.Crónica |
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Arturo Almandoz |
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1. Muchos de ellos engrosaron la diáspora europea de la segunda posguerra. Aunque habían comenzado a llegar antes, con las políticas inmigratorias de López Contreras y Medina Angarita, los más de los musiúes arribaron a los atractivos puertos y ciudades de la Venezuela de Pérez Jiménez, con quien siempre mantuvieron una soterrada identificación. Los que habían salido de las grandes ciudades bombardeadas y devastadas conocían, por supuesto, la urbanidad y los servicios que los venezolanos todavía asociaban con el desteñido refinamiento del Viejo Mundo. Pero muchos otros vinieron de sus provincias remotas, de sus villorrios parroquianos, a vivir por vez primera en ciudad en las bullentes capitales venezolanas de los cincuenta, en esas que Briceño Iragorry llamara las “ferias de vana alegría” de la modernización y el consumismo a rajatabla. Picón Salas los vio andar como paletos por algunas esquinas de la capital petrolera, absortos seguramente con el Centro Simón Bolívar y otros rascacielos del furor constructivo al que prestarían su mano de obra. Con sus vallas de neón y sus primeras boutiques, la avenida Urdaneta o la calle Lincoln pronto les hicieron olvidar las acartonadas cúpulas de la Gran Vía madrileña, la incesante pero empobrecida muchedumbre de las ramblas; del pasaje Zingg a Chacaíto y Las Mercedes, nuestros primeros centros comerciales les hicieron creer que superaban el vetusto esplendor de la galería Vittorio Emanuele o de las primeras arcadas que, si acaso, habían recorrido en Nápoles o Bilbao, en Lisboa o La Coruña. Como en un prodigioso contraste de modernidad, en Venezuela conocieron las neveras y los televisores, visitaron los palacios de cine y manejaron sus primeros carros; quizás por ello siempre conservarían de nuestra tierra la imagen moderna y progresista, paraíso tropical que les había provisto de confort y sofisticación, aunque décadas más tarde el país rezagado no pudiera ni compararse con la bonanza de la Europa comunitaria que los reclamaría a través de sus descendientes, pero a la que muchos de ellos se negaron a volver.
Entre los muchos oficios que los inmigrantes europeos asumieron estuvo la barbería. Creo que todo venezolano, hasta el más humilde, puede presumir de un buen corte pelo, gracias en parte a esa herencia que los barberos europeos, sobre todo los italianos, supieron transmitir, al igual que lo hicieran en otras partes del mundo. Anunciados con la característica barra de torneadas franjas blancas y rojas, sus rutilantes negocios aparecieron en aquellos distritos residenciales y comerciales a los que llegaron con sus familias: La Candelaria y San Bernardino, Sabana Grande y Bello Monte, entre las zonas cuyas barberías recuerdo haber visitado. Los amplios espejos biselados y las altas poltronas de cerámica y semi-cuero rojo son parte de un mobiliario que ha acompañado la escucha de las fragmentadas historias de mis barberos europeos de la edad adulta, que son a un tiempo la historia de sus países y del nuestro.
El metro aumentó y diversificó la clientela en los ochenta. A partir de 1983 venía más gente del oeste caraqueño a comprar en el recién inaugurado bulevar, aprovechando para cortarse el pelo en aquellos locales que, algo obsoletos ya, eran más baratos que las peluquerías unisex de los centros comerciales; también los gays los frecuentaban de manera más notoria, introduciendo en aquellas barberías pintorescas el desenfado con que habían hecho suya la Sabana Grande bohemia. Pero ya para los noventa comenzaron a notar Giovanni y el señor Montes que los distinguidos clientes tradicionales menudeaban en sus respectivos negocios, porque rara vez venían por aquel distrito en franco deterioro. El tráfico y la distancia eran las excusas que les daban cuando aparecían más bien a saludar, mientras la inmundicia, la buhonería y la delincuencia invadían las elegantes calles de otrora.
Por su parte, con su clientela disminuida y los ingresos mermados, el señor Montes, sin pensión de ningún tipo tampoco, se quejaba de la zona insegura y sucia, de los buhoneros que defecaban y orinaban en las inmediaciones, de aquellas improvisadas cuadrillas de franelas rojas que, más que barrer, parecían ensuciar las aceras... Como tantos otros locales de la zona, un día hubo de pactar con un miembro de la población informal e invasora: arrellanada en un taburete frente a una mesa de plástico y unos auriculares cableados, la sedicente y procaz “telefonera” significaba el “rebusque”, como me confesó un día el barbero gallego, para no tener que cerrar el local en el que había laborado por más de cincuenta años. Caracas, febrero 2008
Arturo Almandoz, PhD, Post-doc. Profesor Titular, departamento de Planificación Urbana, Universidad Simón Bolívar (USB). Además de 38 artículos en revistas especializadas y 14 contribuciones en obras colectivas, es autor de 8 libros que han obtenido premios de la USB y el Municipal de Literatura (1998, 2004) en diferentes menciones investigativas, así como nacionales e internacionales. Destacan Urbanismo europeo en Caracas (1870-1940) (1997; 2006), Premio de Teoría y Crítica, IX Bienal Nacional de Arquitectura, 1998; La ciudad en el imaginario venezolano, I (2002) y II (2004), premio compartido de Teoría y Crítica de Arquitectura y Urbanismo, XIV Bienal Panamericana de Arquitectura de Quito, 2004. Editor de Planning Latin America’s Capital Cities, 1850-1950 (2002), Most Innovative Book Award 2004 sobre urbanismo español y latinoamericano, International Planning History Society (IPHS). El profesor Almandoz ha sido ponente o conferencista en más de 80 eventos nacionales e internacionales, habiendo publicado más de 50 colaboraciones divulgativas en prensa y revistas especializadas. Nivel 4 del Programa de Promoción del Investigador (PPI) desde 2007.
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