Saúl Ibargoyen, territorio de múltiples batallas

(Entrevista)

María Antonieta Flores

 

 

Nombrar a Saúl Ibargoyen (Montevideo, 1930) es colocar sobre la mesa las cartas de la palabra poética incesante, del exilio, el compromiso y del clamor latinoamericano que amargo, violento, tierno se encarna en una prolífica obra poética, narrativa y ensayística, que conviven con la formación, difusión y generosidad de quien se sabe vinculado a sus pares, a los que lo preceden y lo siguen. Indiscutiblemente apreciado y conocido por muchos poetas y lectores, su presencia genera no sólo reconocimiento sino afecto y respeto ante quien ha hecho vida en la palabra y palabra en la vida, y que ha brindado la mano a otras voces para abrirle camino. Entusiasmo y estoicismo lo mantienen en constante actividad literaria. Que es una puta, suele decir ante los compromisos que lo reclaman y que no evade. Desde su primera publicación, El pájaro en el pantano, 1954, escritura y edición han sido constantes, sin tregua. Quizás porque el batallar es inevitable y continuo, y en su poesía se manifiesta desde miradas y tópicos diversos. La mirada crítica y la irreverencia aunadas a su espíritu lúdico, encuentran sonoridad, ritmo, parodia en la sustancia vital que sustenta al poema y que transmite su alegría amarga de vivir.

-La ironía es una de las dominantes del discurso poético y esto se hizo más evidente a finales del siglo XX. En tu poesía es frecuente que asome la ironía. ¿Por qué crees que se da esta relación entre poesía e ironía?
-Creo que es una cuestión más de personalidad que de época o tendencia literaria. Borges decía que a veces la época escribe por uno. La ironía ayuda a descubrir otros recovecos de eso que llamamos realidad, tanto social y cultural como meramente física. Levanta el tapete que cubre el lomo sarnoso del asno del cuento, aplica la ley sorpresiva de los opuestos, ayuda a excitar el imaginario, limpia sordideces y atenúa tragedias. Pero, sin embargo, no percibo que en mis versos adquiera una presencia relevante. Agrego que sí en mi narrativa, tal vez por influencia familiar. Mi madre era una reina de la ironía fina y a veces algo cruel; mi padre, la seguía en un tono menor, más prudente.

-Y, si consideras que la ironía no es una presencia relevante en tu poesía, ¿cuáles otros elementos sí son relevantes en tu escritura poética?
-No siempre resulta fácil ubicar esos elementos, que en algún caso pueden derivar de un impulso más que de una idea poética. Por lo tanto, siendo confuso el origen uno procura percibir dichos elementos como temas, aunque no lo sean. Sí, podría decir que hay en mi poesía sustancias “pesadas”, salidas del inconsciente (angustias, opresiones, frustraciones, oscuridades, etc., o al menos así parecen) que se juntan y entreveran con las diversas percepciones de lo externo. Se origina así una zona de múltiples batallas que no tienen fin.

-¿Cuándo y cómo se te hizo evidente que la poesía era un componente esencial y necesario para tu vida y tu psiquis?
-¿Cuándo? Tal vez en los momentos de juventud veinteañera, en que pasé como un año en cama con la enfermedad que fue emblemática en los artistas bohemios: la tuberculosis. Pasé meses en un estado de apatía mórbida, como en un ensueño permanente. Figuraciones vagas se deslizaban en medio de la habitación penumbrosa surcada por melodías clásicas y populares, de Bach a Gardel. Eso me condujo nuevamente a la escritura; más allá del acto mismo, iba descubriendo las resonancias escondidas del Verbo, la necesidad o el fatalismo de encontrar el nombre oculto, el último nombre de cada ser vivo, de cada cosa existente, de cada partícula aún no surgida del vacío. Y también el nombre negro del abandono, de la injusticia social, de la vieja enemiga llamada muerte. Y en eso estoy: sucede que el azar es asimismo inevitable


-En los orígenes de tu escritura, la enfermedad, la muerte y la quietud obligada, te llevaron a la palabra y en tu respuesta anterior se revela una visión fatalista. ¿Cómo elaboras en tu poesía esa consciencia del fatalismo?
-No diría fatalista, sino más bien condicionada por los avatares del azar. Sucede que en ciertas instancias -al igual que Gilgamesh cuando comprende que él también morirá como su amigo Enkidu, o como Buda que descubre el dolor y la miseria- cae en nuestra conciencia la sombra de lo inevitable. Pasan los fastuosos imperios y las dictaduras a contrapueblo, se derrumban los templos, se borran los héroes, envejece miss universo, el oro se pudre en los bancos, nuestra especie lucha sin una finalidad última, el sistema solar desaparecerá dentro algunos miles de millones de años y eso será irrelevante para el cosmos, y las bacterias y las cucarachas tal vez asistan a buena parte del espectáculo…
¿Pero qué hacer con esa conciencia dolorosa de lo irremediable? Defenderla y desarrollarla con la palabra poética, no con el silencio. Forma parte de la condición que nuestra especie ha forjado para no renunciar a sí misma.
En cuanto a la elaboración, pues he recurrido a un lenguaje fuerte, desnudado sin pudores gramaticales ni metafóricos, siguiendo a los maestros del surrealismo, que se desenvuelve en una especie de semi-automatismo. Tan es así que, para reconocer esto explícitamente, acabo de publicar un libro titulado Poeta semi-automático.

-¿Crees que todos estos años viviendo en México han influido en afianzar el fatalismo como un componente de tu visión de mundo?
-Sí, es así. La realidad mexicana, como la de no pocos países de América Latina, exhibe una brutal y ofensiva desigualdad social que golpea el total de mi persona. Más allá de que uno conozca las motivaciones de la miseria globalizada y de que en ciertas naciones se realizan esfuerzos reales para derrotarla, suele ocurrir que uno entre en desánimo. ¿Cuántos niños morirán a causa de enfermedades curables, o de hambre, o de carencias de todo tipo mientras contesto estas preguntas? Pero no hablaría yo de una visión fatalista del mundo, y si la hay, no es para mí paralizante. El desánimo que produce tanta desgracia históricamente acumulada es también sustancia para la poesía.


-Luego de más de cuarenta años siendo y haciéndote poeta, formando poetas y abriendo camino a otras voces, ¿qué situación te coloca en falta ante el terreno de la poesía?
-Mi madre solía decirme que nunca estaba satisfecho con nada, no lo decía en un sentido negativo. Pero mi insatisfacción o falta con respecto a la poesía radica en que no sé bien qué es, o sea, que he estado buscando durante décadas algo que nunca conoceré totalmente, pues cambia a medida que me acerco o creo acercarme. Percibo el aroma, ya ácido, ya dulce, ya espeso, ya amargo, ya helado, ya ardiente, de una flor que jamás alcanzaré a tocar. Pero, ¿no sucede algo así con el amor? Entonces, aprendemos que poseer es destruir. Y en esa distancia insalvable entre uno y el objeto del deseo -como diría el poeta árabe Al-Mahad- está la libertad.

fotografía: Adriana Almada. Granada, Nicaragua 2006.

 

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