Veneno

Miguel Gomes

 

A Antonio López Ortega

Cuando pienso en la Muerte y me pongo triste no tengo más remedio que dedicarme a los quehaceres. No los del despacho, claro, porque allí uno trata de no pensar, y tampoco hay muchas ocasiones, entre el reblandecimiento cerebral del jefe de turno y el acoso de papeles que tratan de no decir nada con la mayor cantidad posible de palabras. Leer no ayuda; todo lo contrario: empeora la situación. Escribir… ni hablemos del asunto; desde hace años ando con la imaginación seca y lo poco que me sale es siempre deplorable. Tristeza y no tengo más remedio: tareas domésticas relativamente útiles, a eso me refiero.


Recuerdo que mi padre, aunque a veces me lo encontraba con su Quevedo y su Gracián en aquellas ediciones prehistóricas de Aguilar, hojeando y riendo, gruñendo y hojeando, más frecuentemente fregaba las baldosas, lo que me parecía una actividad tan incomprensible como las tardes de domingo que pasaba al lado de la radio de onda corta escuchando noticias de su tierra o las hazañas del Barça. Completaba los comentarios del locutor, cantaba gol como poseso y, enseguida, abría la llave de un vocabulario grueso, fuese por alegría o por mala leche. Mi padre tenía cierta reputación literaria. Si uno echa un vistazo a lo que publicó, se da cuenta de que lo hacía bien. Le faltaba codearse, eso sí, con los del gremio y no era de los que acosaban o seducían gacetilleros para ordeñarles entrevistas. Escribía; escribía todo el tiempo que le quedaba libre. Y recuerdo que un día le pregunté por qué. Porque después de tu madre y de ti, y después del jerez, es lo más benigno que conozco. Además, es la única enfermedad que se agradece. Supongo que a partir de la confesión empecé a retirar los cargos que uno típicamente acumula contra su propio padre durante la adolescencia. En algún momento debió de desencantarse de la escritura: su pasión por fregar baldosas prevaleció sobre la enfermedad de escribir, y mi madre, sin queja, tuvo el suelo resplandeciente. Últimamente lustro el parqué, acaso por atavismo (sin la mala leche ibérica de mi padre, que era y es inimitable). Pero llega un momento en que la casa, no importa que sea grande, se acaba y hay que buscar en el patio o el césped otras ocupaciones; ocupaciones que den la sensación de que se invierte esfuerzo en algo que va a prosperar. El espejismo no dura más de dos minutos. Cuando los músculos se calientan, viene una recaída; el pensamiento se para y sentencia que lo que uno haga, útil o inútil, sensato o no, es entretenimiento mientras se espera a la Muerte.


Sólo me gustaría recuperar en todo esto algún tipo de sentido.


La Muerte, con mayúscula: para olvidar la idea fija, en el verano va bien cortar la hierba; tengo para rato: el terreno es diez veces mayor que la casa. En otoño, rastrillo hojas y las amontono cerca de la calle, para que se las lleven los camiones-aspiradora del municipio. En invierno, toca traspalar nieve. Hace bastante tiempo que ando en edad de no hacer esos esfuerzos; a más de un difunto del vecindario le ha salido el último suspiro de bufanda y estornudos, incluso después de haber sobrevivido a Corea o Vietnam. Mi mujer me aconsejó comprar una máquina para sacar la nieve de la entrada del garaje; la snow thrower, por más efectiva que sea, nunca me ha convencido: acabo en treinta minutos lo que me llevaría cinco horas manualmente. ¿Qué hacer con cuatro horas y media libres? Sólo se me ocurre ir al escritorio y reemprender el manuscrito que una y otra vez he rasgado. No sé qué será peor, si eso o el infarto.


El invierno se terminó, pero estos meses han alterado la rutina. La primera nevada cayó demasiado temprano, la última semana de octubre, cuando andábamos desprevenidos. Otras nevadas se agregaron, una detrás de otra, hasta la semana pasada. Y estamos a principios de abril. Resulta que por lo precipitado del invierno los camiones-aspiradora no limpiaron, y ahora que por fin la nieve se deshizo la apariencia del barrio es lamentable (para aquéllos a los que les importa). Según el periódico municipal, los camiones en cuestión son alquilados y no estamos en la lista de espera, así que será obligación de los vecinos recoger las hojas y meterlas en bolsas reciclables, para que se las lleven los recolectores. La última oportunidad, según dicen, es el 16 de abril. Estamos a 11 y los del tiempo anuncian lluvias a partir de mañana, incluso una helada. Más vale empezar a trabajar de una vez. Hoy no voy al despacho. Me pongo los guantes, el gorro y salgo con pala, rastrillo y veinte bolsas.


Si lo que quiero es tener la mente en blanco o sudar, puedo considerarme un hombre con suerte: hay hojas amontonadas como para unas ocho horas de trabajo embotador.


La labor consiste en dejar la bolsa en pie y abierta mientras con la pala o el rastrillo, o los dos a la vez, meto una porción de hojas muertas. No es tan fácil: el viento cierra la bolsa; entonces tengo que tirar las hojas, volver a repetir la operación. El viento vuelve a soplar y la repetición se repite. Se repite, dos o tres rastrilladas más tarde. Entonces ya no hay bolsa sino puta bolsa, como diría mi padre, cerrando de un golpe el libraco que había estado leyendo; ya no hay hojas, sino mierda de hojas y el viento es un puñetero viento. De un golpe el libraco. Ni con mis colegas, ni con mi mujer o mi hijo —incluso cuando toma las peores decisiones, cuando defiende lo indefendible— puedo ser tan expresivo, porque no hablan sino inglés. Las palabrotas a solas son una buena práctica, mejor que una declaración de Independencia. Las bolsas, las hojas y el viento —a veces una brisa agradable, fresca, de primavera tímida: eso lo hace todo un poco más tolerable.


A las tres bolsas repletas, rompo sin querer la promesa de tener la mente en blanco. Por la televisión pasaban esta mañana imágenes del asalto a Basora y el bombardeo de Bagdad. Civiles muertos en una maternidad, por errores humanos. Siete cuerpos carbonizados porque el camionero no se detuvo cuando los soldados de la ocupación se lo ordenaron. Un periodista entrevistaba a un hijo del desierto, los trapos sucios y exóticos; poco después, los subtítulos identificaban a un arqueólogo (yo juraba que todos eran ingleses). El periodista y el iraquí estaban al lado de un zigurat conversando sobre el riesgo de que el bombardeo destruyera patrimonio cultural de la humanidad. Cambian de noticia y los locutores empiezan otra vez a hablar de la pneumonía que anda matando docenas de personas en Hong Kong. Hay pánico porque ya aparecen los primeros casos en Canadá; nosotros seremos los próximos: los de la CBS son tremendistas; el locutor, cada vez que plantea el tema, tiene de fondo un enorme Esculapio, con bastón y todo. Me pregunto por qué les da por el lado griego y no, digamos, por Ben Casey o una serie reciente, tipo ER. Nadie sabe de dónde sale la nueva epidemia; nadie sabe cómo frenarla. Bla bla bla. Hace un año el escándalo tenía que ver con el ántrax. Ahora un resfrío mayúsculo, from Hell. Y de inmediato, la propaganda del Mohegan Sun, el casino de la tribu más rica de Nueva Inglaterra.


Otra bolsa y no he dejado de rumiar en el número de bajas de la coalición. Algunos de los parientes de los soldados muertos, según el reportaje, se han enterado por la televisión antes de que vinieran los del ejército a tocarles a la puerta para participarles el fallecimiento. Otra bolsa más, medio asqueado. Y no hay suficientes hojas para quitarme aquello de la cabeza.


Sí logra hacerlo mi madre. Desde que enviudó anda achacosa y más sola que la luna, en la casa de Banyoles. Desde la ventana se ven las aguas turbias y espesas del lago. Me da miedo que ella no esté sino recordando a mi padre, mientras teje sentada al pie de una ventana, frente a un paisaje que no debe de decirle nada más. A esa edad, y deprimida, quién sabe cuánto vaya a durar. Después de todos los años que llevo viviendo en este país estoy finalmente nacionalizándome con el propósito de traerla sin los inconvenientes y ese constante estar pendiente de las fechas que pone el visado. En cualquier momento van a llamarme para que haga el examen y para preguntarme el nombre del Presidente, el del Vicepresidente, los colores de la bandera y qué significan las estrellas. Bombardeos en Jazer y Basora.
Tocan a la puerta para dar la noticia.


Mi mujer regresa la semana entrante, quizá. Se fue a Ohio a quedarse una temporada con la hermana, que tiene cáncer. Conversando por el móvil, me ha dicho que ya la han desahuciado. La agonía está prolongándose demasiado y mejor no hablar de ese horror. Sólo que la otra alternativa es darle vueltas al ataque a Bagdad, así que igual aterrizamos en el tema de la morfina y su falta total de efecto. Nos despedimos sin añadir nada a lo no dicho. Uno de los dos comenta lo que ha oído en las noticias: los soldados de la coalición se quejan de que de noche, en el desierto, los escorpiones se les meten en las botas, y por la mañana, cuando se visten a toda prisa, there you go, what a lovely surprise, Babylon oh Babylon. Por allá a nadie le sorprenderá que el diablo ande suelto, y no tan sofisticado como en el siglo XIX, sino puro Viejo Testamento, escamoso y seco como una serpiente a la que le cuesta reír sin emponzoñarse ella misma la bífida enredada en los colmillos. Un reptil polvoriento con textura de pergamino. Reptil o cualquier sabandija; tarántula, escorpión. Cuanto más abyecto, más auténtico.


Al cabo de dos horas y cinco bolsas, las hojas secas que recubrían los montículos han desaparecido. Pero han quedado expuestas las capas que las nevadas y la humedad de meses descompusieron. Aquí estoy, metiendo los brazos hasta los codos en este menjunje de ramas, hojas, cosas informes que más conviene no ponerse a imaginar qué habrán sido. Ni líquidas ni sólidas. Qué asco, voy repitiéndome. Pienso en lo sola que andará mi madre allá en Banyoles, sin ganas de acercarse a Girona y mucho menos visitar a los primos de Terrassa, aunque sean los únicos parientes que le queden o estén tan viejos, viudos y estropeados como ella. Qué asco, farfullando las mismas palabras que ella usaría, ay qué repugnante, y mi padre si estuviera vivo se reiría, que no es para tanto, mujer. Era de Zaragoza y detestó cada segundo que la mili lo obligó a pasar en Banyoles. Pero se casó y allí anduvo hasta largarse, harto, con mujer e hijo a Caracas. Allá se había instalado el hermano. Vivimos dieciséis años en Venezuela, comenzaron los tiros y una bala perdida encontró la manera de sacar al tío Julio de este mundo y maldita sea la hora como iba diciendo papá, todo Quevedos y Gracianes cuando nos regresábamos a Banyoles, esta vez en avión. Yo no tardaría en recibir la oferta de trabajo en Providence. Poco antes del síncope, papá me había anunciado que estaba a punto de comprar el billete para venir a visitarme a Rhode Island. Acabé yo llamando a la agencia porque necesitaba asistir a un entierro en España. Mamá tampoco entendía de papeles, tenía que ayudarla. Los años se comprimen, pueden pensarse en segundos con una rapidez que fatiga. Nos envejecen de repente. Y después de la vejez, ¿qué viene?


En los últimos meses lo único que me preocupa es que no vaya a morirse sola, en una casa vacía, frente a un lago de plomo.


Estas hojas de porquería. Me anima saber que, si no me distraigo, en unas cuatro horas puedo olvidarme de la penitencia. Remover babas y colgajos que se las arreglan para escurrirse mangas adentro es como un castigo. Mi madre está sola en Banyoles, mirando el lago. Delante tengo esa zona de transición entre el barro y las hojas amontonadas. Los seres del humus empiezan a moverse. Gusanos obesos, tallarines viscosos, unos en otros, no comienzan ni terminan, un gran parto en el que cuesta adivinar quién pare a quién.


Pulmonías chinas, papá enterrado cerca del lago y en la televisión están demoliendo una Bagdad que no se parece a la de Las mil y una noches. A veces tocan a la puerta para darle a uno la noticia, pero yo sigo removiendo esta asquerosidad que se pudre desde el otoño. Un cadáver congelado que ahora regresa a sus larvas y hongos. Tocan a la puerta, si uno antes no se ha enterado por la televisión. Hay papeles, vasos de plástico que el viento ha arrastrado y se juntan a otras secreciones de la tierra. Cromos que las mellizas del vecino coleccionan: personajes del Jungle Book de Disney, Kaa hecha un nudo, tratando de enredar a Mowgli. En la bolsa, qué me importa el reciclaje, pongo una calcomanía manchada, vieja, de paramédicos, compañía de seguros o algo por el estilo, con un Hermes volador a lo Giovanni Bolognese. El fango germina; hay retoños que se ven cuando escarbo. Quién quita que haya también alimañas: las hojas y la suciedad son una madriguera perfecta. Topos tenemos. En verano las mofetas salen a marcar territorio en la arboleda detrás de la casa. Y los demonios de los mapaches no se cansan de joder, echando al suelo los botes de la basura, tragando lo intragable. He visto marmotas, que son como suena el nombre, panzudas y casi revientan cuando las pilla un auto. No faltan ardillas. Meter las manos aquí no me hace gracia, pero qué remedio. Me contentaría con que al menos hubiese en este chiquero de setas, burbujas y gusanos algún significado.


En unas cuantas horas más, cuando sea de noche y todo esté en las bolsas, voy a recibir una llamada en la que me anuncian que mi cuñada está muerta; mi mujer va a llorar, muy cansada, preparándose para cosas peores. No me extraña que en los pasillos del hospital tengan televisores prendidos y los tanques estén cañoneando la torre de Babel. Mi padre hablaría de esta hostia de guerra y blasfemaría contra Dios y los americanos, el cerdo de Bush y el marrano de Aznar —la vergüenza mayor— que apoya a los aliados con su pringoso bigote de macho carpetovetónico. Si estuviera vivo, papá repartiría su indignación entre los figurones de la prensa y la radio, sin preguntarme antes qué opino. Hojas hojas repito los tacos trato de darle voz a un muerto que acaso entiende cómo me siento. Sin pelos en la lengua, aunque estuviese la nuera enfrente. Y aunque estuviera el nieto.


No doy para más, sigo pensando en la Muerte mientras adelanto la buena labor del día, hoja por hoja y bolsa por bolsa, llevo ya siete y entonces mierda holy shit mierda bis, aquella punzada, como de aguijones, y no estoy en el desierto ni ha sido poniéndome las botas. Saco la mano del último montón de hojas que me queda (todavía está afuera, esperando; quién sabe si llegaré a ponerlo en la bolsa). Saco la mano, me quito el guante y veo los piquetes. Puede que sean dos, pero se dispersan en muchos piquetitos. El conjunto se ve como una M estampada en sangre, justo en el dorso de la mano, entre el pulgar y el índice.


Lanzo en voz alta otras mierdas sagradas mierdas santas —como cagarse en la hostia, supongo; mi padre así lo hacía y le gustaban las frases sonoras, pulidas por la Academia y San Quevedo Mártir. Ahora, estaría orgulloso de oírme, aunque no se enteraría en inglés. Al final de los rezongos hay una sola palabra que se me clava entre ceja y ceja:


—Veneno.


Es lo que habría dicho, tan innecesariamente trágica, mi madre. Cojo el rastrillo y acabo de apartar las hojas para ver aquello que repta como una lombriz.


Lo primero que uno se pregunta cuando se encuentra con serpientes es si son venenosas. O cuánto veneno hace falta para que una serpiente se convierta en víbora. Mi madre estaría horrorizada, ya viuda de marido y aprestándose a enviudar de hijo —si hubiese algo así... La Muerte no hace distinciones; además, enviudamos de todo lo que nos pertenece, hasta de las tablas de multiplicar, cuando se olvidan.


Los reptiles que no han vivido en el desierto son correosos, resbalan en el ungüento de su propio cuero confundido con el suelo.


Pánico. Recapacito, echo mano a la pala y hago de San Jorge, y luego de San Miguel, San Jorge y San Miguel, San Miguel Arcángel, una y otra vez, con fuerza y varias interjecciones que no voy a recordar cuando corra a casa dentro de unos minutos.


Con el filo, he separado la cabeza del resto. En la boca abierta veo la M trazada por unos dientecitos que parecen espinazo de sardina.


No sé nada de serpientes y a lo mejor ésta me ha envenenado; la ponzoña se pasea por arterias y venas, sístole, diástole, muy rápido. Curioso: no siento nada que se parezca a una agonía. Puede ser que las serpientes de Rhode Island no tengan ni una gota de veneno, sino bacterias asquerosas. Una infección molesta y ya, sin justificación para muertes ni dramas.


Por lo pronto, compruebo que la criatura rastrera que he liquidado no era tan grande: medio metro, o menos. Con la pala recojo sus dos trozos y los pongo en una bolsa.


Qué colores tienen las franjas de la bandera.


Abro la puerta. Hoy, con todo y haberme propuesto no pensar en la Muerte, voy a encontrármela sentada en el sofá, de piernas cruzadas y feliz de ver que soy tan puntual como ella.


Es una fantasía de escritorio, porque la casa sigue vacía.


Frente al teléfono, me abstengo de levantar el auricular; ni siquiera me lo propongo. Pasamos casi toda la vida aprendiendo de memoria el número de las emergencias, y a la hora de la verdad uno se siente ridículo. Nine-one-one. No lo voy usar. Mi mujer tampoco recibirá una llamada. Mi madre diría veneno, y mi padre ¡cojones! no hay que ponerse histéricos: el bicho no daba para tanto.


Mi mujer abre el bolso y busca el móvil para anunciarme que el cáncer ha ganado la guerra. En ese momento nos preguntaremos cómo comunicarle a nuestro hijo que su tía ha muerto.


No creo que le hagan llegar el mensaje. Al menos no durante unos cuantos días. Hasta cuesta imaginarse la escena: en los tanques no hay recepcionistas que pasen recados. O acaso ya esté en camino el par de uniformados que tocará a la puerta para darnos, a mi mujer y a mí, la noticia.


En la cabeza tengo un caos; por eso he venido al escritorio y redacto este documento. Si me muero, podrá considerarse un testamento. De no llegar a esos extremos, diré que me he entretenido. Hace cinco horas del incidente con el reptil y hace cuatro que escribo. Desde la ventana veo que afuera quedan hojas por recoger; pero los quehaceres han dejado de mortificarme: si todavía estoy aquí, mañana los termino.


M.

Miguel Gomes. (Caracas, 1964). Narrador, ensayista, crítico literario y profesor. Más información sobre el autor en el cautivo n. 10 ( 01 al 31 de diciembre de 2004).

"Veneno" es uno de los cuentos del más reciente libro publicado por el autor:
Miguel Gomes. Viviana y otras historias del cuerpo. Caracas: Mondadori, 2006

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