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Otras contemporaneidades: convivencias problemáticas
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Adriana Almada |
La cuarta edición de la Bienal de Valencia (España),
inaugurada el 28 de marzo con nuevo formato y nuevo nombre (Encuentro
entre dos Mares / Bienal de Sao Paulo-Valencia), despliega intereses
y alcances diversos en las cuatro exposiciones que presenta. Áfricas-Américas,
comisariada por Emanoel Araujo, es una ajustada muestra de arte popular
del Brasil, cuyas piezas revelan la belleza de una cultura poderosa,
tan rica como sincrética. Luz ao Sul, bajo la curaduría
de Agnaldo Farías y Jácopo Crivelli, ofrece una selección
de la obra expuesta en la última Bienal de Sao Paulo. Anamnesis,
con varios comisarios, reúne las propuestas de artistas emergentes
españoles. Otras contemporaneidades: convivencias problemáticas,
bajo la curaduría de Ticio Escobar y Kevin Power, propone entradas
diversas a la producción artística iberoamericana a partir
de ejes conceptuales que cruzan lo histórico, lo social, lo político
y lo económico, sin desconocer la dimensión poética.
La sola interrogación desarticula los tiempos y favorece la percepción de los cruces y la contaminación de lenguajes que caracterizan la exposición, en la que arte de procedencia ilustrada y expresiones de raíz popular y/o indígena ensayan y sostienen un convivio obligado. Esto se evidencia no sólo en la proximidad de obras de factura artesanal y contenido tipicalista –como las de algunos artistas del Nordeste brasilero: Nino, Jose Celestino o “Las tres Marías”- sino también en la fuerza de lo ancestral-popular en obras netamente contemporáneas, como la instalación de Gastón Ugalde que, bajo el título Justicia comunitaria, aborda un conflicto político-social de extrema actualidad en Bolivia. O la gran sábana-mortaja de Joaquín Sánchez, impregnada de fantasmas e intervenida, cual memorial o gran fetiche de duelo, por el gesto vital y pacificador de las bordadoras paraguayas, cuyos encajes de ñandutí, aplicados por mujeres valencianas, cubren los corazones perforados de los soldados bolivianos fotografiados en vísperas de la Guerra del Chaco, en tanto se oye, en un punto específico, el diálogo en guaraní de dos indígenas chiriguanos que sirven en uno y otro ejército. Lo político-social, así como lo histórico, impregna la exposición, le da cuerpo y sustancia. A riesgo de caer en una muestra de tópico o criticable por contenidista, se asume la necesidad de exponer las marcas traumáticas de América Latina como un rito que exorcice tanto los estragos de la prepotencia y la barbarie como la torpeza de quienes, con actitud paternalista, todavía buscan preservar en este continente los consuelos de la naturaleza y el exotismo. Aunque también los hay, no es ésta una muestra de grandes nombres del arte latinoamericano: artistas de reconocida trayectoria internacional comparten escenario con emergentes o creadores anónimos y hasta marginales, ajenos al mundo institucional del arte. Las obras encuentran sentido en una narrativa a veces explícita y otras solapada, signada por la clandestinidad y hasta la apología del delito. Prácticas tradicionales conviven con la experimentación y el ensayo, y las demandas urbanas de supervivencia y seguridad que subyacen a algunas obras se conectan con hábitos campesinos modelados por urgencias tan radicales como aquellas. “Por debajo del concertador clima de corrección política que ha atemperado el cruce de siglos, muchos artistas escarban en zonas dolorosas, las excavan, exhuman cuestiones y las trabajan mediante diversas estrategias críticas que configuran hoy un cuerpo importante del arte actual”, dice Ticio Escobar en su argumentación y el recorrido por la Nave de Sagunto lo manifiesta. Pero la muestra también se introduce en zonas inesperadas de conflicto, en caminos no siempre vislumbrados. Dias & Riedweg, con su obra Mama, se internan en el filo individual y colectivo de un fenómeno instalado en una trama de graves consecuencias sociales. La cuestión de los inmigrantes en la frontera México-Estados Unidos no es abordada desde la óptica previsible de los derechos humanos, la indignación por los vejámenes cotidianos o la exposición de la pobreza. Lejos de una posición que victimiza o reivindica, los artistas investigan la constitución psicológica de quienes, día a día, patrullan con sus perros el peligroso límite que anticipa la posibilidad del gran sueño o la peor pesadilla. Los rudos agentes de policía, armados hasta los dientes, exhiben su costado vulnerable: el amor casi maternal que sienten por sus “cachorros”, cuyo cuidado deviene misión de extrema importancia. Más allá de la ironía, el rasgo saliente de esta obra (vídeo de 16 minutos y montaje eficaz con articulación de elementos visuales) es su capacidad para desestructurar categorías y superar reduccionismos. Otro tanto ocurre con la obra de Fredi Casco (El retorno de los brujos, serie de fotografías en blanco y negro con clima de los años 50-60 en país tropical), que remite a la banalidad del poder en la época estronista. Si bien su potencia narrativa sufre cierta merma en este escenario, el sarcasmo que exuda, apoyado en breves toques de humor, preserva su tono mordaz y alienta a explorar las ramificaciones laterales, muy vitales, de la dictadura. Cristina Piffer, en su obra Perder la cabeza, elabora con lenguaje impecable el ejercicio de la violencia política en la Argentina del siglo XIX (prolegómeno de la locura que sobrevendría intermitentemente después), en tanto Ricardo Lanzarini explora las estrategias de supervivencia en la extrema pobreza y y su correlato psicológico. Ciertos aspectos de la selección pretenden, al decir de Kevin Power, recuperar algunas de las tantas “historias enterradas” que pueblan América Latina: lo no contado, lo no registrado, lo no inscripto en la historia oficial de las sociedades y las naciones. En este sentido, traerlas al circuito contemporáneo del arte sería una forma de “descubrir” lo hasta ahora oculto. Esto inquiere, desde el vamos, sobre la legitimidad de la mirada y refuerza la necesidad de indagar en este gran espacio americano, que ya no puede ser visto como un élan cultural integrado a partir de los clichés de una historia común, sino como el escenario de múltiples particularismos, las más de las veces en pugna. Wilger Sotelo procede al relato poético-biográfico –a través de una secuencia fotográfica en positivo-negativo- de los “gavilleros” colombianos en tanto Beto Gutiérrez busca la legitimación estética de los delincuentes a través de imágenes muy bellas enmarcadas por un estudiado graffiti en negro y dorado. Doce grandes figuras de yeso policromado, procedentes de Venezuela y bautizadas -por razones prácticas- como “santos malandros”, se imponen por su atractivo colorido y porte desafiante. En formato menor (éstas tienen 150 cm de alto), son productos artesanales fabricados regularmente para alimentar el culto de quienes, desesperados, acuden a lo sobrenatural para solucionar sus problemas. En este caso, a las almas de criminales muertos en los barrios marginales de Caracas. El costado político, el dedo que desestabiliza el régimen, es un gesto visible. Fernando Bryce, con su serie Revolución (219 dibujos, tinta sobre papel), desmitifica el aparato propagandístico de la revolución cubana, en una maniobra que vuelve trazo humano -arbitrario y vacilante- la información procesada y controlada que cientos de miles de cubanos recibieron durante varias décadas, casi como telón de fondo de sus ilusiones y miserias cotidianas. La reiteración, dibujada, de cada letra, de cada palabra, de cada imagen, se convierte en una letanía, contrapunto visual del largo discurso que, desde hace casi medio siglo, todavía resuena en la isla. Yucef Merhi, por su parte, interceptó la correspondencia electrónica de Hugo Chávez y ha empapelado una habitación entera con ella. Otra vez la profusión, el discurso inacabable cuando no el chat doméstico o las complicidades peligrosas. Red que, una vez expuesta, deviene tanto motivo decorativo como amenaza incipiente. La exhumación de la memoria es otro mojón en el recorrido. Marcelo Brodsky logra aprehender el clima político de los 70 en los países del Cono Sur que padecieron el Plan Cóndor y nos pone ante la precariedad de la vida humana, su extrema fragilidad. La quema o el enterramiento de libros calificados como “subversivos” por las dictaduras militares fue práctica común de toda una generación, medida desesperada para evitar la cárcel, la tortura o la muerte. Algunos de estos ejemplares, exhumados, conservan la energía de la materia, no sólo la palabra recuperada, fragmentada, sino el clima de aquel momento: el terror, la esperanza de sobrevivir, el alivio de la tregua. Brodsky los ha preservado como si fueran trozos de su propia piel (o la de su hermano desaparecido) y los expone, sacralizados por el tiempo y la distancia, en una “biblioteca-monolito” que asume los rasgos de memorial. Las páginas de estos “condenados de la tierra” (así se titula la obra, en alusión al célebre y perseguido libro de Frantz Fanon) se deshacen entre los dedos. Pero la vida humana no resiste quemas ni enterramientos; el aliento es tan fugaz y ligero, como irrecuperable. Salvo en la memoria. En Osvaldo Salerno la marca de la tortura, generalizada en ciertos períodos de la historia latinoamericana, se repite con obsesión. Aquí es la memoria que no quiere relajarse, no quiere ceder, casi como un juramento. Más allá del dato referencial que la remite al procedimiento utilizado por los represores para doblegar a los presos políticos, La pileta resulta el útero infecto del cual emerge, y en el que vuelve a sumergirse, un verso emblemático de Augusto Roa Bastos: “Salí del encierro oliendo a intemperie”. Bordado de silencio, el escrito se extiende ad infinitum, cual mantra, bajo el agua: es la vulnerabilidad de la vida, tanto dentro como fuera de prisión.
Final
Adriana Almada. (Salta, Argentina). Poeta, periodista, crítica de arte y curadora, radicada en Paraguay desde 1984. Entre su obra publicada destacan el poemario Zona de silencio (2005) y Colección Privada. escritos sobre artes visuales [en Paraguay] (2005). Miembro de la Asociación Internacional de Críticos de Arte, recibió en 1999 el Premio Oscar Trinidad al Periodismo Cultural (Viceministerio de la Cultura de Paraguay y Perfecta S.A.).
de esta página: José Ramón Crespo.
"Sabanas", instalación de Juan Carlos Rodríguez
(Venezuela)
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