De la casa arraigada

(selección)

Alfredo Silva Estrada

 

Victoria

Cuando la casa corrió hacia los escombros, alguien
Junto al tablero vigilaba su castillo de naipes.

Cuando el porfiado rito sacudió las cenizas, la adolescen-
te con el bastón padecía el danzar ebrio de una mujer
descalza sobre el césped.

Cayeron secretas piedras de lo alto, aves asaeteadas por
la sed del verano, ventanas con geranios, campanarios
sobre potros perdidos donde los niños cabalgaron con
foetes de ramajes felices.

Oh aldea nuestra,
sucesión digna,
viste la prostituta huir de la embriaguez tras una ronda
infantil en el parque.

Hoy se levanta la antigua derrota, endereza cascos y
metrallas con espantosas suavidades de aceite, acomo-
da ágil y firme la carroña. Y la esquirla final en su
ficción de vástago remata el parapeto victorioso.

Ay el designio oscuro de la raíz jinete
y la entrega insegura que nos anda en la piedra.

En la casa donde el ausente duele como una grieta
viva, se cumplió el ritual más amargo. Allá todos can-
taban en la mesa. Allá debimos construir la sonrisa,
llevarla de las zarzas a la cima con esa luz primera
que anudó la semilla.

La Madre dijo: —Ha ido al bosque.
Volverá por la tarde.

Y con mano espinada
arrancó de los senos el retrato amarillo.







De la Casa Arraigada

Cuando el ciego rompe las bombillas y separa los cables, la luz ajena
asciende de trizaduras claras y el agua recupera su movida columna
en la cárcel de la fuente central donde el niño ha visto naufragar su
pequeño navio de papel secante y su guitarra nueva,

su guitarra con cuerdas de limo.

El mínimo sosiego universal creado por canutos de bambú y acuarios
gigantescos bajo una lluvia de melodía. Los ojos suspendidos por la
reja de estambre como los de otra Máslova asombrada dentro de la
prisión crecitiva.

Y la tregua arraigada desde el último piso.

Sobre tu cama el techo aventura vuelos de ladrillos dispersos, formas
inesperadas de verdeceres súbitos en la tarde sombreada del musgo
que organiza cariátides.

Podría estarme quieto en la cal de tu casa, confiado de encontrarme
persuadido en lo solo con dichoso desgaste de reflejos.

De visiones cerradas en la pared interna, igual que rescatando el ne-
cesario abismo por el tallo, descubriste este infierno sembrado de gua-
nasnas, timoneaste esta barca de raíces. Y hasta el silencio último de-
fendiste la ternura en la piedra.

Oh la paz de tu cuarto que logra un seguro ramaje.

En la pizarra dócil de la costa despierta junto al lecho, me enseñaste
el llegar cotidiano: —Llegar es ser vertiente, agua ritmada, caracol mu-
sicante, abismo indispensable. Llegar a lo cercado e incitar la escultu-
ra. Llegar y sacudir la campana oxidada, crecida en otro cuerpo,

otra zona de canto.







La noche es un derrumbe de puertas sabias,
un naufragio de cruces sobre mar de hojas nuevas,

es el camino dócil para nuestra persuasión diaria.

Y en las ruinas
donde solo un insecto cohabita con su sombra y no hay barro espon-
táneo para una línea viva, oigo batir la puerta de mi casa arraigada.

Miro blandir el pájaro violeta sometido a cerrojo, cayendo eternamente
hacia el final del vuelo, fustigando su norma y al margen de la pluma
como si un ala sola arrastrara en el pliegue todo el deber del bosque.

Y la puerta se aleja de la sujeción fría con su visión de antiguos pico-
tazos en la madera docta.

Hacia el árbol exacto la puerta trotadora.

En la corteza muerdo todavía la quilla de aquel barco, crecido en olas
de liqúenes conscientes que anticipan la proa y el abismo del viaje.



La casa arraigada, Caracas, Tipografía italiana. s/f. [1952]

 

 

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