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Miguel Gomes |
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En efecto, los esfuerzos del doctor Ramírez han sido inútiles. La voz de Mireya se interrumpe con sollozos. Hay otras voces. No se oye a los hombres de la familia; Joaquim se imagina a los cuñados intentando no llorar, con una idea criolla de la virilidad. Eran buenos tipos, pero nunca había logrado intimar con ellos: hablaban de béisbol y boxeo, y él era una nulidad en esas áreas. Quedaba la cordialidad sin demasiadas ideas de por medio. Samuel se murió sin realizar el proyecto sobado de volver a su tierra. Minutos después, cuando se ha despedido de Mireya, Joaquim se acerca a la pared. Lo hace lenramente. No capta nada en el interior del tabique; el silencio, como la nieve afuera, cae sin prisa. En el Jardín quiere localizar el conejo, pero sólo adivina a sus cuñados en trámites de funeraria, ataúd y misa. ACEPTÓ HACE TANTO EL PUESTO EN LA ISLA. CONOCIÓ A MIREYA en uno de los viajes que de vez en cuando interrumpían la monotonía: una conferencia en Caracas. Le propuso que se viniera como estudiante a Nueva York; se trataba de un pretexto. Mireya entonces era una muchacha reservada que escribía cuentos, poemas, viñetas para los periódicos (según el estado de ánimo), pero que no estaba atrofiada para los detalles cotidianos y se reía de la falta de sentido práctico de los profesores. Cuando se casaron, luego del noviazgo pausado, Joaquim apenas si recordaba a Teresa como se recuerda una adolescencia tardía. Nació Jorge, creció Jorge y, como es usual en el país, se había ido a una universidad en otro Estado; Mireya y Joaquim regresaron a partir de ese momento a una casa compartida en pequeñas travesías que concluían en la cena o con las conversaciones en el portal. Un día, el nombre de Teresa dejó de aparecer en los programas de simposios anuales de la Modern Languages Association y desapareció también de las ligas de hispanistas, donde, invariablemente, había conferenciado sobre la Égloga Primera, las Epístolas o alguna Glosa. El Tajo y la tópica acuática; arte, artificio y naturaleza en la Égloga Tercera; o, incluso, intertextualidad y parodia petrarquesca en el Soneto I. Eso se borró; Teresa no fue para él más que nombre de mística o actriz. A veces se tropezaba con una en las listas de clase; el profesor, impertérrito, acababa tratando a la alumna por el apellido. A Jorge, en la secundaria, también le había tocado su Teresa, pero el caso fue igual de precario. Joaquim se había apegado más a su hijo a partir de entonces, aunque el vínculo se mantuviese secreto. Piensa mientras cava junto a la ventanilla del sótano. Casi la rompe con la pala. La nieve se ha acumulado; sólo puede removerla con una olla de agua hirviente. En casa, abre la puerta, se asoma a las escaleras y comprueba que su labor no ha sido vana: abajo se distinguen el suelo, las máquinas, los trastos arrumbados. La bombilla devuelve la realidad al subterráneo, que con el tráfago de la estufa se agita, late. Los conductos de la calefacción rechinan; se tienden y distienden como venas o arterias. En uno de los rincones donde se juntan el muro y el techo hay una abertura. El bloque gris está roto y muestra un camino que se pierde en la obscuridad de la pared. En el borde de la grieta, algo mira a Joaquim. Es un pájaro. Eso ha sido todo; la causa del ruido en los tabiques: por el color, tal vez un pardal. Se contemplan el uno al otro, sorprendidos. Joaquim, en la inmovilidad, baraja preguntas; todas las ventanas tienen rejilla metálica, además de estar cerradas la mayor parte del invierno. A menos que... Quizá aquella ranura entre dos tablas, en la parte posterior de la casa... Imagina el laberinto de madera y sombra por el que el pájaro se había extraviado. Ahora sólo importa dejarlo salir, no vaya a morirse asfixiado o hambriento dentro de casa y luego la podredumbre atraiga a las ratas. Mira la ventanilla. ¿Espantaría al pardal si se le acercara? Apenas se mueve cuando el manojo de plumas desaparece por la grieta. Joaquim corre; se sube a la lavadora; introduce una mano en el agujero que se estrecha. Oye el aleteo subir en el interior, alejarse. La culpa era del pajarraco terco. Está sentado cuando el sol, afuera, empieza a ocultarse. La única luz que queda es la de la bombilla.
Miguel Gomes. (Venezuela, 1964) narrador, ensayista, crítico y profesor de postgrado en la Universidad de Connecticut (USA). "Cuento de invierno", pp. 35-44 Un fantasma portugués. Caracas: Otero Ediciones, 2004.
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