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Miguel Gomes |
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Un buen amigo, al que le comenté que tendría que hablar de mis relatos frente a un público real, me sugirió que aprovechara la ocasión, más bien, para resumir en dos o tres cuartillas lo que llamó con buena fe mi poética. La idea, que en un primer momento me atrajo, enseguida me paralizó. Nunca antes se me había ocurrido que me vería en la necesidad de emprender una tarea, por una parte, tan horaciana y, por otra, tan descortés: hablar de estéticas personales cuando uno es un escritor menor, me parece, no lo perdonaría el Manual de Carreño. Sea como sea, admito que la sugerencia me obligó a releer cosas que desde hace veinte años vengo escribiendo (aunque no siempre publicando) para averiguar si era el feliz propietario de una poética. Tengo que confesar que no pude dar con la lista de preceptos que estaba buscando, así que he decidido ser orteguiano y referirme a ciertas circunstancias que los narradores de mi generación comparten: una nacionalidad cultural, la hispanoamericana; un tiempo, el fin del siglo XX y el comienzo del XXI; una historia literaria: lo que de un tiempo a esta parte viene denominándose el "Post-Boom". Es triste ser post-algo. Significa llegar tarde a una cena y quedarse con las sobras —esas migajas que el “mercado del libro” ofrece como si fueran un banquete: mujeres telequinéticas; cocineras que se enamoran con la potencia de una monótona ranchera (y/o bolero, y/o danzón); regodeos de cultura pop o sacrificado tercermundismo que no hacen más que justificar teorías universitarias; novelas en las que se cuentan otra vez las desventuras de Cristóbal Colón, citando ahora, como es natural, a T. S. Eliot. Entre el manierismo de lo reciente y el texto destinado a gratificar el aula, el panorama no es muy estimulante. En el Boom, desde temprano, se sentía un espíritu de grupo; los escritores que lo integraban tenían sus editoriales; sus temas; sus premios; hasta sus adulterios y rencillas, a veces más interesantes que sus novelas. Ese proyecto, vertebrado y continental, falta hoy. La causa no es simple de precisar, pero el esfuerzo tolera una constatación doble: la maestría innegable de quienes saltaron al estrellato en los años 1960 y 1970 y cierto tufillo a engaño que emana de algunas de sus premisas. Por ejemplo: que hubiesen roto del todo, como aseveraban, con la narrativa anterior. Algunos miembros del Boom se persignaban con sólo oír los nombres de Rivera o Gallegos; los llamaban "primitivos" (no en el mejor sentido), los llamaban "telúricos" (sí en el peor). Con todo y eso, muchas novelas que quisieron superar regionalismos rudimentarios nos empujaban a otro regionalismo, sólo que apodado "mágico", sin advertirnos que el presentimiento de lo sobrenatural americano ya se encontraba, para nada marginal, en La vorágine o Doña Bárbara. Los del Boom y sus allegados advertían que el compromiso social del artista no podía ser tan elemental como los de la lucha del hombre con la naturaleza y el azoramiento producido por el dominio de la geografía; sin embargo, pronto se hizo claro que lo único que habían cambiado los entonces "nuevos" era el andamiaje: el trabajo seguía avanzando en una dirección idéntica. ¿O acaso no suena absolutamente decimonónico lo que vociferaba uno de esos autores en un ensayo, hacia 1975: "la nueva novela latinoamericana tiende hacia lo épico. Nuestra novela deberá ser de acción pública, multitudinaria"? Para escribir algo así era necesario, en primer lugar, no tener sentido del humor y, en segundo lugar, no haberlo tenido nunca. Demasiadas veces se le ha pedido peras a la literatura, demasiadas veces la palabra literatura se ha pronunciado en español como si fuese esdrújula y se escribiera siempre con mayúscula, grandiosa, redentora, con espacio para el “nosotros” multitudinario (que, por supuesto, no es más que un “yo” inflado), pero sin espacio para el pequeño y humilde “yo” del que está hecha la persona que un buen día decide dedicarse a la escritura porque sabe que será un desastre y hasta podría hacerle daño al prójimo en cualquier otra actividad. A la literatura esdrújula, además, como suele ser cosa de machos, le da por lo estentóreo, produciendo no pocas obras que tendrían que leerse con megáfono. La verbosidad letrada y sus programas constituyen el lamentable eco en el campo de la cultura de la verbosidad y los programas casi siempre iletrados de los caudillos o demagogos que hemos padecido en el campo del poder. Ese patrón de ninguna manera se limita a la narrativa; recuérdese la escasez de Varelas, Cadenas o Montejos que tenemos y el exceso de Cardenales: también hay poesía para el megáfono. No pretendo afirmar que el escritor deba alterar las costumbres rancias que hasta ahora han armado el canon: es decir, inventar una "nueva" literatura menos salvacionista y menos integrable en el mercado simbólico que recompensa a los grandes predicadores en el reino de este mundo de las academias, los ministerios y los consulados. Me abstengo de postular ningún deber. Si algo habría que modificar, eso, a mi modo de ver, sería el hábito de los programas; pero lo que digo podría convertirse también en uno, y volvemos adonde empezamos. Mi amigo de buena fe asegura que tengo una poética. No sé si la tengo; preferiría no saberlo. A veces, por la mañana, me despierto con una obsesión (un sueño; el vestigio de una lectura; alguna conversación con mi mujer o mis hijos) y, si no me toca ir al trabajo, me pongo a escribir. Los lectores deberían ser los encargados de imaginar poéticas, no los autores. Éstos, cuando formulan una, acaban imitándose a sí mismos, lo que resulta, además de tedioso, una falta de cortesía.
Foto: Sandra Bracho, cortesía de Otero Ediciones
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