L El
diario
de Frida Kahlo: una autobiografía del cuerpo |
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Patricia
Venti
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El cuerpo, según Waugh,1 representa incorporación y pérdida de la identidad, su extravío consiste en borrarse del discurso dominante y predestinar lo femenino a un destino institucional sin rumbo fijo. Por ello, la mujer escribe su “informe” de vida esperando la condena o absolución, lo que equivale a hablar de un estado límite que no evoca un cuerpo sólido sino una zona de pasaje en la que convergen las instancias del yo consciente de la “vigilia” (cuerpo simbólico) y del otro, el de las “pesadillas” (cuerpo imaginario). Entonces, es un cuerpo que habla de otra dimensión, una que lo atraviesa sin poder encarnarse en él.2 En último caso, el cuerpo es y ha sido un espacio donde se construyen y se combaten las nociones del orden social. El problema es entrelazar el cuerpo con la noción de sujeto y mundo. El gesto transgresor de la imagen consiste en poner en circulación un cuerpo femenino por cuya carne transita lo no convencional. La mujer, como sujeto histórico marginal, pone énfasis en un cuerpo-margen sin un destino colectivo, en otras palabras, una resistencia refractaria al canon cultural masculino. Lo corporal en Frida Kahlo se vive como trance doloroso y el sujeto hace del dolor un instrumento de autorreconocimiento.3 La violencia de las imágenes desemboca en la autoagresión, una verdadera “sodomización” de la imagen, pues la reversibilidad del cuerpo no es más que un modo de transgredir la imagen de la mujer.4 La identidad del sujeto/objeto se quebranta e incluso el límite entre adentro y afuera se torna incierto. La linealidad del relato autobiográfico se quiebra por estallidos, enigmas, etc. La diarista no se narra sino que se autorrepresenta en imágenes violentas, o de la vulnerabilidad que se asocia inmediatamente con todas las formas de lo excrementicio, el moho, lo podrido, el vómito, atacando todas las formas de vida, disolviéndolas y reflejando sobre las imágenes la llegada de la muerte. El tema del horror queda reflejado en la imagen 54 y representa el último testimonio de los estados de abyección en el interior de una representación pictórica.5 El arrebato erótico reside en destruir al ser cerrado, es decir derogar la existencia discontinua del ser. Se trata de una acción violenta, incluso de una violación a través de lo obsceno, entendiendo a este último como la perturbación que altera el estado de los cuerpos que se supone conforme con la posesión de sí mismos, con la posesión de la individualidad, firme y duradera.6 La abyección viene a significar la separación de lo humano y lo no humano. Generalmente se refiere a los desperdicios del cuerpo que el sujeto encuentra asquerosos y expulsa lejos de sí mismo. La piel, barrera y protección de lo externo, se rompe en una geografía de cicatrices. El excremento, el esputo, el menstruo, o sea, los desechos del cuerpo, son “imágenes centrales en nuestras nociones culturales/sociales construidas sobre lo horrorífico, (...) las descripciones de los desperdicios corporales amenazan al sujeto, en relación a lo simbólico, como íntegro y característico”.7 Los desperdicios se situarían al otro lado de la frontera, el lugar en el cual ya no se es: el cadáver como el elemento más extremo de la abyección. Según Julia Kristeva, lo abyecto es aquello “que perturba la identidad, el sistema, el orden. Aquello que no respeta las fronteras, las posiciones, los roles”.8 El cuerpo se ha convertido para Kahlo en el espacio donde tienen lugar los horrores más secretos, donde se proyectan las sombras más íntimas, transformándose por ello en un extraordinario icono del aborrecimiento. Los personajes que pueblan el diario viven en un mundo donde sólo la imagen de la desmembración del cuerpo es capaz de transmitir la impotencia y la desesperación del sujeto. En este sentido, la mutilación atenta contra la integridad corporal insertada en el grado cero del espacio. La pintora canaliza a través de la violencia el erotismo y en vez de producirle liberación, la lleva por el camino de la crueldad. En las láminas 44 y 45, el odio y la rabia que van surgiendo en el proceso de introspección y la acumulación de estos sentimientos violentos llevan al sujeto a un goce que se traduce en escenas siniestras de mutilación y sangre. Se explora lo grotesco, las descripciones revelan el rostro de la insólita alteridad; igualmente la pintora nos sumerge en la erotización de las ruinas, en el potencial de dolor que hay en el placer y en el placer que hay en el dolor. El homicidio está tras todo esto, hay una búsqueda y un intento de apoderarse del discurso; el desmembramiento del cuerpo no es más que la representación simbólica de la fragmentación dentro de la fragmentación. Este “desarreglo” o “troceado” pone de manifiesto un mundo demolido sin unidad física ni trascendental. El cuerpo ha dejado de ser arquitectónico, para quedar reducido a “material de construcción”. Hay en lo corpóreo un devenir intenso y progresivo de pérdida. Lo anímico y corporal se mimetizan en su obsesión por la mutilación: mutilación de su historia personal, mutilación genealógica, mutilación que se exhibe en la pérdida de unos de los sentidos: la mudez.9 De ahí que el sujeto, en las láminas 46 y 48, termine diluyéndose en un “afuera corporal”. Las imágenes nos muestran un sujeto que ya no es ni humano ni animal, la barra simbólica que separa ambos términos se ha quebrado y aparece la imagen delirante del monstruo. Se fuerza y violenta a la mujer produciéndole la muerte, surge el cadáver, la vida y la muerte comparten estos rostros, la descomposición avanza, lo inerte invade el cuerpo. La muerte infesta la vida y deja a flote la vulnerabilidad de la carne.10 En el discurso, la crueldad establece una relación entre el espacio y la imagen del cuerpo; la pintora implícita y sus personajes habitan un territorio fragmentado, donde el significado del cuerpo no aparece inmediatamente claro. Cualquier lectura está tachada, o sea que está habitada por el trazo de otra significación que se resiste a ser invocada. Sin embargo, existe un contrato entre la parte racional y el orden simbólico que le permite a la artista recrearse/representarse en el sufrimiento, aunque bajo el peligro de caer en la locura. Gilles Deleuze sostiene que hay un masoquismo formal antes que un masoquismo físico, sensual o material; y un masoquismo dramático, antes que un masoquismo moral o sentimental.11 Kahlo se sirve del fetichismo, el suspenso, la espera y la denegación, para expresar un mundo de pesadillas y fantasmas, propios del surrealismo. Las fantasías que la persiguen vienen de una inmersión en los paisajes subterráneos de su mente. El sujeto espera el placer y prevé el dolor como una condición que hace posible el arribo del goce. En el diario, la enfermedad no se detiene ante la humillación, el miedo, el asco, pues la magia del exceso se traduce en escenas de iniciación que seguramente fueron tomadas de ritos aztecas, donde bañarse de sangre y beberla son parte de un extraño rito que le confiere poder a quien lo lleva a cabo.12 El rojo es el color del deseo y del horror, del placer en la caída. El cuerpo desciende y se confronta con la “soledad ontológica”, que aparece ligada a la idea de lo abyecto, o sea, a un violento proceso de descomposición de la materia. Kahlo, en las imágenes 170 y 171, plasma la dolorosa belleza de lo atroz, reproduce un estado de intranquilidad y desasosiego, donde flotan todas las posibilidades de una pesadilla. Es un auténtico viaje a las tinieblas de la vida cotidiana, un verdadero descenso al abismo de las profundidades de la mente. Es, en definitiva, una lenta e inexorable preparación para la violencia y la muerte. Si se observa con detenimiento el cuadro El venado herido (1946), una primera aproximación muestra una serie de manidos motivos simbólicos, como el venado y las flechas. El martirio cristiano sugerido aquí, y hábilmente transportado de una figura masculina (san Sebastián) a ella misma. No es casual que del martirio del venado, o de Frida, sólo se salve la cabeza, si bien su pertenencia a un organismo herido indica un inminente final. Este cuadro tiene relación con la lámina 161, donde las flechas apuntan a las zonas más vulnerables del cuerpo desnudo de la artista, que en algún momento fueron sometidas a la intervención quirúrgica. La lágrima que cae por el rostro de la figura no es más que un símbolo que representa el sufrimiento. El desamparado es el cuerpo-roto que atrae y repele una hendidura recorrida por el deseo. Un deseo que es flujo y rizoma de un vagar errático propio de un cuerpo vaciado de sí mismo. Hay, en esa figura escindida de la lámina 124, un vagabundaje ausente de horizonte social. Por eso, existe un desborde de lo legítimo, trazándose las fronteras del Orden occidental en pos de una fisura que radica en el gesto de lo imperfecto como sucede con aquellos cuerpos estigmatizados por una cultura de clases. Por tal razón la forma del desamparo y la precariedad es invasora y múltiple, una estrategia de los guardianes y celadores del poder que marca el espacio de lo inferior y el espacio de lo superior. El cuerpo es superficie, territorio colonizado por la imagen, por las representaciones de época que lo sostienen, por los significantes que lo modelaron, por los objetos de la satisfacción que recortaron su apología de orificios... Así, el cuerpo es imagen, es carne y será cadáver para ser definitivamente Otro en el culto de la memoria o nada en un olvido irrecuperable, sin nombre en el anonimato de la historia. El cuerpo habla de mil formas, el organismo es silencioso. La imagen del cuerpo da la idea de “yo”, al organismo no se lo reconoce porque no hay un espejo que devuelva su silueta. La identidad es, así, creada en y por la imagen, pero se trata de una ficción que quiere valer como verdadera, no porque reproduzca ni restaure el pasado o cualquier identidad preexistente, sino por ofrecerse como una búsqueda de ese pasado, como un ejercicio de autocomprensión y de autoconocimiento desplegado ante otros a los que se apela, a los que se reclama una respuesta.
El texto aquí presentado es un fragmento del ensayo de Venti publicado por Letralia n. 161. Se puede tener acceso al ensayo completo en http://www.letralia.com/161/ensayo01.htm.
Patricia Venti.
(Maracaibo, 1966). Ensayista, poeta. Estudió letras en la
Universidad del Zulia y Magister en Literatura Iberoamericana en
la Universidad de Mérida. Desde 1994 vive en Europa y se
doctoró en la Universidad Complutense de Madrid (España)
en el año 2004 sobre la obra de Alejandra Pizarnik. Ha publicado
dos libros de poesía en Venezuela y colabora en diversos
periódicos y revistas internacionales. ilustración: El venado
herido.
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