|
||
|
||
Angélica Gorodischer |
||
Las mañanas frías suelen ser campo propicio para las preguntas irrelevantes que, a veces, desembocan en respuestas asombrosas. No es éste el caso, no del todo por lo menos. La pregunta es irrelevante porque hace siglos que viene contestándose a sí misma. La respuesta no puede ser asombrosa porque a mí no me salen las respuestas asombrosas. Si me salieran, aunque fuera una, una sola, a lo mejor ya me hubieran dado el premio Nobel de física, cosa que me encantaría pero que seguro que se lo van a dar al señor Hawking si es que no se lo dieron ya. ¿Adónde va todo esto?, y he aquí una pregunta irrelevante. A que me digo en esta mañana fría en la que los únicos seres vivientes que la pasan bien son los cyclámenes de mi jardín, que me gustaría saber por qué es que hay (todavía) gente que se empeña en hacer esa cosa tan rara que es escribir novelas, respuesta (que a la vez es pregunta) absolutamente pavota. Se me ocurre que no debe haber una sola respuesta a eso de por qué escribir novelas. Si hay una, ya esa una abre la puerta para que pasen unas cuantas más, a veces disfrazadas de la primera o de parientas de la primera. Pero, respuesta o no, más bien no, a mí me gusta hablar del tema probablemente porque yo soy una de esas personas que plantan cyclámenes para tener flores en invierno, los riegan con agua helada en primavera, los ven morir en verano, y de paso escriben novelas en las que hay o no primuláceas blancas y rosas y magenta. Lo primero que se me ocurre es lo más evidente. Es que hace muchísimo frío y a medida que va bajando el termómetro a mí en consonancia se me va bajado la inventiva y se me ocurren menos y menos ideas o pretextos o lo que sea. Lo más evidente es que la gente escribe novelas porque no está contenta con el mundo en el que vive y entonces va y se inventa otro. Se lo inventa a medias, quiero decir no del todo. Es difícil, no, no es difícil, es imposible inventar algo por entero, totalmente. Supongamos por un momento que aparece, vaya una a saber cómo ni por qué, algo que es absolutamente desconocido para toda toda la gente de este mundo. No lo veríamos. ¿Qué informaciones acerca de “eso” recibiría nuestro cerebro si no tuviera a su alcance algo que pudiera reconocer, un tornillo aunque sea, una uva, un pedacito de vidrio, una galletita, algo? ¿Si todo todo todo todo fuera nuevo? ¿Qué le dicen los sentidos al cerebro? Y ni pensar en el lío que se armaría de hemisferio a hemisferio mientras el cuerpo calloso se estremece de horror. Interesante posibilidad. Tal vez esta noche sería conveniente que miráramos con atención detrás de la cortina del baño y debajo de la cama por si alcanzamos a ver algo raro. Pero no. Quizás esté ahí o sobre la alfombra del living pero no vamos a poder verlo. Sobre esa interesante posibilidad de no poder ver lo que está ahí, se escribieron los cuentos de fantasmas, buenos en algunos casos (Edith Wharton), malos en otros (Stephen King); ciertas novelas de ciencia-ficción, buenas en algunos casos (Ursula K. LeGuin), malas en otros (John Williamson); algunas narraciones policiales, buenas en algunos casos (Joan Hess), malas en otros (Lawrence Sanders) y así por el estilo. Pero hay otra interesante posibilidad para la gente a la que no le gusta el mundo tal como está (es increíble pero hay gente a la que sí le gusta el mundo tal como está, claro que ésa es otra historia). La siguiente posibilidad interesante es la de los condicionales contrafácticos, expresión maravillosa que deja a la gente en suspenso cada vez que una la pronuncia al desgaire. ¡Cuidado! Si en alguna reunión usted habla de los condicionales contrafácticos y ve que alguien comprende de qué se trata, cambie de tema y hable del tiempo porque ese alguien sabe más que usted. Los condicionales contrafácticos son los “como si”. Por supuesto que todas las novelas, todas, son “como si”, pero las de los condicionales etcétera lo son de una forma más cruda, para decirlo suavemente. Algunas de esas novelas son geniales: “El hombre en el castillo” de Philip Dick, en la que no fueron los aliados sino el eje el vencedor de la segunda guerra mundial y por lo tanto Estados Unidos está dividido en dos: el este para Alemania y el oeste para Japón. Una maravilla. “Pavana” de Keith Roberts, en la que la reina Isabel I de Inglaterra muere en un atentado a los veinte años, Felipe II de España se adueña de los mares y el papado de las almas, los cuerpos, el comercio, la cultura y lo que venga. Otra maravilla. Una novela de Kurt Steiner, “El disco rayado” en la que el pueblo judío dejó de existir hace miles de años y ni huellas quedaron de su paso por la historia. Un cuento de Bioy Casares, “La trama celeste” (mil veces mejor que “La invención de Morel”) en el que no existe Gales y existe Cartago. A toda esa gente no le gustó el mundo en el que tuvo que vivir y se me hace que tuvieron razón. Inventaron otro mundo y lo bien que hicieron. Ese otro mundo no era perfecto: si hubiera sido perfecto se hubiera tratado de utopía y no hay nada más lejano (y más aburrido) a la novela que una utopía. Ese otro mundo, al contrario, suele ser una distopía, en casi todos los casos: se va desprendiendo como despacito del mundo en el que vivimos, en el que conocemos y vemos las cosas que nos rodean, galletitas y cyclámenes y estadios y Beethoven y asesinos seriales y que sigue no gustándonos, y que a fuerza de palabras termina por ser otro que solemos amar, que en general tampoco nos gusta, pero que tiene el gran mérito de ser otro y de haber sido concebido por quien escribe, que también es otro. A mí las novelas que me gustan son ésas que son una conversación en silencio entre el autor o la autora y yo; ésas que me prometen, y lo cumplen, meterme en otro mundo; ésas gracias a las cuales yo soy, al final, otra. Por supuesto que no me voy a poner a nombrar a Cervantes ni a Kafka ni a Proust ni a Borges pero sí a Balzac porque yo soy la Presidenta del Club de Fans del gordo señor de Balzac. Con toda esa gente y muchas y muchos más yo logro ser otra aunque sea la misma que riega los cyclámenes con agua helada antes de que llegue el verano. Y además me gustan las novelas que muy buenas no son pero que vienen bien a eso de las siete de la tarde después de un día de trabajo intenso y rabietas no menos intensas cada vez que me interrumpen en medio de un párrafo que no dudo de que hubiera sido genial si no hubiera tocado el timbre un señor que vende escobillones. Novelas, digo, en las que pasa de todo; novelas que por ahí por la mitad se ponen locas y se van para lo inesperado; novelas que no me explican nada; que no tienen moraleja ni mensaje ni ideología a la que se le ven los hilvanes. Y no me gustan nada pero nada de nada jamás, las novelas de amorrrrrr. Salvo aquélla ante la que tengo que rendirme, ésa que habla de un amor de Swann. No me opongo a que los personajes de las novelas, que generalmente son mujeres misteriosas y tipos contracturados por el horror vitae, se enamoren como idiotas; y si me opusiera qué, sospecho que nadie me haría el menor caso y la gente seguiría escribiendo lo que se le diera la gana, cosa que me parece perfecta; pero que no me vengan con que eso de que el amorrrrr es el mundo-nudo principal de una novela. Raymond Chandler sí, Louis Hémon no. Rubem Fonseca sí, Lynne Carmichael no. En general, confieso, los novelistas ingleses del siglo XIX sí y los novelistas españoles del siglo XIX también. Pero finalmente no creo que mis gustos y mis amores sean demasiado importantes. Todo el mundo tiene derecho a sus preferencias y a mí me entusiasma esa gente y Virginia Woolf y Natalia Ginsburg y Richmal Crompton y Victoria Sackville-West (“Toda pasión cumplida”) y Peter Greenaway aia no, perdón, me fui para el lado del cine, y Alvaro Cunqueiro y Griselda Gambaro y Denzil Romero y una que otra escritora islandesa (Elsa Hamassdóttir y Holmfridur Gardasdóttir y Steinunn Sigurdarsdóttir por ejemplo) que pueden cultivar cyclámenes todo el año porque los bulbos bajo la nieve, ya se sabe, siguen viviendo y se asoman en flores, blanco y magenta, cuando se les da la gana.
|