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Carta de amor a Venezuela
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Jotamario Arbeláez |
Nunca me volví a afeitar la mejilla donde me besó Irene Sáez al terminar mi conferencia en la Torre Consolidada durante su alcaldía de Chacao, ni me he vuelto a lavar la mano con que sobé en su momento el anillo de mi prometida. Porque una de las novias más bellas que me ha puesto la vida por delante es venezolana. Si uno es de donde nace, de donde se hace o de donde hace el amor, reconozco que soy medio venezolano, caraqueño por lo menos de la cintura para abajo. Esa niña que me deparó el Orinoco me dijo que me esperaría eternamente, hasta que la muerte nos despida o la diplomacia nos reúna. De todas formas, no me gustaría que nuestra próxima luna de miel fuera en la residencia de la embajada, donde pernocto por cortesía de mi compañero de bachillerato y actual embajador Suárez Melo, pues me sentiría opacado por los que tiran desde afuera, “aunque sin intención de matar”, como declaró en frase célebre el embajador Gerbasi Para ahondar el conflicto, algunos de mis mejores amigos en la tierra y en el aire y en el agua son venezolanos –y más adelante se comprenderá por qué me abstengo de mencionar la palabra fuego-, porque me han tolerado destapando con los dientes botellas de whisky en sus casas, porque me han regalado premios de literatura, porque son mejores escritores que la mayoría de mis rivales domésticos. Cada vez que llego a Caracas encuentro el Paraíso con las piernas cruzadas y, además de depositar mis poemas en tantos oídos, soy todo oídos para poemas y besos, que son lo mismo, y deduzco que ser invitado es mejor que llegar a tiempo. Desde los años sesenta descubrimos en Venezuela ese milagro de la expresión contestataria, con toda la violencia del humor pérfido y una confrontación carnicera, que fue el grupo Techo de la Ballena. Los nadaístas colombianos nos hermanamos de inmediato con los postulados de estos terroristas del magma, pero existió la gran diferencia de que nuestro amor por la revolución no resistía la violencia de un puñetazo, por las influencias apaciguantes del Zenbudismo y Krishnamurti, de Aurobindo y Lanza del Vasto. O sea que éramos unos anarquistas aterrorizados con nuestras propias bombas de helio. Preferimos hacer uso de nuestra letal literatura bacteriológica, esa que nuestros académicos de la lengua viperina bautizaron como “literatura de alcantarilla”. Por eso, después del homenaje binacional que nos hizo el pueblo de Venezuela (en 1997) al reunirnos en tres ciudades a integrantes del Techo de la Ballena y del Nadaísmo, no para cantarnos la tabla con parlamentos patrioteros, sino para descalificar a quienes de alguna forma buscan sembrar la cizaña binacional, me es tan placentero que se me invite a manteles líricos, en esta Feria Internacional del Libro de Bogotá, con los grandes escritores venezolanos Salvador Garmendia y Antonio López Ortega, Enrique Hernández D’Jesús y Stefania Mosca, Gonzalo Ramírez, José Balza, Rafael Arraíz Luca y Juan Calzadilla, y mis compas patriotas Juan Manuel Roca, R.H. Moreno-Durán, Héctor Abad Faciolince, Darío Jaramillo Agudelo, María Mercedes Carranza y Juan Gustavo Cobo Borda, en cruce de cartas de amor, situación que aprovecho para declarar mi fidelidad a Venezuela en pleno, ya que la novia que me juró amor eterno y fidelidad relativa acaba de contraer matrimonio. De la carta que me correspondió leer al oído de Hernández D’Jesús transcribo unos párrafos: Por aquí se rumora que hay sectores interesados en crear un conflicto bélico entre nuestro par de países, que no serán los mejores del mundo pero son los nuestros y con eso nos basta. Y no son únicamente los vendedores de armas ni los expertos con el gatillo. Una guerra resuelve los problemas internos y organiza como un solo hombre a toda la población –incluidas guerrilla y contraguerrilla,- contra el enemigo exterior. En tal caso, amigo querido, nos tocará volver a vernos en la frontera, pero ya no para tomarnos todos los whiskys en las rocas del mundo, evocando a los comunes bienamados Fernando Arbeláez y Vicente Gerbasi, Gonzalo Arango y Carlos Contramaestre, sino para darnos físicamente bala, desde las dos orillas del río Arauca. Confieso que si llegara a pasar, mi querido viejo, arrojaría mi fusil con todo mi patriotismo a las aguas, y atravesaría a nado el río desafiando el fuego cruzado para darte un abrazo. Porque ¿cuándo se ha visto que un poeta levante la mano contra otro poeta? ¡Ser necesitaría ser muy hijoeputa! El sólo conocimiento de esta determinación, de ser detectada por los servicios de inteligencia del estado, daría pie para que me tildaran de desertor, y hasta me condujeran al paredón. Yo sería feliz muriendo como La Pola, pero considero que todavía tengo mucha polas por tomar, antes de que el establecimiento me pase la cuenta… (Nota: No sé bien si en Caracas se sepa que aquí a la cerveza la llamamos pola y estén bien enterados del sacrificio de Policarpa. El hecho es que en este país, tan rico en narcóticos, nuestra heroína es la pola.) Continúo diciéndote que te amo, pues este término no incluye las connotaciones eróticas que le aplican muchas personas, incluido tú mismo cuando estás sobrio. Recuerdo las palabras de Rilke a un amigo que viajaba a París: “Si ves a Jean Cocteau, dile que lo amo. Que de su presencia se regresa quemado, como de la orilla del mar.” Y no creo que el feúcho de Rainer Maria, tan exitoso con princesas, pretendiera emular con el cinematográfico Jean Marais. Aunque hay que hacer alto honor a nuestros amigos poetas maricas, que con la fuerza de sus mantras tibetanos se opusieron al avance de su propio imperio sobre pequeños países por avasallar y detuvieron el combate de pelotones policiales armados de los cascos a las pezuñas contra marchas pacíficas de jóvenes trabados y floridos en Norteamérica. Me refiero a nuestro bienadorado profeta beatnik Allen Ginsberg, quien acaba de caer de bruces contra la blanda tierra, sobre la que tantas veces se acostó boca abajo de buena gana. Con todo respeto, creo que lo heredó todo de Whitman, el verso tan amplio como el chiquito, con la diferencia de que si el uno fue el cantor de la democracia, el otro se propuso deponer, una a una, sobre todas las estrellas de los Estados Unidos. Embajadores de esos, así hayan sido cónsules de Sodoma, son lo que necesitan nuestros países.
(Texto publicado en el libro Correspondencia Íntima
entre Colombia y Venezuela, 1997-1998-1999. Bogotá: Embajada
de la República Bolivariana de Venezuela, Centro Venezolano de
Cultura, Convenio Andrés Bello y Ediciones Arte Dos Gráfico,
2000)
Jotamario Arbeláez. (Cali, Colombia, 1940). Poeta, ensayista, articulista, publicista. Ha publicado: El profeta en su casa (1966), El libro rojo de rojas (1970) en coautoría con Elmo Valencia, Mi reino por este mundo (1981), La casa de la memoria (1985), El espíritu erótico (1990) junto al pintor Fernando Guinard, El cuerpo de ella (1999, 2000), Nada es para siempre. Antimemorias de un Nadaísta (2002), Santa Librada College (2007). En 1980 obtuvo el Premio Nacional de Poesía Oveja Negra y Golpe de Dados, con Mi reino por este mundo (1981). En 1985 ganó el Premio Nacional de Poesía Colcultura con La casa de la memoria y en 1999 el Premio Nacional de Poesía del Instituto Distrital de Cultura y Turismo, con El cuerpo de ella, 2000. En el cautivo n. 27 (abril 2007) aparece un artículo suyo sobre Gabriel García Márquez. |