Denzil Romero nació
un 24 de julio y para celebrarlo una vez más, he aquí y
en el siguiente apartado, dos artículos de autores con visiones
muy distintas y que destacan el componente poético de su obra.
Estos textos se se publicaron en ocasión de la primera edición
de El invencionero en 1982. Ahora Monte Ávila Editores
reedita esta obra en su colección Biblioteca Básica de Autores
Venezolanos. |
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Manuel Bermúdez |
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Desde que El Nacional creó su Concurso Anual de Cuentos en 1946, la cuentística venezolana ha estado signada por la técnica narrativa de loa escritores premiados en los certámenes. AI comienzo se siguió la línea narrativa tradicional, instaurada por Gallegos y Pocaterra, y después renovada por Uslar Pietri. Sin embargo, con la aparición de "El hombre y su verde caballo" (1947) de Antonio Márquez Salas y de "La mano junto al muro" (1951) de Guillermo Meneses, la escritura narrativa venezolana sufre un cambio total por lo que a búsquedas se refiere. El "cuento de la gusanera", como lo llamó el Padre Barnola; y el del "camino de historias enrollado sobre sí mismo como una serpiente que se muerde la cola", respectivamente, dijeron cosas que confundieron y desagradaron. Mientras los tradicionalistas se aferran a que en el relalo pase algo, ocurran historias, Márquez Salas y Meneses se dedican simplemente a crear una atmósfera, un clima, con el manto etéreo del lenguaje. En un segundo cuento premiado de Antonio Márquez Salas, "Como Dios" (1952), se notan sombras y luces de William Faulkner, en tanto que Meneses pasa de la madeja inconexa del existencialismo al juego de las fracturas y los espejos. Con óptica parecida, Héctor Malavé Mata impone un estilo que marca época en la cuentística con "La metamorfosis" (1957). Y, finalmente, aparece "Nubarrón" (1959) de Rafael Zárraga, que no se sabe si por mímesis o por intuición se puede inscribir dentro del mismo campo y diseño. Años más tarde, surge una nueva onda. Andriano González publica País Portátil (1968), donde la guerrilla urbana y rural se mezcla con el lenguaje coloquial de la sierra trujillana: Ramón Palomares y Luis Alberto Crespo, con barro hablado en Boconó y Carora, crean universos poético en Paisano (1964) y Si el verano es dilatado (1968). Y el mexicano Juan Rulfo merodea con sus paraísos oníricos. Muy próximos a estos contextos, se aparecen "Un muerto que no era el suyo" (1968) de Orlando Araujo que premia El Nacional; un cuento guerrillero y poético, "La muerte se mueve con la tierra encima" (1971) de José Napoleón Oropeza y un atormentado "Paique" de Chevige Guaike (1974), que aparece en la cola del vendaval de la guerrilla y el coloquio. En medio de estos dos grandes bloques de la cuentística contemporánea de Venezuela, nacen y crecen los relatos poéticos de Denzil Romero. Pero su escritura no tiene nada que ver con uno ni con otro. n¡ se parece tampoco a la de los grandes maestros, como Uslar Pietri, Julio Garmendia, Díaz Solís y Armas Alfonso. Se trata, simplemente, de un signo nuevo dentro de la cuentística venezolana. El critico Alexis Márquez Rodríguez detectó a Denzil Romero, cuando fue jurado del Concurso Anual de El Nacional en 1976. Al parecer, le llamó profundamente la atención el cuento titulado "La saga de Juan de Grosseteste", basado ea un tema medioeval, ubicable en una época posterior al milenio, y escrito en el estilo cuasi legendario de la saga y el casi jurídico del testamento. Lo eral sitúa el relato en ese lugar indefinible que media entre la realidad y la fantasía. Más tarde publica "El hombre contra el hombre" (1976) en una plaquette, donde confirma su fuerza narrativa en tomo a la vida da un oscuro personaje de la Guerra Federal. Pero en el discurso lo que importa no es la anécdota, sino la sustancia expresiva que la va configurando, la máquina verbal que le da cuerpo. Estos dos cuentos, unidos a otros cinco más, le van a dar vida a Infundios, un libro publicado por Síntesis Dosmil en 1978, que llamó la atención de la crítica, desde la respetable opinión de Juan Liscano, que se caracteriza por la agudeza y madurez de sus juicios, hasta la no menos aguda de un joven escritor como Emilio Briceño Ramos. Infundios sumerge al lector en un laberinto de mundos idos, de existencias y esencias reconstruidas con la magia del verbo, de muertes y resurrecciones. Jamás en la cuentística venezolana se había fabulado sobre temas tan distantes en el tiempo y el espacio. Y mezclados con el barro de lo nuestro, como ocurre con los cuentos titulados "El hombre contra el hombre" y el "Soliloquio de la momia", se produce una simbiosis que deja en el lector, el sabor de lo extraño y de lo ignoto, porque las palabras van lavando las costras de la historia y la realidad y se van apoderando de ambas hasta convertirlas en un fluido sonoro y visual. Con esta técnica Denzil Romero reaparece construyendo nuevas
fábulas en su libro El invencionero (Monte Avila Editores,
1982). En el pórtico del mismo hemos dicho: Una mano suplicante era lo que quedaba del viejo tronco de poetas y goliardos. Y esa mano fue la que utilizó Denzil Romero para darle vida a tanto universo de escombros. Con ella amasó el trigo horro en las eras, separó la uva del sarmiento, urdió un tapiz de músculos en torno a los huesos del jamón; y jugó al rompecabezas con los vidrios fragmentados del vitral profano, hasta que pudo construir hombres y mujeres, trajes, instrumentos musicales, sillas, mesas, ollas gruesas para cocer y beber. Y le dio vida a todo con el soplo del verbo". Pero El Invencionero no se queda en ese bricollage poético. En su permanente deglución de imágenes, Denzil elabora una onda erótica que se cristaliza en dos relatos de alto poder expresivo: "Llegar a Marigot" y "Un atraco singular". Ambos constituyen la apódosis, es decir, la curva descendente de una orgía que comenzó en Provenza, en el alto medioevo, y culmina en una isla del trópico antillano y en un mercado de barrio caraqueño, con unas escenas que están más próximas a la textura de Playboy que a la lírica trovadoresca de Jaufré Rudel. Esa capacidad de conjugar mágicamente lo antiguo y lo moderno, hace de los relalos de El invencionero una mortificante mitología de la modernidad, lo cual, es muy seguro, que ruborice la moral victoriana de los lectores del limbo literario.
Caracas, 25 de abril de 1982
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