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Rodolfo
Alonso
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“Sería prodigioso que un crítico se convirtiera en poeta y es imposible que un poeta no contenga un crítico.” Cuando imagino a quién le cabe mejor, en el pasado siglo XX, esta lúcida afirmación de Baudelaire, él mismo poeta y crítico, no dejo de recordar una vez más a Paul Valéry (1871-1945). Pocos como él se han entregado, con tanta pasión y exigencia, con tanta devoción y hondura, tan legítimamente, a la vez a la creación y a la reflexión. Pero no como si fueran campos separados, dos tierras diferentes que labrar, sino más bien, en realidad, intuyo, inclinándose sobre el mismo enigma con diversas herramientas. Y el misterio que siempre lo sedujo no era otro que el de la poesía lograda, la flor del lenguaje humano que lo atrajo una y otra vez, a la cual se aproximaba con un respeto tan sagrado que lo llevó durante largos años al silencio, buscando preservarla, pero sobre la cual volvía razonante, no menos trémulo, con la insaciable ofensiva de su espíritu. Asedio de los sentidos o del pensamiento, entrañable hoguera que puede parecernos tan distante pero que, sin embargo, está en el meollo mismo de nuestra condición y de su mismísimo centro: el lenguaje de los hombres. A aquella inagotable, inefable pregunta, ¿qué es la poesía?, mil veces abrumadoramente reiterada, él pudo descubrirle una aproximación tan latente como justa: “El poema – esa oscilación prolongada entre el sonido y el sentido. 1” Fruto de una intensa experiencia, de lenguaje y de vida, iluminación que es un razonar de artista, esa perspectiva está sin embargo tan ligada a una visión precisa, a una razón resplandeciente capaz de percibir –al mismo tiempo-- lo excepcional y lo genérico, que décadas después iba a recibir (sin sospecharlo acaso, ambos) al mismo tiempo la implícita ratificación y la generalización de un científico no menos impar, Noam Chomsky (n. 1928): “Toda lengua puede considerarse como una particular relación entre el sonido y el sentido. 2" Cuando se lo lee sin prejuicios, como debería estar volviendo felizmente a ocurrir, a mi modesto entender no hay idealizaciones ni desentendimiento en el discurrir del Valéry que piensa. La belleza es solar y el lenguaje es humano (es más, nos hace humanos), y lo que hay son tesoros fecundos, instrumentos para crecer, pero que no vienen predigeridos como dogma o receta, sino que nos contagian la presentida presencia de una maravilla dejándonos solos frente a ella, presos de (en) nuestra libertad. ¿De qué otra manera puede contagiarse el amor, de qué otra manera la poesía? Hubo entre nosotros por desgracia tiempos de extremo maniqueísmo, de ceguera intensa, en que al resplandor de otro pretendido pensamiento único (acaso en forma premonitoriamente antípoda similar al que en su ausencia nos asola ahora) no se lograba percibir por ejemplo que este hombre de letras, acusado entonces de flagrante idealismo, ¡había encarado en impensados términos económicos! (“una es necesariamente la producción misma de la obra; la otra es la producción de un cierto valor de la obra”) la primera y única clase de su Curso de Poética 3, inmediata y voluntariamente interrumpido, a fines de 1937, en el proverbial Colegio de Francia. O que si reiteraba su defensa del espíritu no vacilaba en afirmar que, para él, “su cometido es provocar el cambio”. Y, mucho más aún: “Bajo el nombre de espíritu no entiendo en modo alguno una entidad metafísica; entiendo aquí, muy simplemente, una potencia de transformación.” O que supo adelantarse harto lúcidamente, hace más de setenta años, en 1932, cuando ninguno de sus antagonistas acaso lo percibía, a las consecuencias deletéreas que cierto idealizado progreso tecnolátrico ha puesto hoy terriblemente de manifiesto, con la avasallante marea de mediocridad impuesta casi planetariamente por la sociedad del espectáculo: “existen máquinas que dispensan de la atención, que dispensan del trabajo paciente y difícil del espíritu; cuanto más avancemos, tanto más se multiplicarán los métodos de simbolización y de grafía rápida. Esos métodos tienden a suprimir el esfuerzo de razonar.” (E incluso llegó a percibir, visionariamente, que el enemigo no nos conquistaría solamente desde el exterior: “estamos despavoridos por esa incoherencia de excitaciones que nos obsesiona y de la cual acabamos por tener necesidad.") Paul Valéry no sólo nos dejó algunos poemas y algunos ensayos memorables, sino también esas más de veinteséis mil páginas de sus Cuadernos 4, ejercicio de una inteligencia luminosa y exigente, condensada casi siempre en pensamientos y aforismos que no cesan de deslumbrarnos, de alumbrarnos. Y que por supuesto no se agotan en una sola dirección, en una sola dimensión. Por el contrario, como el fuego, como la llama viva de Heráclito, única y cambiante, reverberan, encienden, iluminan, contagian, siendo y creando luz y sombra. Una percepción que nunca será sólo retórica: “La sintaxis es una facultad del alma”, sí, pero también verdades estruendosamente silenciosas: “Hay siglos durante los cuales Virgilio no sirve para nada” (si lo sabremos, hoy), o vividísima, humanísima conciencia en aquel a quien sólo se imaginó capaz de una fiesta del intelecto: “Usamos como dones gratuitos, mil cosas que han sido pagadas por vidas humanas, perlas por las cuales el pescador ha vomitado sangre, libros que han escapado de la hoguera...”. Pero sobre todo, y contradiciendo de raíz la imagen olímpica o al menos académica que ha querido endilgárserle, nada de vanagloria: “Hay un imbécil en mí, y es necesario que aproveche sus defectos”, nada de autocomplacencia: “Escribir me repugna”, nada de pasividad: “Pero el que no es inquietante, no es gran cosa”, nada de estrategia: “La más grande gloria imaginable es una gloria que permanecerá siempre ignorada de aquel que la obtiene” o, mejor aún, “La gloria debe obtenerse como sub-producto.” Y éstas, recuérdese, apenas son algunas, mínimas, citas de un cuerpo orgánico donde relumbran miles. Volvámonos ahora a lo suyo más suyo. En uno de los muy pocos poemas en prosa incluidos en sus muy contadas colecciones de poemas 5, puede leerse esta confesión-definición: “Un poema es una duración, durante la cual, lector, respiro una ley que ha sido preparada; yo doy mi aliento y las máquinas de mi voz; o solamente su poder, que se concilia con el silencio.” ¿Por qué traduje ese Diálogo del Árbol 6, por qué sentí el llamado de traducir a Valéry, en un principio sólo para mí mismo, sin soñar en edición alguna, con plena conciencia de la casi utópica dificultad de intentarlo y de mis personales limitaciones al respecto? En primer lugar, sin duda, por el texto mismo, por la sensualidad como él bien dijo física 7 con que encarna el lenguaje su temblor, latente y viva oscilación de sonido y sentido. Pero no sólo eso, es claro. También, al mismo tiempo, por la resonancia cultural e incluso política, precisamente en estos tiempos y precisamente para nuestro propio país, de su actitud y de su obra. (Que los nuevos contextos de globalización masificante vuelven desoladoramente actual, a veces de forma explícita y, cuando no resulta así, incluso a contrario sensu.) Que el lema desencadenante, el ícono fundacional de este bellísimo texto sea el Árbol, con todo lo que arrastra como vida natural y mitológica, como esplendor orgánico y de imagen, me resulta tan seductor como la forma misma del diálogo y, dentro de él, esa prosa 8 que es sin duda poesía, incluso bien contada en sonoros alejandrinos apenas encubiertos. Pero también que los protagonistas, Titiro y Lucrecio, encarnen igualmente dos tensiones, dos tendencias del Espíritu y de su espíritu: la instintiva, orgánica sensualidad estética del poeta, del artista, el primero, y la luz de razón, la razón razonante del filósofo, del intelectual, del pensador, el segundo. No sin las ineludibles, consabidas relaciones, y disidencias, ambas de fondo, entre ellos. Y que bien podrían ser extrapoladas, a otras cuestiones que hoy están en el aire, aunque no siempre sean percibidas. Me pareció, tal vez con ingenuo entusiasmo, que acaso este vívido ejemplo de grandes pensamientos, de inmensos conceptos encarnados en una gran obra viva de lenguaje, llegaría a servir de iluminado parangón, de contagiosa y revivificante relación para el empalidecido y exangüe organismo de nuestra poesía reciente y aún contemporánea, mucho me temo que no pocas veces tan aquejada de conceptualismo romo, tan dura de oído, tan chirriante, tan ríspida, tan seca, tan frágil, tan refractaria. Que tal vez, leyendo este alto ejemplo, podía llegar también, aquí, otra vez, a entenderse, a sentirse que: “Si el sentido y el sonido (o el fondo y la forma) pueden disociarse fácilmente, el poema se descompone.” Ya que, y eso es muy importante, aunque a muchos sorprenda, literalmente es verdad que ”no existe el verdadero sentido de un texto." Salvo que alguien se imagine expresándose, coloquial o literariamente, como los diccionarios. Hay una ambigüedad esencial, una carencia implícita de comunicación plena en el lenguaje humano que, desde sus orígenes, que se pierden en la noche de los tiempos, y antes de que eso fuera encarado digamos por profesionales, se derivó en cantera al tratar de superar ese hiato, ese abismo, con el lenguaje poético, metafórico, analógico, que está en el origen de las lenguas, en los padres primitivos, y hasta no hace mucho tiempo florecía espontáneamente en tantos lenguajes populares, cotidianos, usuales. (Los grandes poetas modernos, que se extienden hasta la primera mitad del siglo veinte, fueron injustamente acusados de no propiciar comunicarse con el pueblo cuando, en realidad, como se comprueba sobre todo en estos tiempos lingüística y verbalmente desolados por la imposición de un lenguaje precongelado y anafrodisíaco, asexuado, desde los grandes medios masivos de incomunicación, afectando así la otrora espontánea capacidad creativa de lenguaje de los pueblos, quizás eran precisamente ellos, los grandes poetas, quienes seguían ejerciendo el lenguaje como lo hacía el hombre original, los padres primitivos 9.) Y muy precisamente porque “La necesidad poética es inseparable de la forma sensible, y los pensamientos enunciados o sugeridos por un texto de poema no son en absoluto el objeto único y capital del discurso, sino medios, que contribuyen por igual, con los sonidos, las cadencias, el número y los adornos, a provocar, a mantener una cierta tensión o exaltación, a engendrar en nosotros un mundo –o un modo de existencia-- totalmente armónico.” De todos modos, como ya dijo bien Paul Valéry, “Nadie está obligado a leer a nadie.” (Lo que parece obvio aunque no lo sea.) Pero no deja de seguir resultando deslumbrante, inefable, reparador que sigamos siendo capaces de continuar preguntándonos, recordándonos con él: “¿Se ha descubierto acaso que la luz puede envejecer?". 10
fotografía: Gisele Freund . (Berlin, 1908-Paris,
2000) |