La amortajada

(fragmento)

 

Edgardo Rodríguez Juliá

 

En su cuadro La columna rota, de 1944, Frida Kahlo pintó un lienzo más inquietante y perturbador que las fotos surrealistas de Weston y Alvarez Bravo. Ella aparece semidesnuda —una sábana le cubre las partes pudendas—, mortificada hasta la tortura por esos clavos imposibles, pesadillescos, que le han hincado la piel, pero muy superficialmente, con poca hondura, y que retan las leyes de la gravedad, porque en la vigilia, en la realidad, deberían caerse. Esta dolorosa, cuya estirpe iconográfica se remonta al truculento pietismo mexicano, desafora su martirio en ese gran clavo —¡enorme!— que la hinca sobre el desnudo seno izquierdo. Su pecho y vientre están metidos en un arnés-corset ortopédico, por lo visto fabricado con una tela muy fuerte, de las que se usaban en esa década para todo tipo de fajas. A primera vista, el efecto es parecido al que tenemos ante el desnudo vendado de Alvarez Bravo: la imagen nos altera profundamente, sentimos visceralmente que las apretadas tiras del corset parecen de hierro. Luego de mirar con detenimiento, nos damos cuenta de que éstas han sido tensadas con hebillas corredizas, y se nos alivia ese sentimiento de tortura inescapable que produce la imagen en un primer momento.
Ya a punto de ceder esta hiriente primera impresión, nos percatamos de que Frida Kahio sí ha querido objetivar el sufrimiento —padecido durante toda la vida— que le produjo la rotura de la columna vertebral, el resultado de un accidente de tranvías ocurrido en la adolescencia. Ha pintado un hueco en su carne, desde la garganta hasta el vientre. Ahí ha erigido una columna vertebral de capitel jónico, con piedras tan rotas como las vértebras de su espina dorsal. Es una ruina cuyos cantos precariamente se sostienen, unos encima de los otros. Sólo a primera vista esta imagen de su sufrimiento puede parecemos melodramática. Advertimos que, por el contrarío, resulta de una justeza aterradora. Esa espina dorsal convertida en columna rota de capitel jónico, o sea, transformada en ruina, nos recuerda el tropezón que siempre damos con las enfermedades: entonces nos damos cuenta de cuán obligados estamos por la materia, lo radical que es el hecho de nuestra vulnerabilidad de cara a las leyes de la física, de la química, o los caprichos de las células. El rostro impasible y a la vez resentido de Frida es un sudario de lágrimas, tan simbólicas y tan urgentes como esos clavos que también le hincan el rostro. Pero Frida no está llorando. Como todos los seres tocados por la tragedia, o perseguidos por la empecinada y mala fortuna, simplemente se pregunta, ¿por qué ella?, ¿por qué mi cuerpo es territorio preferido de la azarosa brutalidad de la materia?

 

 

Tomado de Cámara Secreta. (Ensayos apócrifos y relatos verosímiles de la fotografía erótica). Caracas: Monte Ávila Editores Latinoamericana. 1994. pp. 68-69

 

Edgardo Rodríguez Juliá. (Puerto Rico, 1946). Narrador, cronista, ensayista. Catedrático de la Universidad de Puerto Rico. Autor de las novelas La renuncia del héroe Baltazar y La noche oscura del Niño Avilés.





ilustración: La columna rota.

 

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