Epífitas

 

Frida

 

María Antonieta Flores

 

Cien años de su nacimiento son sólo un pretexto para el homenaje, para detenerse en una mirada y un trazo que la moda, el comercio y lo banal pretenden desgastar.

Pero la permanencia de Frida Kahlo y su trascendencia vienen de su esencia creadora y comprometida con la intimidad. En los setenta comenzó el reconocimiento universal de su obra, al menos así me deja recordar mi memoria de adolescencia de aquel tiempo. La primera vez que me encontré con una de sus pinturas, El venado herido, dejó huella honda en mí. Fue gracias a una revista. Ya se estaba marcando el rumbo de la difusión de su obra en ámbitos lejanos a los de su verdadero sentir. Pero también tuve la suerte de encontrarme con ese maravilloso film de Paul Leduc: Frida, naturaleza viva, y me fui destilando poco a poco, adentrándome en su obra y su vida.

El final del siglo XX me encontró en contradicción: sorpresa, gratificación, incomodidad, molestia coexisten. La develación del secreto de un discurso único y genuino por su fidelidad a un yo lacerado e intenso, se convirtió en una espiral de consumo y comercialización.

Mujer comprometida ideológicamente con el comunismo y el totalitarismo, presa de sus contradicciones como todos y desgarrada por ellas, nunca logró que su obra expresara ese compromiso de manera exteriorista y convencional siguiendo los discursos del realismo socialista. Tampoco se impuso su nacionalismo evidente. Su obra permanece y se valora por lo más esencial: lo humano. No tuvo otra opción psíquica ni creadora, sino ser ella y volverse sujeto de su propia obra. Era lo que le demandaba su ímpetu creador y así encontró y recorrió un espacio interior que no se vinculaba con la idealización y el sueño sino con su lado oscuro y tormentoso, un espacio interior donde lo onírico evoca la pesadilla, siempre filtrado por la ironía y un humor sangriento.

Sea quizás allí, en la interioridad, donde realmente se cocine y se sirva el compromiso social y existencial, en el espacio del silencio, de la confesión del yo. No hay divisiones irreconciliables entre lo individual y lo colectivo, coexisten. Pero la pintora de la casa azul no dejó de recriminarse ante su incapacidad que el tiempo ha revelado valor, de no responder a una ideología para construir una obra creadora. Se celebra esa fidelidad al arte y no a la ideología. Lo social no se concreta en el colectivo si primero no se ha macerado en lo interior, lo demás es puesta en escena, acto público…

Cuerpo tratado con crudeza, con mirada impasible, con vivisección, fue registrando su tránsito, el paso del tiempo, los efectos del dolor y el deterioro físico. Lo arrancado, lo mutilado, lo perdido. La crónica de los días de Frida se desbordan en intensidad, en color, en inmovilidad, en insistencia de permanecer.

Sea quizás por ello, por haber elaborado en la primera mitad del siglo XX el discurso de la autorrepresentación del yo y del cuerpo femenino de manera tan feroz, que su obra se mantiene tan viva. Eso que a través de la imagen expresó, lo harían las poetas de la década del ochenta y noventa del pasado siglo y lo siguen construyendo en este siglo. Y la deuda no ha sido reconocida. Lo que las mujeres escriben al final del siglo XX y al comienzo de éste, pasó por el cedazo de una herida, de un cuerpo que caía una y otra vez, incapaz de procrear vida pero con un fuerte cordón que la hacía parir los secretos de la vida trascendente y expresarlos en su pequeña historia, pequeña y olvidable.

No sería posible esta poesía descarnada escrita por mujer sin los autorretratos e imágenes que dieron cuenta del tránsito vital de esta pintora que no tuvo miedo a declarar su dependencia absoluta al amor de un hombre. Diego Rivera en su frente. Diego escrito hasta el cansancio sin renunciar a su identidad ni a su valía. Así Frida conjuntó múltiples facetas de lo femenino, libre y sumisa, esclava y dueña. Concilió en su obra y en su vida el desgarramiento de lo femenino, su capacidad de entrega, de perdón, de sangramiento, de concavidad penetrada y hasta maltratada pero digna al reconocerse por encima de todo mujer con fuerza ancestral, sin miedo a la confesión ni al desnudo. Hécate, Kore, Perséfone estéril pero madre, Afrodita, Artemis, Atenea y miles de rostros de lo divino femenino, Oshum y Mami Watta, Coatlicue, Tonantzin, Cihuacóatl (La Llorona), Tlazoltéotl, Itzpapálotl.

Que en su obra se pueda leer el rastro arquetipal de múltiples divinidades femeninas es señal de su conexión con el inconsciente colectivo nacional y universal. Quizás para ello sirva el dolor, para ampliar la consciencia, para desquiciarla y llevarla a un nuevo orden, a un ordenado caos donde la mirada se vincula con lo visible y lo invisible.

“Por un amor/ he llorado gotitas de sangre…” escribe Gilberto Parra en “Por un amor” y en esa sabiduría de la canción popular –cuantos hilos se tienden entre este discurso y la obra de Kahlo-se abre la majestuosidad de la obra de Frida, obra femenina, de lo popular y lo culto, de lo desgarrado y de lo integrado.

Uno más, sólo un trazo torpe que la recuerda y le agradece.


fotografía: María Antonieta Flores en el Frida (Bogotá) 2007.

 

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