suerte, no es lo que siento respecto de la escritura. Para mí,
hasta ahora, ha sido una de las dos o tres fuentes de felicidad que he
tenido. La vida no se parece al arte por el hecho de que es amorfa, en
el sentido neutro de la palabra: el mundo no tiene por detrás una
voluntad que lo organice y encamine. El arte es necesario porque los seres
humanos pueden descansar, al menos por unos momentos, de tanta falta de
centro y dirección. Y por eso en el arte lo único realmente
decisivo es la forma; en ella hay una intuición de lo que deseamos
del universo.
-Y,
¿cuál es la intuición de lo que tú deseas
del universo que te revela tu propia escritura ?
-Quizá las intuiciones no se puedan racionalizar nunca. Lo único
que te podría decir en este momento es que cuando escribo siento
un placer terrible... Aquí va mi modesta utopía: ojalá
que ese placer pudiera divulgarse más; ojalá que cada persona
tenga una fuente de placer así, literario o de cualquier otro tipo.
Alguien que no tiene placeres es como materia muerta; se descompone primero
y fallece después.
-Se
ha desmontado la relación entre la ficción y lo autobiográfico,
el velo y el develamiento y, sin embargo, siempre queda la sensación
de que el peso de la propia vivencia es determinante en el texto aunque
el autor se proteja negando tal hecho. ¿En qué lugar del
espectro de esta relación de opuestos ubicas tu narrativa?
-Cuando trato de recordar algo que me pasó a los siete
años lo primero que recuerdo es una serie de recuerdos anteriores
que he tenido de ese instante, así que supongo que cualquier autobiografía
está mediada por relatos, por versiones que se llenan de todas
las capas de subjetividad que son necesarias para que uno sea humano y
no una grabadora o una cámara. La comprensión de ese hecho
es lo más autobiográfico que quizá haya en mis narraciones.
Lo demás, es decir, las anécdotas, suelen ser ficticias,
engaños, montajes, atribuciones falsas o auténticas y tergiversaciones
voluntarias, siempre que me parezcan significativas. Un personaje mío
dice, por ejemplo, que está seguro de que Gil Vicente escribió
ensaladas; eso es impreciso, porque Gil Vicente más bien inspiró
secciones de las ensaladas de Mateo Flecha el Viejo: el error era necesario
para crear a un narrador que alguna vez fue un lector asiduo pero que,
para ganarse la vida, se vio obligado a separarse de sus rutinas intelectuales.
Otro ejemplo, quizá más claro: yo jamás me he atrevido
a pisar una sex shop. Creo que hasta me vendría un ataque
de hipo si lo hiciera. Pero tuve un par de amigos que sí se atrevieron,
y me contaron cómo fue. Uno de esos amigos se llamaba Fernando;
el otro se apellidaba Ramírez. Cuando escribí el cuento
“Los misterios de la plaza del tiempo”, yuxtapuse en mi imaginación
a esos dos amigos, que pasaron a llamarse Fernando Ramírez. A ellos
les agregué rasgos que observé en un viejo compañero
de trabajo en el Ministerio de Educación de Venezuela, que tenía
fama de mujeriego; y, finalmente, añadí a la mezcla ciertas
inclinaciones sexuales de un personaje obsesivo que encontré, años
después, en un relato magistral del escritor argentino Raúl
Brasca (por eso le dedico mi cuento). La ficción de “Los
misterios de la plaza del tiempo” es, entonces, la suma de tres
personas y un personaje; dos relatos orales y uno escrito; varios chismes
oídos en la administración pública de los años
ochenta y, además, el recuerdo impresionante de la Venus de Willendorf,
cuya imagen vi por primera vez cuando tenía yo quince años,
en el manual de Historia del arte de Cándido Millán,
que era el libro que se usaba en la secundaria venezolana.
-En
tu narrativa la cotidianidad se manifiesta ligada a referentes cultos,
construyendo un mundo particular que puede no resultar especular para
todo lector. ¿Dónde está colocada la intencionalidad
escritural: en el lector, en el autor o en el texto? O, más simple,
¿a quién le escribe Miguel Gomes?
-Aquí hay varias preguntas y varios temas que se necesitan
unos a otros, así que conviene que responda contando una anécdota
personal que parece una digresión pero no lo es. Me acuerdo de
que la primera vez que me obligaron a leer Doña Bárbara
yo la sentí más ajena a mis vivencias venezolanas que algunas
novelas de Kafka o de Melville. Con todo y eso, el profesor del bachillerato
se empeñaba en decir que Gallegos era realista. Empezando por el
famoso bongo que remonta el Arauca, yo me encontraba como extraviado
en una fantasía laberíntica, escrita en otro idioma. Para
mí, en la realidad palpable, el Arauca era un cine en
la avenida Nueva Granada, a la altura de Los Rosales. Y bongo,
quién sabe qué era: a cubano me sonaba. Yo sólo había
remontado autopistas en autobús o en el Ford de mi mamá...
Con el tiempo, ya un adulto y sin que nadie me obligara, releí
Doña Bárbara, y hasta me gustó. Pero fue
porque me di cuenta de que la escritura se rebela contra las intenciones
políticas y documentales de Gallegos. De hecho, lo mejor de la
novela es la creación de la atmósfera inquietante, casi
maligna que se respira en el cuarto donde la devoradora de hombres se
comunica con el Socio. Aunque el narrador positivista se esfuerce en dar
explicaciones racionales, lo que para mí sobrevive, y hablo como
puro lector, no como profesor de literatura, es la obvia fascinación
por el mal, la obvia atracción por lo obscuro, por la barbarie
que tenía este narrador que se había puesto de parte de
la Santa Luz de la Civilización. Lo que hay de memorable en Gallegos
es lo que se le escapa del plan. Él quiso escribir sobre la realidad
nacional pero me pregunto si podría haberlo hecho sin el tono y
el lenguaje preciosista e impresionista que aprendió de Díaz
Rodríguez y otros aborrecidos modernistas. La “realidad”
del vocabulario de Gallegos se tiene que cosificar como algo ajeno, exótico,
en glosarios y notas al pie de página. Ese caso, entre varios,
me estimula a descreer de las intenciones en lo que a la creación
artística se refiere, y hasta a tenerles desconfianza. La conclusión
que creo haber sacado en algún momento es que el escritor no debe
construir un mundo para los amigos, para los compatriotas
o para la totalidad de la humanidad, sino un mundo donde el personaje
pueda coexistir coherentemente con sus circunstancias. Si los personajes
han adquirido cierto tipo de cultura, es natural que su cotidianidad esté
empapada de ella. Probablemente eso aleje a algunos lectores, pero acaso
también atraiga a otros. Cada texto tiene al menos un lector reservado.
-De
una u otra manera, los personajes que transitan este libro son fracasados,
pero no padecen sino que viven el fracaso con naturalidad y sin tragedia.
¿Por qué esta preferencia por el personaje del fracasado?
¿Es esta elección la manifestación de una visión
tuya acerca del individuo contemporáneo encabalgado entre el final
del siglo XX y el comienzo de éste? ¿Es un fracasado el
regular guy de tus relatos?
-Creo que el sentido de la realidad que tiene una persona que
supera la adolescencia psíquica implica una buena dosis de aceptación
del fracaso. Casi todos somos más o menos héroes, más
o menos imbatibles, más o menos niños voladores que seremos
los primeros en hollar la luna, hasta que maduramos un poco y nos damos
cuenta de nuestras humanas limitaciones. La mayor de todas es que tarde
o temprano nos vamos a morir. Pedro Lastra, el poeta chileno, a quien
tanto le debo como intelectual y amigo, tiene un título absolutamente
eficaz para describir ese estado de conciencia: “Y éramos
inmortales”. Ese reconocimiento de una derrota es el primer paso
para tener una vida auténtica, profunda. Pero es una derrota relativa,
porque si te pones a verlo bien, los tipos comunes y corrientes tampoco
pueden fracasar a lo grande, convertir su fracaso en “una fastuosa
superproducción Dino de Laurentis”: eso los transformaría
en otra especie de héroe, el inverso, el trágico; no un
Teseo o un San Jorge, sino un Edipo. Ambos extremos son inflaciones, formas
de endiosamiento.
-En
tus textos queda claramente reflejada la ciudadanía universal más
que la regional sin negar los rasgos particulares e individualizadores.
¿Tu escritura se coloca en la lucha entre lo universal y lo regional,
o en la ansiedad cultural de pertenecer a ambos extremos?
-Nací en Caracas, pero más específicamente
en una familia portuguesa que nunca cortó sus lazos lingüísticos
ni físicos con Portugal y se mantuvo en un constante ir y venir,
casi anual, entre Europa y Suramérica. Hace quince años
me fui a los Estados Unidos y allí me casé con una catalana.
Mis hijos son estadounidenses que en casa hablan catalán y fuera
de casa, naturalmente, inglés. Estas circunstancias no las he buscado:
han surgido espontáneamente; no son fuente de ansiedad ni de lucha,
sino de serenidad y mucha identidad. A mí me parece que el mundo
es muy fluido... La mundialización o globalización, en cambio,
es algo distinto: se trata del conjunto de consecuencias sociales y culturales
de la lógica del capital en los últimos cincuenta o sesenta
años; hay algo siniestro en la cosmovisión aparentemente
“descentrada” que se nos quiere vender, maquillada de actualidad
y presente, cuando los poderosos y los miserables siguen siendo más
o menos los mismos de antes.
-En
algunos de tus cuentos exploras las vivencias del ser humano en edad madura,
entrando en la vejez o ya habitándola. Desde tu perspectiva individual
es decir, desde la perspectiva de quien escribe y cuenta el relato, ¿es
una mirada hacia el futuro, una exploración o una identificación?
-Acabo de cumplir cuarenta años y la mayoría de las narraciones
de Un fantasma portugués las escribí cuando tenía
entre veintisiete y treinta y dos. Las he ido corrigiendo y retocando
desde entonces, pero el motivo de la vejez estaba en ellas desde el principio.
Llegar a viejo debe de ser maravilloso; puede serlo. Me gustan las personas
mayores cuando han sabido vivir, es decir, cuando no han pretendido seguir
siendo adolescentes dos, tres, cuatro decenios después de que la
adolescencia se les ha acabado físicamente. Mis mejores amigos
escritores o críticos, gente de la que lo he aprendido casi todo,
me llevan veinte, treinta años de edad. Asocio la actividad creadora
y la literatura con ellos... Todo puede ser nuevo en algún momento;
pero no todo se sostiene. A mí lo que perdura, sobre todo lo que
perdura con discreción y cierta bondad, me infunde respeto.
-Hay
dos aspectos en los cuentos de Un fantasma portugués que
llaman la atención por ser constantes: el primero, la presencia
sutil y desplazada del eros; el segundo, el golpe de timón que
sufre el relato más o menos en la mitad.
-Hace rato te comenté que el arte le daba forma a la vida.
Se me olvidó agregar que el erotismo también. De hecho,
bien llevados, uno y otro suelen producir los mismos efectos; son expresiones
de vitalidad en un estado casi puro. Como las historias tienen que ver
con ese tipo de experiencias y éstas son intensas, entonces no
es raro que las tramas se disparen en direcciones imprevistas. Así,
al menos, trato de explicármelo.
-Acerca
del primer aspecto, quisiera preguntarte, y pienso en “Los efectos
de Mateo Flecha sobre la carne”, por ejemplo, ¿a qué
se debe ese desplazamiento del eros fuera del terreno del encuentro de
los cuerpos?
-Creo que lo que llamamos vida espiritual, y aun lo que llamamos
cultura, alta o baja, son productos de la materia: serían imposibles
sin el cerebro. Quizá por eso el camino inverso, del “espíritu”
al “cuerpo” también puede recorrerse, y sin dificultad.
-Del
segundo aspecto, el cuento que te menciono es un ejemplo perfecto: la
historia va por el rumbo del odio laboral y de repente se desvía
hacia el placer. ¿Qué se esconde tras esa estrategia narrativa?
-Al principio, cuando escribí el relato, no me di cuenta
de que fuera desconcertante el golpe de timón del que hablas. Yo
estaba absolutamente enamorado de una ensalada de Mateo Flecha y había
escuchado todas las versiones que se han grabado (la mejor, por cierto,
es la que dirige Isabel Palacios, pero ésa no la llega a conocer
mi personaje). Tarareaba todo el día esa música, o la sentía
resonar por dentro, y me daba cuenta de que enlazaba, para mí,
las cosas más diversas, unas desagradables, otras anodinas, otras
placenteras: conducir de la casa al trabajo y del trabajo a la casa; discutir
con el cretino laboral que nunca falta o con el vendedor que quiere aprovecharse
de ti; hacer compras; podar el césped; irritarse leyendo en el
periódico las últimas noticias políticas; solicitar
un préstamo al banco; comer bien o tener momentos de intimidad
con mi familia. Hay obras de arte que son capaces de integrar esas cosas
y darles un sentido unitario: mi vida durante los últimos meses
me había parecido un poco fragmentaria, colocada episódicamente
en escenarios muy disímiles; vino un compositor catalán
del Renacimiento y, de pronto, inexplicablemente, todo volvió a
estar en su lugar. Tal vez el cuento cambie de rumbo acompañando
a las ensaladas de Flecha, que buscan una unidad secreta en medio de lo
heterogéneo. Pero eso empecé a notarlo, o a imaginarlo,
al año de haberlo escrito.
-Después
de todo lo que hemos conversado, te preguntaría: ¿es tu
escritura un medio de reelaborar tu individualidad y la realidad que te
rodea, o es un trabajo esencialmente verbal?
-Ambas cosas. A mí me parece que nuestra individualidad
es esencialmente verbal. Empezamos a ser individuos cuando entendemos
lo que significan los pronombres personales; el juego, las tensiones,
las malas y las buenas ilusiones que nos proponen.
foto: Sandra Bracho, 11.10.2004.
cortesía de Ediciones Otero.
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