.

 

De misias a doñitas

 

 

Arturo Almandoz

 

A Josefina y Mabel Mundó,
por ellas.


1. Misia es un venezolanismo que recoge el tratamiento respetuoso a las señoras de edad avanzada, generalmente nacidas en el siglo XIX, que en la primera mitad del XX eran vistas con reverencia por descendientes y parientes. “Misia Trina” solía llamar mamá y su familia a mi abuela paterna, mientras papá y la suya se referían a “misia Carmen” en respetuosa contraparte. Como arrastrando algo de los encorsetados trajes de tafetán y seda que seguramente vistió la misia Jacinta de Crespo, algo de esa pompa decimonónica resonó siempre para mí en aquel tratamiento interfamiliar, aunque mis abuelas fueran matronas de clase media, ataviadas de manera más modesta y secular, por supuesto. Si acaso la hubo, de aquella elegancia novecentista sólo alcancé a ver, en mi infancia a comienzos de los sesenta, los sombreros velados, las estolas de marta y los luengos guantes de satén o raso, clausurados ya en los mostrencos escaparates con marquetería en caoba.

Pero había más ecos en el término. En el entre siglos de las dictaduras andinas, las misias habían comandado casonas provincianas en Cumarebo, Cumaná o Valle de La Pascua, seguidas de casas de techos rojos en las céntricas parroquias caraqueñas; desde los corrales y traspatios de aquéllas, casi siempre fueron servidas por un tren de criadas, algunas de las cuales las acompañaron hasta las cocinas de sus quintas en tempranas urbanizaciones allende el centro capitalino. Como Genara o María en casa de los abuelos en San Bernardino, estas cocineras o lavanderas analfabetas peroraban, todavía a finales de los sesenta, extraños cuentos comarcanos del tiempo de Maricastaña; cuando se enredaban con las cocinas de gas o las lavadoras de rodillo recién llegadas, mascullaban palabras inauditas y rezongaban expresiones venezolanísimas, acaso ya perdidas por los diccionarios y la literatura.

Siempre evocada por mamá por un temple y gracejo que no llegué a conocer, el caso de “misia Rita” – sobrina nieta del Mariscal y madre del poeta Ramos Sucre – añadía al término cierto lustre familiar que lo entroncaba con abolengo en la prosapia republicana. Con el orgulloso deleite de quien hace suyo el legado familiar del cónyuge, mamá citaba a misia Rita, por ejemplo, cuando se hablaba de un caballero de dudosa respetabilidad como “señor, porque no es señora…”; o cuando protestaba que no había que “gastar la lástima” con demasiada frecuencia... Con sus dichos rememorados y su rostro hidalgo entresacado de desvaídos retratos asomados en álbumes, Rita presidía así el retablo familiar de misias, que en vida podían ser aquellas señoras enjutas como mi abuela Trina, de expresión siempre adusta; o matronas de formas más rotundas como mi abuela Carmen, con sus cabellos canosos que todavía reproducían algo del peinado à la garçon, tan chic hasta comienzos de los años 1930. Y por más antañonas y distinguidas que fueran, siempre debían ser casadas y nunca solteras, en cuyo caso no aplicaba la denominación de misia, al menos en mi familia.


2. Hijas las más de ellas de las misias de entre siglos, las doñas tuvieron casi siempre una connotación más urbana y secular; muchas misias de provincia pasaron de hecho a ser doñas de ciudad, mientras que, a la partida de éstas, algunas señoras más humildes, o incluso criadas de marras, heredaron el ña en sus pueblos respectivos. Las doñas urbanas no sólo se ocuparon más en los quehaceres domésticos, tal como imponía el agitado estilo de vida de la clase media engrosada después del gomecismo, sino que también tuvieron que salir con más frecuencia a hacer diligencias en una Caracas expansiva y en trance de segregación. Como lo hicieran las misias en la Bella Época, las doñas siguieron presidiendo los femeniles cortejos familiares hasta las grandes tiendas del centro para las compras de ocasiones especiales, desde los regalos de boda en la casa Gathmann o las joyerías Unidas, hasta los trousseaux en La compagnie française; pero también menudeaban ahora por El tesoro escondido y La linda, en la Casa Toledo y el Bazar Caracas, buscando telas y mercería, pastillaje o mantelería para el oficio de costureras o reposteras que tuvieran que asumir desde sus casas, sobre todo en épocas de privaciones. Con el tren de servidumbre reducido, las doñas fueron asumiendo algunas de las compras que criadas y sirvientas otrora hicieran como mandados, por lo que pudo vérseles cada vez más, desde los años 1940, en bodegas y abastos, panaderías y pastelerías de las nuevas urbanizaciones de clase media.

Hay una como advocación de las doñas que se volvió más urbana aún desde los sesenta: las doñitas. La asocio mucho con las señoras de la avenida Cristóbal Rojas en San Bernardino, adonde nos mudamos el día que asesinaron a J. F. Kennedy. Aunque tuvieran alguna criada o sirvienta en casa, ellas debieron lidiar directamente con los electrodomésticos que por entonces poblaban los hogares de la clase media venezolana. A diferencia de las misias y algunas doñas, las doñitas ya no sólo se ocupaban de los primores culinarios de aquella que Picón Salas evocara como “cocina romántica”, de la dulcería a las hallacas de ocasiones especiales; las doñitas tenían que ingeniárselas todos los días con el sencillo pero apurado menú para esposos que venían de ministerios y oficinas, para hijos que regresaban de los colegios y liceos. Entre licuadoras, batidoras y neveras, se apoyaron mucho en las lecciones de Ana Teresa Cifuentes, la “perfecta ama de casa”, en la televisión – aunque éste tuviera que ser visto en casa de alguna vecina, como lo hacía todavía mamá en el apartamento donde antes vivíéramos.


3. También las doñitas disfrutaron de más movilidad a través de la ciudad. Ejecutivos de petroleras o grandes compañías, sus esposos les regalaban desde amplias camionetas Ford hasta compactos Fiat o Renault; un Mercedes más bien en los casos de señoras, como mis tías, de postinudas urbanizaciones del este caraqueño, de La Florida a Altamira. Aunque no fueran avezadas conductoras, en sus carros no sólo iban a los primeros supermercados y recogían a los hijos en los colegios, sino que también recorrían las avenidas Andrés Bello, Francisco de Miranda y Libertador, entre otras que acababa de legar aquel Pérez Jiménez fugado, pero que tanto mentaban todavía en tertulias familiares; se adentraban en urbanizaciones lejanas, como Santa Cecilia, Las Mercedes o La Trinidad, para llevar a los hijos a piñatas, clubes o verbenas. También se invitaban unas a otras para visitar las nuevas boutiques de la Casanova, Sabana Grande o Chacaíto, o para tardes de canasta, póquer o rummy, mientras los esposos jugaban dominó o cerraban negocios en restaurantes cada vez más numerosos y sofisticados. Las doñitas con carro tenían algo del way of life de las señoras suburbanas, como Lucy Ball o Doris Day, en películas y series norteamericanas que transmitían por televisión en horario vespertino.

Pero también estaban, por supuesto, las doñitas sin carro, como mamá. Ellas tuvieron que seguir andando en los autobuses de a medio y real después, que recorrían las avenidas cada vez más congestionadas; la falta de carro las hizo permanecer, como a mí cuando las acompañaba de compras y diligencias, más cerca del centro y sus alrededores. Por ello, aunque viviéramos en el este ya modesto de San Bernardino, ese centro de Caracas, sobre todo el tramo de la avenida Urdaneta entre Pelota y Carmelitas, fue para mí el comienzo de lo urbano mismo, con toda su variedad y contrastes centenarios. Además de hurgar bisutería y cortes de telas, de hojear figurines Burda y patrones McCall para hacer vestidos que no podían adquirir en las boutiques del este, en ese centro siguieron mamá y las doñitas vecinas visitando los marchantes de granos en las inmediaciones de San Jacinto; o el negocio de Fama de América donde el café torrefacto salía todavía caliente en los empaques. Era como si trataran de rescatar usanzas y estampas de un pasado provinciano o parroquiano que las doñitas habían compartido.


4. Algo de aquel pasado de casonas solariegas, de la herencia hacendosa de misias y doñas de entre siglos, hablaba todavía en la relación de las doñitas con los jardineros y los marchantes que, cada vez más esporádicos desde los setenta, venían a ofrecer servicios a las puertas, así como asomaba en el trato con la servidumbre que ya no pernoctaba en las casas, sino venía sólo por jornadas a destajo. Como conjurando el pasado femenil y telúrico de la Venezuela rural de Maricastaña, las doñitas siguieron siendo llamadas así entre vecinos y habituales de la “cuadra” – otra reminiscencia del damero central y parroquiano – la cual era oficialmente una “avenida”; ninguno de los dos títulos refleja, por cierto, ni la morfología ni la realidad de la calle anodina de San Bernardino donde todavía vivo.

Por toda esa reminiscencia quizás, cuando las doñitas se fueron mudando a otras urbanizaciones o ciudades, cuando sus familias las trasladaron a un geriátrico, o cuando finalmente mueren con el siglo, la calle entera llora; con circunspección y sabiduría, criadas de marras y sirvientas, marchantes y jardineros regresan todos para lamentar o dar pésame en formas reverenciales, inusuales en el tráfago de ciudad, no exentas de atavismos rurales. Cual humildes personajes de Salvador Garmendia, atascados en las céntricas y disminuidas parroquias de la hidra caraqueña, acaso ellos comprenden como pocos que en esa olvidada calle barrial se ha cerrado el arco temporal que, para el país de urbanización súbita, significara el tránsito de misias a doñitas.

Caracas, enero 2008.

 

 

Arturo Almandoz, PhD, Post-doc. Profesor Titular, departamento de Planificación Urbana, Universidad Simón Bolívar (USB). Además de 38 artículos en revistas especializadas y 14 contribuciones en obras colectivas, es autor de 8 libros que han obtenido premios de la USB y el Municipal de Literatura (1998, 2004) en diferentes menciones investigativas, así como nacionales e internacionales. Destacan Urbanismo europeo en Caracas (1870-1940) (1997; 2006), Premio de Teoría y Crítica, IX Bienal Nacional de Arquitectura, 1998; La ciudad en el imaginario venezolano, I (2002) y II (2004), premio compartido de Teoría y Crítica de Arquitectura y Urbanismo, XIV Bienal Panamericana de Arquitectura de Quito, 2004. Editor de Planning Latin America’s Capital Cities, 1850-1950 (2002), Most Innovative Book Award 2004 sobre urbanismo español y latinoamericano, International Planning History Society (IPHS). El profesor Almandoz ha sido ponente o conferencista en más de 80 eventos nacionales e internacionales, habiendo publicado más de 50 colaboraciones divulgativas en prensa y revistas especializadas. Nivel 4 del Programa de Promoción del Investigador (PPI) desde 2007.


fotografía: "Rita Sucre de Ramos. Archivo familia Almandoz Ramos". Cortesía del autor


Home