Epífitas |
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María
Antonieta Flores
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Bogotá dará inicio, a partir del 23 de abril, al reconocimiento otorgado por la Unesco, mediante el cual se declaró a la ciudad como Capital Mundial del Libro en el 2007. Esta designación, que han recibido en el pasado Madrid (España), Amberes (Bélgica), Alejandría (Egipto), Nueva Delhi (India), Montreal (Canadá) y Turín (Italia), es un reconocimiento a los distintos programas realizados en la ciudad en los sectores público y privado en favor del fomento de la lectura y la industria editorial.* La primera vez que atravesé El Dorado, un umbral de despedidas, fue por culpa de la poesía, y las veces subsiguientes ha sido también por su misma tentación. La poesía funda, entre otras cosas, amores y el de Bogotá es definitivo, cosa que a mi edad ya se puede afirmar con cierta propiedad mas no con certeza, que no nos engañemos. Mi proximidad con Bogotá ha sido paulatina pero decidida. Es un libro abierto que siempre quiero releer, volver a los pasajes más queridos, a la gente que ancló esta ciudad en mi memoria. Los Mártires guarda un lugar especial para mí, el Cementerio Central, monumento histórico que varias veces vi como una lenta ráfaga desde la ventana de algún carro y hace muy poco recorrí su alameda principal, la del llamado cementerio antiguo. Me detuve ante desconocidos y ante el mausoleo de Silva y Elvira. Muy tarde descubrí que mi pedazo de muralla, el que presentía en esta ciudad que me llamaba, estaba en el cementerio: como ciudad amurallada la describe alguna página en la web y una foto panorámica lo demuestra. Desde la primera vez amé La Candelaria. Sus calles, los nombres de sus calles, la gente que la andaba. Allí, la Casa Silva de Poesía y sobre mi memoria más reciente la voz de Fernando Vallejo en Alma en pena, chapolas negras, reconstruyendo a su manera, siempre a su manera, la vida del poeta y la del corazón, la del núcleo que dio vida a la Bogotá que ahora se desborda de los límites que soñaron sus fundadores. De más reciente data es mi imantado sentimiento por San Diego, sólo me lo explico desde la sensación de fuerza que otorgan las encrucijadas. Miro a San Diego y siento que allí se cruzan muchos caminos. Allí a mí se me han cruzado unos atardeceres y unas cuantas margaritas en el Frida mientras se empoza la nostalgia y el dolor. San Diego suena a Tequendama como Bogotá a río
y Bacatá a ciudad. Ecos de muiscas en la noche. Empinada, La Macarena –que aún no se me revela ni se entrega en plenitud- ha conocido de mis pasos acompañados. De La Frontera, otro lugar de margaritas, a un lugar típico, casi casa de familia, lugar para los cocidos, la chanfaina, el arroz con leche y alguna pasita que aquí y allá nos repartimos. Sostenían las paredes imágenes de Khalo y Remedios Varo en en el rincón que ocupamos en La Frontera. Y es que México como que insiste en cruzárseme en Bogotá, al igual que la Frida. Como si se cruzaran tiempos y dimensiones en un espacio que gotea amor en la violencia, el desamparo, el amor. Tengo oficio, me digo, cuando de contemplar a Monserrate y Guadalupe se trata. Nunca he arribado a sus parajes. Me lo he negado hasta ahora para mantener el deseo o la ilusión o qué, quién sabe qué. Quizás es una manera de decirme: -vuelve. Y tocar de nuevo las texturas de sus páginas, pasar las hojas, dejar el libro abierto. Y vuelvo a San Diego, a sus páginas. Allí, el planetario y una torre que me desconcierta pero de presencia innegable, la torre de Colpatria, emblema de la ciudad postmoderna. En la Recoleta de San Diego vi una fila de cruces de cenizas y a un monje doblado sobre su oración. Nada más puede querer un alma. Ver la talla de un mártir en su ataúd y dar pasos sobre pasos muy antiguos. Ser sangre. O herrado animal en la Plaza de Toros de Santamaría, inmensa y fiel al ladrillo que signa la arquitectura bogotona. O ser sólo memoria en el Museo Nacional, el panóptico, prisión que ahora es descanso para el arte y el silencio. Subir sus gradas y andar sus corredores no deja de traerme el aullido de presos olvidados. No olvido que camino por lugares de dolor. Cementerios, cárceles e iglesias, lugares más humanos e impregnados por voces inaudibles que se acercan y dejan caer un respiro o una queja. A ellos miro y recuerdo con el deseo de volver. Bogotá ha sido una puerta al amor. Y aquí me quedo en silencio con el libro abierto, larga pausa me concedo. Bogotá se ha levantado sobre ella misma, ciudad que supo constreñir sus heridas sin negarlas, sostenerlas y hacerse otra posibilidad. Ahora celebra ser capital mundial del libro y yo lo disfruto con ella, aunque nada haya aquí mencionado de sus muy queridas librerías ni de los eventos que propician la lectura, ni de su festival internacional de poesía. *http://www.camlibro.com.co/eContent/newsDetail.asp?id=38&IDCompany=3 fotografía: San Diego, Bogotá, 2007
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