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Ida Gramcko |
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¿Qué es lo que atrae del pasado cuando el creador lo vuelve eje de su obra? Acaso varias cosas, pero entre ellas, son muy importantes estas dos: Lo remoto, lo antiguo, en obra, en objeto, es lo que ya no tiene sentido utilitario. Misales de pergamino con arabescos, dulcemente abigarrados, brocados que ya nadie usa, que se encuentran ajados bajo capas de pátina, porcelanas que una vez, en otros días, fueron de uso pero que ya no son sino contemplados objetos, todo ello ha entrado en una zona de no contactación, de lujo visual y auditivo: susurran los rasos, campanillean las copas... Son una suerte de inutilidad excepcional, de ocio riquísimo porque recordemos que lo no manejado, palpado, manipulado, trajinado, colinda con la intuición más pura y más profunda, aquélla que traspasa el devenir, colinda, en suma, con la intuición o idea doncella. Y libracos, cintajos, cosas quebradizas o frágiles no sólo irradian un desuso, un imposible beneficio directo, sino que también estimulan la imaginación. Son, todas estas cosas, surtidores de imágenes. Sobre estos lazos, se movieron dedos con anillos. Sobre el papiro o el tintineante material vulnerable hubo un lejano revuelo de manos de hombres y mujeres. Y lo que se imagina tiene siempre un tinte de ópalo violento o acuarela. La imaginación no es algo que se instala en lo inmediato; va hacia el pasado o hacia el porvenir; conserva y se desplaza, retiene o se proyecta. Partimos, desde luego, del presente, pero un ala nos coloca la imaginación cuando nos internamos hacia atrás, y otra surge cuando hacia el futuro el corazón se lanza impetuosamente. Mairena, en Antonio Machado, recuerda a Manrique: ¿Qué
se hicieron las damas,
Se fábula, pues, sobre lo añejo, divagando sobre qué o cómo se hizo tal o cual gesto, y se lo siente imposible de ser utilizado, inválido en su textura, como una inconcreción aunque lo añejo sea una cosa concreta: una jofaina, un abanico, una moldura. Julián Marias, en su aguda Idea de la metafísica indica: "Mi propia vida está condicionada por la convivencia;n ella acontece el hecho insoslayable de los otros, y su realidad intrínseca está constituida por el componente histórico social de las interpretaciones recibidas, a las cuales llamo "cosas". En mi vida se da ya, pues, una referencia a otras vidas, y por tanto a la vida humana". Me pregunto, leyéndolo, si el autor que en la obra literaria dialoga o sale al encuentro de personajes muy distantes, muy rodeados por esa leve superación de historia que denominamos leyenda, me pregunto si un autor tal que se rodea de hombres lejanos en su cuento, de mujeres que pertenecen a otras eras, no será, también, en la vida diaria, un ser humano que prefiere lo pretérito a lo inmediato, y que a toda cosa que palpa la sitúa bajo ese delicioso desenfoque que es, en suma, lo mítico, al traspasar la anécdota. Y me lo pregunto ante las páginas de El Invencionero, y leyendo precisamente ese invencionero de Denzil Romero. El Invencionero pertenece a ese tipo de planteamiento literario en que la personajería, o lo que convive y comparte emociones, el ser social, en fin, es de otra época y lo es por las razones ya citadas: echar a voleo lo imaginativo, contemplar el objeto no utensilio, inmaculado, indemne. Casi todas las páginas de este libro rezuman el mismo sabor del "había una vez" de los cuentos, de ese tiempo no fijado y circunscrito, de esos largos días que, por inventiva del hombre, han acumulado riqueza legendaria y no pueden cifrarse en una sola fecha. La taberna de "El Invencionero" está colmada de enseres y de aperos de que hoy nadie se serviría en su menester. El tabernero, trajeado de arcaica manera, recostado a un mesón de madera, tiene este signo: " aire de alguien que se dedica simplemente a pasar el tiempo sin esperar a nadie". En suma: aire del que está indolente por su oficio de antigüedad. Y es él quien le narra al autor o llama ante el autor a una multitud de criaturas de otros años cumplidos, a entes curiosos, con nombres como espirales o sarmientos, elaborados, ensortijados y barrocos, y así comienza a producirse un ámbito de filones fonéticos en donde, al fin, como a un broche de oro, se le hace sitio al juglar o trovador. Ahora se canta, se hace voz. pero loi personajes —ya casi sólo nombres— y las cosas vistosas continúan. Hay una proliferación de bártulos espléndidos: "la silla episcopal románica, de asiento doble en piedra policromada, con refuerzos de hierro" y muchas cosas más, que no parecen ya tangibles, porque han sido dilatadas, han crecido bajo el peso del que, viviendo hoy, con otros puntos y parajes sueña. Con aquellos, precisamente, en los que la fábula ha puesto una corona de idealización o de teoría descarnadora y densa sobre el hecho. Denzil Romero agita multitudes aldeanas, cúmulos de cogollos de bosques vaporosos y viejos, sartas de pájaros cantores y nuevos movimientos grupales de troveros o de bandadas de pájaros gorjeantes. Lo que se nos cuenta adquiere un cariz de granero soñado, de recordado y húmedo viñedo. Se trata de una prosa compacta, cargada de enjundia soñadora. El vocablo se enciende como un coágulo o se irisa como una luciérnaga. Y es resumen o condensación de lo que dice. En cuanto al contomo, se ciñe jugosamente a las figuras, y las cosas también se nos dan en la palabra. El Invencionero trajo a mi memoria a Aloysius Bertrand en su Gaspar de la noche. "La posada — nos cuenta Bertrand— un pavo real en el tejado encendía los cristales en el lejano incendio del crepúsculo". Denzil Romero nos brinda, copiosa y sustanciosamente, una remotísima taberna. Para él, como para Bertrand, se restauran "los carcomidos y polvorientos relatos de la edad media" a los que se refiere el segundo.
El Nacional. 12 de mayo de 1982.
Caricatura: Linares, s/f. |