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Arturo Almandoz |
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A Josefina y Mabel Mundó,
Pero había más ecos en el término. En el entre siglos de las dictaduras andinas, las misias habían comandado casonas provincianas en Cumarebo, Cumaná o Valle de La Pascua, seguidas de casas de techos rojos en las céntricas parroquias caraqueñas; desde los corrales y traspatios de aquéllas, casi siempre fueron servidas por un tren de criadas, algunas de las cuales las acompañaron hasta las cocinas de sus quintas en tempranas urbanizaciones allende el centro capitalino. Como Genara o María en casa de los abuelos en San Bernardino, estas cocineras o lavanderas analfabetas peroraban, todavía a finales de los sesenta, extraños cuentos comarcanos del tiempo de Maricastaña; cuando se enredaban con las cocinas de gas o las lavadoras de rodillo recién llegadas, mascullaban palabras inauditas y rezongaban expresiones venezolanísimas, acaso ya perdidas por los diccionarios y la literatura. Siempre evocada por mamá por un temple y gracejo que no llegué a conocer, el caso de “misia Rita” – sobrina nieta del Mariscal y madre del poeta Ramos Sucre – añadía al término cierto lustre familiar que lo entroncaba con abolengo en la prosapia republicana. Con el orgulloso deleite de quien hace suyo el legado familiar del cónyuge, mamá citaba a misia Rita, por ejemplo, cuando se hablaba de un caballero de dudosa respetabilidad como “señor, porque no es señora…”; o cuando protestaba que no había que “gastar la lástima” con demasiada frecuencia... Con sus dichos rememorados y su rostro hidalgo entresacado de desvaídos retratos asomados en álbumes, Rita presidía así el retablo familiar de misias, que en vida podían ser aquellas señoras enjutas como mi abuela Trina, de expresión siempre adusta; o matronas de formas más rotundas como mi abuela Carmen, con sus cabellos canosos que todavía reproducían algo del peinado à la garçon, tan chic hasta comienzos de los años 1930. Y por más antañonas y distinguidas que fueran, siempre debían ser casadas y nunca solteras, en cuyo caso no aplicaba la denominación de misia, al menos en mi familia.
Hay una como advocación de las doñas que se volvió más urbana aún desde los sesenta: las doñitas. La asocio mucho con las señoras de la avenida Cristóbal Rojas en San Bernardino, adonde nos mudamos el día que asesinaron a J. F. Kennedy. Aunque tuvieran alguna criada o sirvienta en casa, ellas debieron lidiar directamente con los electrodomésticos que por entonces poblaban los hogares de la clase media venezolana. A diferencia de las misias y algunas doñas, las doñitas ya no sólo se ocupaban de los primores culinarios de aquella que Picón Salas evocara como “cocina romántica”, de la dulcería a las hallacas de ocasiones especiales; las doñitas tenían que ingeniárselas todos los días con el sencillo pero apurado menú para esposos que venían de ministerios y oficinas, para hijos que regresaban de los colegios y liceos. Entre licuadoras, batidoras y neveras, se apoyaron mucho en las lecciones de Ana Teresa Cifuentes, la “perfecta ama de casa”, en la televisión – aunque éste tuviera que ser visto en casa de alguna vecina, como lo hacía todavía mamá en el apartamento donde antes vivíéramos.
Pero también estaban, por supuesto, las doñitas sin carro, como mamá. Ellas tuvieron que seguir andando en los autobuses de a medio y real después, que recorrían las avenidas cada vez más congestionadas; la falta de carro las hizo permanecer, como a mí cuando las acompañaba de compras y diligencias, más cerca del centro y sus alrededores. Por ello, aunque viviéramos en el este ya modesto de San Bernardino, ese centro de Caracas, sobre todo el tramo de la avenida Urdaneta entre Pelota y Carmelitas, fue para mí el comienzo de lo urbano mismo, con toda su variedad y contrastes centenarios. Además de hurgar bisutería y cortes de telas, de hojear figurines Burda y patrones McCall para hacer vestidos que no podían adquirir en las boutiques del este, en ese centro siguieron mamá y las doñitas vecinas visitando los marchantes de granos en las inmediaciones de San Jacinto; o el negocio de Fama de América donde el café torrefacto salía todavía caliente en los empaques. Era como si trataran de rescatar usanzas y estampas de un pasado provinciano o parroquiano que las doñitas habían compartido.
Por toda esa reminiscencia quizás, cuando las doñitas se fueron mudando a otras urbanizaciones o ciudades, cuando sus familias las trasladaron a un geriátrico, o cuando finalmente mueren con el siglo, la calle entera llora; con circunspección y sabiduría, criadas de marras y sirvientas, marchantes y jardineros regresan todos para lamentar o dar pésame en formas reverenciales, inusuales en el tráfago de ciudad, no exentas de atavismos rurales. Cual humildes personajes de Salvador Garmendia, atascados en las céntricas y disminuidas parroquias de la hidra caraqueña, acaso ellos comprenden como pocos que en esa olvidada calle barrial se ha cerrado el arco temporal que, para el país de urbanización súbita, significara el tránsito de misias a doñitas. Caracas, enero 2008.
Arturo Almandoz, PhD, Post-doc. Profesor Titular, departamento de Planificación Urbana, Universidad Simón Bolívar (USB). Además de 38 artículos en revistas especializadas y 14 contribuciones en obras colectivas, es autor de 8 libros que han obtenido premios de la USB y el Municipal de Literatura (1998, 2004) en diferentes menciones investigativas, así como nacionales e internacionales. Destacan Urbanismo europeo en Caracas (1870-1940) (1997; 2006), Premio de Teoría y Crítica, IX Bienal Nacional de Arquitectura, 1998; La ciudad en el imaginario venezolano, I (2002) y II (2004), premio compartido de Teoría y Crítica de Arquitectura y Urbanismo, XIV Bienal Panamericana de Arquitectura de Quito, 2004. Editor de Planning Latin America’s Capital Cities, 1850-1950 (2002), Most Innovative Book Award 2004 sobre urbanismo español y latinoamericano, International Planning History Society (IPHS). El profesor Almandoz ha sido ponente o conferencista en más de 80 eventos nacionales e internacionales, habiendo publicado más de 50 colaboraciones divulgativas en prensa y revistas especializadas. Nivel 4 del Programa de Promoción del Investigador (PPI) desde 2007.
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