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Roberto
Martínez Bachrich
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Alda Merini nació en Milán
en 1931 y ya a los 16 años nadaba a brazo vivo en las aguas de
la poesía. Su primer libro, La presencia de Orfeo (1953),
lo publicó a los 23 años, abriendo así la primera
etapa de una obra de la que, en principio, pocos intelectuales italianos
se ocuparían (entre esos pocos, sin embargo, grandes figuras como
Salvatore Quasimodo y Pier Paolo Pasolini). Es en los años 80,
después de casi 20 años de silencio (o de ejercicio inconsciente
de “creación interior”), producto del aislamiento por
la enfermedad, que el retorno de Alda Merini al ruedo poético comienza
a ser valorado, lentamente, en toda Italia y, luego, más allá
de sus fronteras.
La última etapa de su poesía registra los rincones oscuros de la noche y la locura, hecho que, como en el caso de Anne Sexton en Estados Unidos, la ha llevado a ser una poeta marginal en el panorama de la literatura italiana, a pesar de su evidente grandeza: “En mí el alma de la meretriz/ de la santa de la sanguinaria y de la hipócrita./ Muchos dieron a mi modo de vivir un nombre/ y fui sólo una histérica.” Esa exploración casi mística de la locura y del manicomio como espacio sagrado por excelencia alcanza, quizás, uno de sus puntos más altos en La Tierra Santa (1983), un libro sobre el cual aún queda mucho por decir. La voz de Alda Merini, a partir de ese libro, se cimentará en una franqueza temeraria para expresar el dolor, ente vivo y “sin mañana”, de formas bien delineadas, donde la sangre se hace palabra y la herida intenta salvar (acaso éste sea el fin último de la verdadera poesía) a sus semejantes, consciente, sin embargo, de la imposibilidad de su propia salvación. Una suerte de lúcido y sereno martirio, casi feliz, se diría, la escritura. Un sacrificio necesario, inevitable. El verso de Merini es firme, lleno de coraje, no tiembla ni se amedrenta ante su propia tragedia íntima, por el contrario, la siente como una suerte de gracia, dadora de vida y lucidez: “también la enfermedad tiene un sentido,/ una desmedida, un paso,/ también la enfermedad es matriz de vida.” Retrata, así, un ir hacia la muerte con los ojos valientemente abiertos y se ampara en el poder único de la palabra y en una visión de Dios muy humana que otorga a la voz poética, entre tanta sombra y a pesar de ella, la paciencia infinita de la luz y una ternura extrema de la mirada ante las cosas y los seres, un tono que ya en la primera etapa de su poesía parecía dictar el modo de fundar el universo, desde la palabra; pero que en su segunda etapa es ya sólido, admirable, definitivo: “Ah si al menos pudiera,/ suscitar el amor (...)/ y violar los más cerrados paraísos/ sólo con la sustancia del afecto.” Eso que en algunos de los primeros poemas parece ingenuidad y que es sólo una precoz y absoluta desnudez del ser, su corazón y sus entrañas: “La sencillez/ es desnudarse/ delante de los otros”. No se lee la poesía de Alda Merini, se la deja latir en el lector, se la deja respirar, se le permite, en el mejor de los casos, arrastrarnos vivamente en su descenso hacia la raíz de la noche y el dolor: el hueso vivo y luminoso de la verdad, la vida (que es también la muerte) y la palabra. Ya lo escribió ella misma: “en el fondo, habitar con la muerte es también vivir y tocar la semilla del alma”.
Roberto Martínez Bachrich (Valencia, 1977). Narrador, ensayista.. Licenciado en Letras por la Universidad Central de Venezuela (UCV), en cuyo Departamento de Literatura Latinoamericana y Venezolana se desempeña como profesor-becario del CDCH. Master en Técnicas de la Narración por la Scuola Holden de Turín, Italia. Cursa actualmente la Maestría en Estudios Literarios de la UCV. Ha publicado dos volúmenes de relatos: Desencuentros (1998) y Vulgar (2000); además de un libro de poesía: Las noches de cobalto (2002). Premios: Bienal de Narrativa “Rafael Briceño Ortega” 1998, “Vox Novula” (UCAB) de Poesía 1999, Cuento Breve UCV 1999 y Bienal de Cuento “Simón Rodríguez” 2001. |