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Fanor Téllez |
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Santiago Molina (Juigalpa, 13 de mayo de 1958) emerge en la segunda mitad de los años setenta, y cronológicamente con Fernando Antonio Silva, Alejandro Bravo, Karla Sánchez y Juan Chow pertenece a esta generación, la más inmediata al fenómeno revolucionario del setenta y nueve. Coincidió con la mayoría de aquéllos en León como estudiante universitario, con una vocación definida por la poesía y dentro de un contexto de intercambio de experiencias, lecturas, informaciones y amistades indelebles con los poetas inmediatos, mediatos y remotos, vivos y accesibles, pues en esos días había y se cultivaba aún una saludable y cordial comunicación poet to poet, que permitía escudriñar puntos de vista para coincidir o diverger sin rencillas ni agravios que no pudieran deshacerse, es decir, éramos usuarios de una aprovechable y nutricia interacción generacional que posibilitó o facilitó puntos de orientación y discernimiento y la conciencia de estar involucrados todos en un trabajo de interés común, sin afectar la singularidad formal y el aporte propio. Por ese entonces componía poemas que ya asomaban su mundo simbólico, paisajes traídos por la nostalgia de su país extraño o de su sueño, el otoño y su diluvio de hojas doradas, la nieve, espantapájaros, la luz, atmósferas que eran verdaderas alusiones a pinturas o libros o músicas, los cometas y los espantapájaros, poemas que poco después llamaron la atención de José Coronel Urtecho. Entonces su mirada de muchacho de diecisiete años ya miraba lo que iba a mirar en tan diversos pueblos y ciudades, estaciones y parajes, es decir, previó lo que iba a ver. Y su palabra predecía lo que iba a decir. De modo que eran verdaderas memorias anticipadas, memoria de lo que aún no había vivido, pero que iba a vivir y a escribir, y que ahora leemos y leo con atención admirada por su acendrada calidad, tanta que ya no me parece, sino que lo reconozco entre los buenos o mejores poetas de este país. Tardes de Epifanía (1997), Cuaderno de las Afueras (2000) y Llama Donante o su equivalente en francés Soir Brulé (2002) constituyen su obra poética, con tirajes artesanales de treinta ejemplares el primero, quince ejemplares numerados el segundo y por desidia sin registro de cantidad el tercero. Esta actitud paradójica de publicar pero no difundir, para sólo ceder su poesía en un ámbito de quantum selectivo, extrema la que de sí decía tener CMR, quien imprimió y le imprimieron con su acuerdo ediciones de más de mil ejemplares, pero aun así solía hacer correr copias de sus poemas entre amigos, a la manera de los poetas del Siglo de Oro, que a su vez hacían otras que regalaban a otros amigos, provocando un encadenamiento de actos difusores de la obra. En Molina, temperamento huraño y crítico, más allá de la precaria o favorable situación que en las estructuras mundanas pueda tener el escritor y de sus esfuerzos grandes o pequeños, eficaces o inútiles por publicar bajo sellos prestigiosos, lo que más importa es una perspectiva puramente genésica; producir la obra, darle su realidad de fenómeno cultural en el tiempo y en el espacio, así en breves ediciones, y descansar confiado en el poder que el signo tiene por sí mismo de llegar a su destino final, sin publicidad a ultranza, al margen del mercadeo de la obra como producto rentable, al margen de la ley de derechos de autor, al margen de esa ridícula y risible fanfarria que es la voluntad de fama. Estas ediciones privadas, domésticas, de artesano, que recuerdan otras actividades productivas como las del vino de la tierra o del pan hecho en casa, ponen de manifiesto una resistencia, por rigor y escepticismo, contra aquellas distracciones del siglo, que son en realidad los usos de un sistema que tiende a confundir lo bueno con lo malo y lo mediocre en la burbujeante olla del encantamiento propagandístico, frente al que practica una conducta de no adepción y de secreto, análoga a la de los poetas disidentes de la Europa Oriental del S. XX, pues no de otro modo pueden considerarse sus cuantitativamente mínimas ediciones. Resistencia sí, pero también el señalamiento de un camino para quienes fuera de juego del empresariado editorial tienen por mejor vía este tipo de iniciativa impresora, más al ras humano, más paciente con la maduración y buena calidad del producto. El trabajo artífice de Molina no está menos relacionado con su reticencia para publicar y más radicalmente para difundir. El proceso de interrumpir o abandonar la obra, de retomarla y corregir de manera que en el constante mudar del texto, la escritura misma constituye una empresa de transformación y de reforma personal, obedecen no a un concepto esteticista de la obra, sino a la asunción, desde una perspectiva existencial, de su ser y estar en el mundo. Un concepto dinámico de la construcción del texto por una parte, y un concepto dinámico de la construcción de sí mismo por otra, pero ambos unidos en una sola actividad cognoscitiva y operativa, en el signo escrito. Convierte el espacio escritural en el punto necesario de relación con el mundo y consigo mismo, y el único en que construir, no reflejar, su imago mundi o bien su imago homini, pues en el discurso el hombre es el mundo y el mundo es el hombre, uno dice al otro y entre sí vencen al abismo, al vacío, al caos. De corrección en corrección, de mutación en mutación, el artífice transforma el discurso y éste a su vez al regresar de su trabajo ya no es el mismo, hay una alquimia verbal, hay también una ética y una estética. Una paciencia que es rigor y hondura pero sin llegar al oscurecimiento o a la opacidad del sentido, que disminuye el acceso a la obra, a menudo consecuencia de este trabajo, como reconoce Paul Valery en su prefacio a El cementerio marino, analizado e interpretado por Gustave Cohen, y todo el proceso en clima de secreto como Salomón de la Selva decía de su propio ars. Arte que exige concentración, pero en Molina la concentración no lleva a la reducción como aquella en que Beltrán Morales --tan dotado como fue para la expansión textual-- se autoinmolaba configurando una verbalización esquelética. La prodigalidad verbal es una característica de la poesía de Molina, y la concentración actúa más bien como contención, hasta decir lo que debe decir, sin cribar de vacíos el texto ni impedir su fuerza centrífuga que incluye los elementos enriquecedores de su vivencia o suma de vivencias, la actividad imaginaria y la reflexividad suscitadora del objeto inteligible. En este discurso el dispositivo transfigurador de la memoria y la percepción de la información sensorial inmediata convierten el cuerpo en instrumento de conocimiento de la realidad empírica y del interior espiritual o sicológico, asociados de tan graciosa y compleja manera que su sintaxis adquiere una tensión eficaz y elocuencia de variada tonalidad persuasiva, que rehuye lo grandílocuo o altisonante, aun cuando la experiencia verbal se relaciona con lo espectacular telúrico o cósmico. Así la escritura actúa como un atemperador del torrente discursivo sin empobrecer su intensidad y riqueza. La contención, en Molina es una armonización de fuerzas y poderes en la acción de entretejer el texto. Ello permite al hablante romper la linealidad anecdótica del poema, cuando los versos en la repetición anafórica expanden dentro de sus propias unidades resonancias y connotaciones con direcciones diversas, o bien cuando del hecho directo, sin solución de continuidad, pasa a un plano puramente interior en el que la imagen --memoria o sueño-- actúa como reflexión que se distancia de las acciones inmediatas. En el poema “Horario”, hablando de su gata, el hablante dice: “Le sirvo su tazón de Friskies, preparo, el café/ y me pongo a leer y escribir/ o subo apoyándome en el lento ahora/ por los peldaños apolillados del ayer/ donde siempre hay una mujer/ desnuda bajando la escalera/ que pasa a mi lado sin reconocerme/ alejándose de mis palabras, descoloridas/ guirnaldas que ya no saben celebrar/ desde este aquí distante/ cómo nos llamábamos/ a través del eco de las estaciones/ en aquella edad concreta y posible/ que tenía su ciudad soleada o lluviosa/ con sus alrededores labrados o baldíos según los meses/ sus vencejos que volvían en las fechas precisas. Hay pues una interacción de la anécdota y de la situación significativa, que se entrelazan en un solo desarrollo temporal para realizar la unidad formal del poema y hacer emerger el sentido no del enunciado, sino de la enunciación del mismo. Relata un hábito, una historia, para pasar a decir muchas otras cosas ligadas a una memoria, el desgaste, el olvido, la existencia misma en la que irrumpe la conciencia de su temporalidad, que es el sentido implícito emergiendo contra los interruptores o la anestesia de la vida ordinaria. La actitud que formaliza esta escritura no es la de acopiar los datos inmediatos de la realidad empírica por puro placer registral y acumulativo. Su mirada es la del intelecto ante la vida cotidiana, o la de ver intelectualmente los hechos cotidianos. Y hay una hábil apropiación de recursos del exteriorismo, que se traduce en el aprovechamiento de la objetividad mundana, pero la visión inicial y el producto de su arte están a leguas del exteriorismo. Aquí todo pasa por el tamiz de la mirada reflexiva, por una valoración de lo habitual y común para constituirle transparencia a la cosa opaca o inteligibilidad a lo puramente objetivo del mundo. La referencia, la cita expresa, el libro, el cuadro, los epígrafes, las músicas, es lo que proviene de lo intelectual para mezclarse habitualmente con la vida cotidiana y funcionar a ras de ella como parte de su naturaleza ordinaria, pero es también lo cotidiano insertándose en el nivel intelectual, para tornarse así en otra obra que leer, aprender, citar y admirar. Lo estricto sensu intelectual, poetas, pintores, pensadores, músicos, artistas de cine, no son extraídos de ese mundo por una operación obstétrica, sino naturalmente devenidos hasta el hábitat diario del hablante, quien encuentra una analogía, un punto de comprensión, una imagen, un despegue en ellos. Sus personajes, otros seres vivos, las cosas y los fenómenos naturales, son además formalizados como identidades que precisan o dicen la suya propia, su condición humana: el clochard, el meteco, el guardapesca, el pescador y el pez mismo, el judío y la judía, la Tora y la Cábala, el viejochancho, el fumador de opio, el bebedor de ajenjo, los ciclistas, las cometas, la nieve eslava, el otoño francés, escenas aldeanas con resonancias civilizadas, todo está diciendo algo destituido o anhelante o victorioso con lo que establece un nexo esencial, un destino compartido, una consolación o un treno, la ironía en su sentido romántico y el humor llano, risible y resonante y una entrevista esperanza que le hace justicia a su deseo. El poema que opera esta fusión en su propio cosmos parte de una atención sistemática y escudriñadora de la minucia o pequeñez, tan aplicada que su ordinariez muda en maravilla o conjunto de cosas que sin dejar de ser cotidianas nos acercan al asombro respecto de la existencia misma, el ser y estar en el mundo del poema, completamente ciertos que no nos hemos terminado de crear, pero que nos vamos haciendo en él. Por ello mismo el poema es también el punto de hablada para establecer un término comparativo de su realidad transfigurada en lo cotidiano culto o en lo culto cotidianizado, con el mundo mundo. El poema así es el espacio de la verdad y la belleza. Es la única certeza desde la cual el hablante distingue la ilusión y lo real, lo caduco y lo que pervivirá. Una valoración de la existencia. Pero también un sentimiento y una emoción como llega a resolverse aquella, hacen del discurso algo completamente vivo y no sólo movimiento y organización fatal y fría. Hay siempre una inteligencia que siente, y un sentimiento que piensa. Sentimientos que se articulan con la fuerza argumentativa y persuasiva de una idea. Ideas que brotan como emociones para teñir la atmósfera de la memoria, del sueño, de la visión, integrando la sustancia síquica y las aprehensiones de los sentidos en formas que actúan como pulsaciones de la belleza. Sin embargo, esta actitud intelectual del discurso funciona a partir de una tradición, es decir de una cultura y de un concepto de la cultura. Hay en él una perspectiva el instituto social de una literatura que está antes de él, que informa y nutre su perspectiva verbal por supuesto, porque el texto emerge dentro de un contexto cultural. Dentro de una lengua, dentro de un país. Contexto que a su vez puede concéntricamente ampliarse a otras tradiciones o lenguas o países. Y a lo más específicamente culto ilustrado o a la cultura popular y a la cultura de masas. En el caso de Molina a su tradición nicaragüense, hay que sumar la experiencia de dos extremos que van de la tradición ibérico latina a la tradición eslava grecocirílica con un punto de reposo en la lengua, en la literatura de la Francia. El concepto de la cultura en Molina no es el de la avidez acumulativa de información ni el gesto de la pedantería profesoral. La cultura en esta poesía se expresa como la capacidad del hombre en el mundo para reconocer su propia existencia en la singularidad de otras existencias, sin perder la perspectiva de su tradición original, el español natal nicaragüense. Esto es lo que marca ese plano, su perspectiva verbal. Punto de hablada dentro del contexto cultural nuestro. Por eso, hay en sus poemas, explícita e implícitamente, un diálogo con los poetas nicas, siempre conciencia de pertenencia cultural, nunca lejanía de corazón con el aquí espacial y hábil uso de los registros lingüísticos nicas, una sistemática indagación por la memoria de lo que es, un nicaragüense del siglo XXI que habla como tal. Pero sobre todo, sensibilidad abierta a lo otro, a los otros, para incorporar el allá en su habla congénitamente nica. Acaso el más acusado rasgo de esta sensibilidad nicaragüense es su interés por la condición del hombre como sujeto y objeto de la emoción estética y su realización en forma artística. La hospitalidad que existe en los poemas de Molina para lo extra-nos, para lo extraño, es grande. No lo hurta, lo hereda. Darío está en el origen de este legado. Al entrar en contacto con la poesía de Molina es una equivocación pensar en ella o en ciertos aspectos de ella como resonancia de la poesía de Joaquín Pasos, a quien ha leído provechosamente e incluso cita. Se trata más bien de movimientos en sentido contrario. Mientras en Joaquín el hablante viajero es una ficción que se desplaza en una experiencia imaginaria y se nutre de libros de geografía política y física, atlas y mapamundis, para dar alguna concreción a su itinerario, y convierte su discurso en un discurso voluntariosamente viajero, que intuye o supone o admira el allá; en Molina, el hablante lírico traspasa reales fronteras, va y viene de uno a otro lado, tiene prolongadas estadías, papeles, salvoconductos y pasaportes, pasa de un idioma a otro para articular pensamientos haciendo de su poesía un discurso inevitablemente viajero, necesariamente viajero, sobre quien el allá actúa como un factor que lo hace volver sobre sí para reinventar, reactualizar, imaginar su esencia nicaragüense. El hablante del invierno ruso, el lector de Baudelaire, el observador de los cuadros de Brüeghel o Van Gogh o Chagall, por topos diversos, desde algún afán de reposo deja los sitios como lo que son, topos transitorios, para construir el de su génesis. Hay lugares que son hechos por sus artistas y pensadores, sus músicos, sus pintores, de manera que se convierten en un valor cultural, y en algunos casos en un axis mundi y en el universo mismo. Chontales ha, desde Carlos Bravo, Pablo Antonio Cuadra, Guillermo Rothschuch y Octavio Robleto, generado su propia mítica, en cierta forma una interpretación del mundo. Por otro lado, el Grupo U inventó Boaco. Y Rubén y los modernistas y Salomón y Azaharías y Alfonso inventaron León, y así también los vanguardistas, los postvanguardistas y el Estandarte de bandoleros inventaron Granada, y Coronel y Fernando Silva y el mismo Cardenal inventaron el río San Juan y Mejía Sánchez y Mario Cajina y Ana Ilce y F.T. y Julio Valle inventaron Masaya, y Alberto Ordóñez Argüello y Álvaro Urtecho Rivas y Santos Cermeño, Lizandro Chávez, y David McField y Carlos Rigby la Costa Atlántica. Molina, que no está interesado en cumplir ningún proyecto de lo chontaleño, llega por una impulsión contemplativa a construir su propio topoi, su Chontales de la memoria, su país interior, consumación y plenitud del deseo. Un espacio para ganarle al tiempo con sustancia sin desgaste su trabajo de corrosión y olvido y muerte. Un espacio para vencer al tiempo usando los materiales de la sangre y el barro del tiempo con visión de infancia. Así el poema se convierte en reino al que para entrar debe uno hacerse niño. Reino de la infancia, que Breton reclamaba para recuperar los poderes de la libertad, la imaginación y el amor y que en Molina es el fuego de los dones, la llama donante. Escritura de registros entrañables y atmósfera misteriosa, un cantar de gesta de lo familiar e íntimo que luego despliega la expansión solar del llano como un corazón pulsando lo eterno, romancero contemporáneo para entonarse con guitarra a la orilla de un río nocturno que nace de la luna y donde saltan peces como pequeños relámpagos. El encuentro primigenio con el mundo. La vida antes del susurro mentiroso de la serpiente. A veces se me antoja pensar que el hecho de haber traducido Santiago este libro al francés con el nombre de Soir Brulé fue sólo para que lo leyeran sus hijos franceses, el regalo entrañable y puro de una infancia a otra. Poesía esta de Santiago Molina toda ella construida, no en el desarraigo, sino sobre la roca de la tradición nicaragüense, en el aquí de su lengua, en la memoria de la sangre. Cantos que lucen su esplendor sobre el árbol genealógico de nuestra poesía, nutrida de todos los allá posibles y del más allá de su propia trascendencia. Así es. Así sea. 17 de enero de 2003.
Fanor Téllez.. (Masaya, Nicaragua, 1944). Poeta, abogado, crítico y ensayista. Primer antólogo de la poesía escrita por mujeres. Una de las voces más altas de la poesía nicaragüense de la generación del 60. De 1982 a 1990 vivió en Venezuela, donde hizo estudios de postgrado sobre literatura latinoamericana contemporánea. Ha publicado, entre otros, los siguientes libros: La vida hurtada (1973), Los bienes del peregrino (1974), El sitial de la vigilia (1975), El pie sobre el camino (1996), Boca del vino (1998) y Días del hombre (2000). El ensayo aquí publicado apareció en El Nuevo Diario de Managua y puede consultarse su versión on line en http://www.elnuevodiario.com.ni/2007/07/13/cultural/53236.
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