(a Ayarí)
III
Los sábados la casa se hace distante por dentro. Recurro a un
recóndito valor y recorro, palmo a palmo, la lejanía que
ya no pretende regresar. Descubro ( como si nunca antes hubiese sucedido
ningún descubrimiento) un derruido rincón en un patio
postergado. Hito y frontera de nostalgias.
Los muros han escogido envejecer y en esa vía van desmoronando
orgullos y antiguas naturalezas con sus respectivas prosapias.
Por allí siguen transitando incesantes alarifes de un oficio
de sueños y de tierra, cal y cantos y piedras mixturadas.
Se siente la presencia de la argamasa nutriendo a los ladrillos. Huelga
decir que sobran los atisbos de pálido azul y grises que son
mordiscos en las texturas.
(Una cabellera de paja pretende exornar la indestructible cabeza del
muro y las futuras lluvias recuperarán los verdes que entrañablemente
defendimos mientras fuimos niños).
V
Hay ruidos de pies descalzos en los umbrales de las puertas. La tierra
incita al polvo a profanar la inusual ternura del piso segmentado. Hay
ruidos, también, de pies que, en tiempos mejores, una vez estuvieron
bien calzados. Cuelgan boca abajo los recuerdos pendientes de trenzas
y la brisa los mueve al penetrar silenciosamente por las ventanas que
se abren a los misterios mayores.
De manera permanente, los gruesos paredones persiguen la albura donde
proyectan sucesos remotos para regocijo de mis ojos que ya todo lo esperan.
Los sueños no pueden irse cuando quieren. Bueno resulta mostrar
un poder que se esconda en cada esquina, pero los mensajes que con constancia
envía la casa deben ser llevados a feliz término.
(Un gallo llega a la casa y las mañanas cacarean al divisar los
blancos huevos que ruedan gozosos sobre la hojarasca).
VI
Un tordo merodea alrededor de una de las almas de la casa. Tal asunto
suele ser permisivo si la levedad se pone de manifiesto bajo circunstancias
extraordinarias. De lo contrario, un negro sino se apropia, irremediablemente,
del espíritu que la casa guarda con celo en su recóndito
origen.
A veces, aparecen manchas pardas o rojizas en los intersticios por donde
se escapan los sueños y luego, una premura parece entorpecer
el natural avance de la casa hacia otros confines más pletóricos.
La tierra de los patios entonces, hurga un único destino que
la justifique ante los ojos de los visitantes.
VIII
La plenitud de la casa no se detiene. Ella intuye la cercanía
de la gran puerta orientada hacia el giro lúcido de la veleta.
Bajo el entramado de las vigas, la vida hogareña transcurre en
la contemplación de la luz cenital, alta en su persistencia.
Sin embargo, la claridad sólo le es dada a quienes se atrevan
a cruzar los umbrales interrogadores de la edificación.
Con hueso y calcio las paredes enaltecen la subida que las pondrá
al mismo nivel de las enramadas donde se detiene la luna.
X
En la cocina la casa se desborda en hechizos y las ollas y los sartenes
regresan a los tiempos de la alquimia. Brotan por los aires leguas y
siglos de sabiduría aromática: clavos de olor para fijar
las ventanas de los sentidos; canela útil en la navegación
de los gustos; nuez moscada en la frontera del paladar, incitadora y
sensual; jengibre, amoroso pasajero hacia el ideal clímax; ajíes
del arcoiris...
El mundo comestible salta tras el aceite y el encuentro se lubrica en
la comunión de chispa y crepitación, salpicadura y brillo.
La casa muta en fenomenal comida cada una de sus entrañas y así
hace propicio el deleite de llevarse a la boca otra boca que aguarda
y unos labios que expresan el deseo tiñéndose de uva al
filo de la medianoche.
(Dueño de su sabor el gallo se cuece de madrugada en una mezcla
de vinos y anuncia ebrio la hora de las caricias).
XXXI
Junio llega ante la casa montado en su animal de agua. La casa tuvo
sed y la sació con sus cerraduras atesoradas. Ahora la casa ama
a la mujer de paso rápido y muslos adolescentes. Junio la convence
y la atrae adosada a un pedazo de cometa. La casa se fragiliza. El poeta
la ayuda y ambos se fortalecen. Ayarí se emociona con voz secreta.
Frutos y caramelos atardecidos otorga el hombre barbado a la mujer que
ama el mar. Yo también amo al mar y los ojos de las gaviotas
y un trozo de madero en la playa.
Me enaltece el deseo que siento por Ayarí. Se lo confieso a la
casa y ella lo comunica. El deseo mío fecunda su cuerpo, vuelve
más ferviente su desnudez, sus pupilas se disparan en bandadas,
su respiración encabrita los luceros y esta mujer me desborda
su cariño arrastrado por la ola del encantamiento vital.
XXXIX
El poeta mora en casa afuturada con enlaces vegetales y piedras de agua
para mirar las alegorías y la contentura. También el agua
suele precipitarse desde las copas de los árboles entrecruzándose
en círculos que alteran las leyes domésticas.
El rostro del poeta se surca de maravillas al intuir la aparición
de Ayarí, envuelta en halo de plenitud y expectación de
certezas amatorias.
Profunda se torna la aspiración ecuánime de los amantes
bajo la nocturnancia. Palpan y se encrespan las epidermis para lo rotundo
que se incrusta en la infinitud del corazón.
La medianoche trasborda su hito y un relámpago que resopla inunda
los desvestidos cuerpos tentados por la permanencia.
El soñar, aprendido de la inteligencia de las caricias, coloca
nubes en las horizontalidades que aprehenden trashumancias para desplegar
lo íntimo y veraz.
Wilfredo Carrizales.
(Cagua, Aragua, Venezuela. 1951). Escritor, traductor, editor y promotor
cultural. Agregado Cultural de la Embajada de Venezuela en la República
Popular China desde 2001. Son de su autoría: Ideogramas
(poesía, 1992), Calma final (relatos, 1995), La
casa que me habita (poesía, 1999), Textos de las estaciones
(prosa poética, 2003), Mudanzas, el hábito (poesía,
2003), Postales (prosa poética, 2004), La casa que
me habita (poesía, 2004)
La casa que me habita. Peking: Editorial La
Lagartija Erudita, 2004