Epífitas |
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María Antonieta Flores |
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Adriano González León (1931-2008), seguramente advertido por alguna musa piadosa, ha partido y nos ha dejado más huérfanos. Estaba en un momento estelar creativo. Su último proyecto no lo aguardó: la edición de una selección de sus columnas que publicaba en el tradicional diario caraqueño El Nacional (www.el-nacional.com para la versión on line) todos los jueves. Entre la imaginación y la realidad, ciudadano. Hombre de izquierda, democrático y dialogante. Palabra acerada que no se curvaba y que, cuando era necesario, decía sin ambages lo que tenía que decir. Palabra que acompañaba los días cotidianos. Palabra contenida y desbordada, erguida en la ebriedad dionisiaca. Frente a lo incontestable y definitivo que se vuelve su partida y ante las múltiples palabras en su honor, las diatribas, las rememoraciones y los lamentos, queda aferrarse serenamente a lo que su presencia y su palabra han dejado como herencia. Este acto de simple consuelo y de justo reconocimietno no deja de cruzar el puente de las imprecisiones, puente que se tiende en el dolor. Uno esboza una respuesta para el alivio y porque, aunque de una manera u otra, todos lo sepamos, para el alma no deja de ser útil verbalizar el sentido de su presencia. Quizás lo primero que hay que señalar como legado es la intensidad en el vivir, su compromiso ardiente con lo vital en todos sus ámbitos, compromiso sólo posible gracias a la pasión y la fe plena en la palabra. Su culto a la ebriedad, ese estado sagrado que vincula con realidades oscuras y solemnes, fue su otro aporte para los seres humanos que están atrapados en una época desasosegada y que privilegia lo falso, lo banal y lo ligth. En el siglo XXI, tan perfecto y correcto, tan saludable, Adriano seguía, dionisiácamente, burlándose de las máscaras. No es casual que en estos días en algún obituario se asentara con justicia un ¡salud! Adriano ascendió y descendió, sufriente y gozoso, bajo el signo de la tragedia y la pérdida: desmembrado por las fuerzas de la realidad y de la imaginación, pero siempre preservando su voz y su bonhomía. Lo persiguió la idea de que era autor de un solo libro, País portátil, y que no había escrito más, idea que en este comienzo de siglo se fue disipando, pero apenas disipando. Ahora que ya no está y que se puede ser generoso con el ausente, se reconoce públicamente el hecho de su palabra permanente. No sólo escribió mucho sino que cuando hablaba, escribía. Escritura de carne y voz, tanto en el sentido de evocar la belleza como en el de invocador de la memoria. Sus imágenes quedaban y quedan resonando. Para muchos será inevitable recordarlo cuando llueva… un hombre que lloraba hablando de la lluvia, seguramente tocado por la divinidad azteca. Otra verdad que se le negó fue su condición de poeta, tal vez porque él mismo, sabedor y respetuoso del poder de la Poesía, publicó tardíamente en los noventa sus textos poéticos (De ramas y secretos, Huesos de mis huesos y Cosas sueltas y secretas), y tal vez porque la crítica tampoco supo leerlo con entereza. Damas es un libro compuesto por poemas en prosa, como así también lo fueron muchas de sus crónicas. No era sólo una voz lírica, Adriano es un poeta. Quizás consideró que la poesía era la voz de la madurez y no nos ofreció sus poemas sino cuando consideró que era tiempo, o simplemente cuando tocaba. Nadie establece el tiempo de la palabra, sólo ella. Liberal, absolutamente, en su escritura ya marcada por el tiempo y la distancia en la mirada que ha bebido mucho, en sus últimos escritos convivían todos los géneros. Siempre bajo el signo del rigor. Vacilador, caribeño y andino, abierto y cerrado, conjuntador de opuestos, habitante de lo popular y lo culto, de lo oral y de lo escritural, andará libre de ataduras, con su travesura de duende y de conjurador de misterios, para que sigamos siendo un poco más humanos y más humildes cuando lo evoquemos.
fotografía: marzo 2007. Las Mercedes. Caracas. maría antonieta flores. |