Mención Honorífica XVI Bienal Literaria José Antonio Ramos Sucre, Mención Cuento 2007 .

 

Grieta

 

Roberto Martínez Bachrich

 

Esa noche descubrimos en sus miradas una serenidad terrible que nos devastó. Había una calma trágica, un desasosiego sin marcha atrás que a todos nos incomodó la primera media hora de la velada. Carlos y Emma permanecían en la sala silenciosos, ahuecados, y Marión me leyó la mente mientras servíamos los tragos en la cocina:

–Algo les pasa.

Cuando volvimos a la sala, Emma lo soltó monótona:

–Nos divorciamos.

Carlos y Emma eran los mejores vecinos que puede tener cualquier pareja. Eran también una de las parejas más sólidas (como Marión y yo) que puedan conocerse en esta época de fracturas y desencuentros amorosos. Éramos cuatro raros, en ese sentido, y siempre estuvimos orgullosos de ello. Pero cuando Emma habló, su voz coaguló en la atmósfera una angustia que sin saberlo compartíamos. Conversamos largamente. Les dijimos que no era posible, que si no había otro hombre ni otra mujer, que si no había problemas realmente graves, que después de tantos años... pero la decisión estaba tomada. Y se daba por obvia una larga discusión privada anterior que aseguraba el éxito de la empresa o, al menos, la amarga resolución de que aquélla era la única salida de un túnel del cual –a nuestros ojos– no hacía falta salir.

Carlos y Emma se nos mostraban ahora borrosos en el sofá. Parecían más bien una extraña prolongación de la grieta en la pared tras ellos.

Después del impacto de la noticia y de nuestra histérica refutación a sus decisiones quedamos todos en silencio. Carlos lo rompió, observando la grieta tras su cabeza, al advertir que hoy se había caído un pedazo de pared en el apartamento de ellos. Emma continuó diciendo que a la señora Suárez (la que vivía en el piso siete) también se le había caído un buen pedazo ya. Marión les siguió la corriente (era obvio que no querían hablar más del asunto: lo de la costumbre y el amor a nadie interesaba o era mentira) argumentando que ese era el problema de vivir alquilados: los inquilinos no están dispuestos a pagar por arreglos que corresponden a los dueños y que no podrán disfrutar después de vencidos sus contratos.

La conversación seguía y a ratos el ruido del ascensor al pasar, el ronco crujido de la grieta, su parsimoniosa expansión, parecían simbolizar destinos que a ninguno interesaba desentrañar.

Carlos y Emma se fueron tarde. Y Marión y yo no quisimos hablar más sobre ellos.

Seguimos visitándonos con la misma frecuencia. Un día nosotros subíamos, al siguiente ellos bajaban. En ocasiones cenábamos juntos, pero generalmente las veladas duraban apenas un par de tragos.

Cada día se pronunciaba más en sus cuerpos esa oscura marca de la soledad. Y era una soledad absurda, inmerecida. Ellos que se habían dado tanto, que se habían hecho juntos, que no podían ser el uno sin el otro, como nosotros. Nos dolía, nos apagaba saber que toda una vida en común se desvanecía en tan poco tiempo por la simple desaparición del sentimiento y sus fuegos. Siempre es más terrible e insondable una ruptura sin la lógica de dardo y herida, de traición y abismo, de abandono y pérdida del suelo. Pero nunca hablábamos de ello. Hasta que una noche Emma contó que ya estaba todo listo. Habían logrado el divorcio por correo en México, donde por alguna extraña razón eran mucho más simples y rápidos ese tipo de desaires legales. Marión preguntó con cierto temblor en la voz cuál de ellos se iría. Carlos dijo que él, apenas le pagaran la liquidación completa. Y volvimos al silencio. O a las conversaciones vacuas sobre el país y los alquileres y la crisis y los despidos injustificados y la pared de ellos que se seguía derrumbando al paso del ascensor y la pared nuestra con su ya temible grieta y la sordera del administrador y del condominio y de los dueños.

Esa noche, cuando subimos, intenté acariciar a Marión con dulces intenciones. Ella me abrazó y dijo que no teníamos que hacer nada que ninguno de los dos deseara. Teníamos tres meses sin hacer el amor. Y no había otro hombre ni otra mujer. Y la costumbre empezaba a parecerse demasiado a la grieta. Ese asunto feroz de los infiernos sutiles.

Nuestros encuentros con Carlos y Emma comenzaron a distanciarse cada vez más. Llegado cierto momento, no volvimos a subir. Y ellos no volvieron a bajar.

Una tarde, llegando del trabajo, me crucé con Carlos en el ascensor. Me contó que no le iban a pagar las utilidades completas hasta el año entrante (no quise contarle de mi ascenso ni de mi nuevo y jugoso sueldo) y que Emma y él ya casi ni se hablaban, que por eso no habían vuelto a bajar (no quise explicarle la razón —si acaso la había— por la cual Marión y yo no habíamos vuelto a subir). Cuando entré al apartamento, Marión aún no había llegado. Encontré un sobre en el piso, frente a la puerta, proveniente de México. Mientras iba a la cocina a servirme un trago y a buscar un cuchillo para abrir el sobre, un ruido oscuro me llamó a la sala: el ascensor, finalmente, había tumbado un pedazo de la pared.

 

Tomado del conjunto inédito de relatos: Las guerras íntimas.


Roberto Martínez Bachrich. (Valencia, 1977). Narrador, ensayista. Licenciado en Letras por la Universidad Central de Venezuela (UCV), en cuyo Departamento de Literatura Latinoamericana y Venezolana se desempeña como profesor-becario del CDCH. Master en Técnicas de la Narración por la Scuola Holden de Turín, Italia. Cursa actualmente la Maestría en Estudios Literarios de la UCV. Ha publicado dos volúmenes de relatos: Desencuentros (1998) y Vulgar (2000); además de un libro de poesía: Las noches de cobalto (2002). Premios: Bienal de Narrativa “Rafael Briceño Ortega” 1998, “Vox Novula” (UCAB) de Poesía 1999, Cuento Breve UCV 1999 y Bienal de Cuento “Simón Rodríguez” 2001.


Las guerras íntimas
obtuvo Mención Honorífica en la XVI Bienal Literaria José Antonio Ramos Sucre, Mención Cuento, correspondiente al año 2007.

fotografía: Roberto Martínez Bachrich y Napo. Cortesía del autor. [intervenida digitalmente]


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