Before I sink, into the big sleep
I want to hear, I want to hear
The scream of the butterfly
Jim Morrison. "When the music is over"
I
Cuando la menuda Enza entró a la Flor de Castilla
esa mañana de junio, yo estaba comiéndome un par de
huevos fritos con pan tostado, mantequilla y abundante tocineta.
Me extendió la mano en señal de saludo y yo pinché
un trozo de tocineta con el tenedor y le pregunté si le apetecía.
Me observó, supongo, con una inmensa lástima por mis
triglicéridos, como si viera en mi desayuno un atajo para
el infarto inmediato, y me dijo que no, que gracias, y se sentó.
Yo desayunaba con Rodrigo Blanco cuando ella llegó acompañada
de Salvador Fleján, pues esa mañana empezaba a trabajar
con nosotros en ReLectura. Rodrigo y Salvador me habían
dicho que Enza escribía con las vísceras. Pura pólvora
y lucidez, añadieron. Justo lo que necesitábamos para
inyectarle veneno a la página. Yo no la conocía, no
había leído nada de ella, ni siquiera su blog, que
luego supe era muy visitado, pero que ya no existe. Enza me dijo
algo que no escuché mientras yo sostenía aún
el tridente grasiento y no lograba distinguir ni vísceras
ni pólvora en esa voz de niña perdida en algún
recreo de la infancia ni tampoco en esos ojos agazapados tras sus
cabellos, como a punto de apagarse en cualquier momento. Apenas
intuí cierta mezcla de firmeza y desamparo, pero sin saber
dónde empezaba la una y dónde estallaría el
otro en mil pedazos. Luego de las presentaciones y los saludos,
los cuatro pedimos café y empezamos a hablar de muchas cosas,
pero sobre todo de literatura.
Así me fui enterando que Enza había nacido en Puerto
La Cruz; que estudiaba Filosofía en la UCV; que amaba por
sobre todas las cosas a su padre; que no sabía nadar; que
en el año 2004 le habían concedido el primer lugar
del VII Premio Literario “Cuento Contigo: Nuevas Voces Jóvenes”
del Aula Iberoamericana de Casa de América de Madrid, y que
su cuento ganador había sido publicado en una antología
de la Editorial Siruela; que con apenas veinte años, a su
febril escritura ya se le notaban las ampollas contra el pudor común;
que sus relatos habían sido publicados en algunas páginas
web y en la antología De la urbe para el orbe; que
sufría de insomnio; que le entusiasmaban la fotografía
y el dibujo; que sentía una predilección casi religiosa
por Van Gogh, Mahler y Kierkegaard, ese trío de atormentados
que la atormentaban, como era de esperarse, pero que también
le suspendían el aburrimiento cotidiano. Supe además
que mantenía una especie de diario virtual, Crónicas
a destajo, en el que durante unos buenos –y a veces pésimos–
años estuvo destilando todo lo que a su mirada crónica
le resultaba hermoso, divertido o terrible, y en efecto, como ya
me habían advertido, Enza arrojaba sus vivencias en ese blog
sin ninguna contemplación que no fuese la de la ferocidad
del estilo y una trémula sensibilidad, no ajena a la ironía,
cuyo volumen era lo suficientemente alto como para partirle los
vidrios de la serenidad al más desprevenido. Todo eso lo
fui averiguando por mi cuenta y otras cosas me las dijo Enza a cuenta
gotas ese día (aunque no con estas palabras que ahora ordeno
en mi memoria), pero siempre con su voz de pajarito enjaulado, primero
en la Flor de Castilla, luego en casa de los Vegas y después
en el Corsa, mientras le daba la cola hasta su casa en Los Chaguaramos
y la música de los Beatles rellenaba los espacios en blanco
de la conversa. Esos silencios en los que Enza queda atrapada de
puro nervio o pena o qué sé yo, hasta que empieza
a reírse poco a poco, como volviendo lentamente de algún
lugar infinito y triste, un lugar que debe silenciar también
poco a poco, para que no se le vayan a escapar los demonios más
recónditos. Esos que le dictan pesadumbres y que sus manos
de niña acostumbran trasmutar en cuentos de oscura y lacerada
belleza.
Semanas después de ese encuentro, Enza nos dio la buena nueva:
su libro de relatos Cállate poco a poco había
resultado ganador del V Concurso para Obras de Autores Inéditos
2007 de Monte Ávila Editores, Mención Narrativa. El
millón de bolívares que venía con el premio,
aunque débiles, le duplicaron la alegría y los brincos,
a pesar de que aún tendría que aguardar con no poca
impaciencia, y como si se tratara de un embarazo, nueve meses más
para verlo impreso y publicado. El parto fue hace pocos días,
y Enza tuvo la gentileza de obsequiarme un ejemplar de su primogénito.
Esa misma tarde lo leí con bastante estupor y vino tinto
en una cafetería de El Rosal.
II
Si Joaquín Font no fuera un personaje inventado por Roberto
Bolaño, sino uno de esos locos geniales y reales que uno
se encuentra por ahí para que nos hagan la vida más
respirable, estoy seguro de que, desde la Clínica de Salud
Mental El Reposo, afirmaría, con su mirada alucinada y a
gritos, que los relatos de Cállate poco a poco pertenecen
a esa rama de la literatura que él entendía como desesperada.
Aquella que en cada línea, o más ruda aun, en cada
palabra y hasta en cada entrelínea, le rompe la crisma al
sentido común, a la gomina academicista y al lenguaje antiséptico.
Esa literatura escrita con el abdomen y la cabeza ardiendo, como
si quien escribiera acabara de escapar de un incendio, de una pesadilla
o de la adolescencia, o de esas tres angustias al mismo tiempo,
todo para abandonar en la palabra la mayor cantidad posible de escombros,
con los ojos enrojecidos y el orgullo maltratado, pero siempre de
pie y después de ese descenso a los infiernos que significa
escribir el primer libro como si se tratase del último.
Todo eso iba pensando y sintiendo mientras recorría este
libro empapado de escritura de la fresca, de la prometedora, de
la que siembra inquietudes y perturba. Un libro lleno de sangre,
sudor y semen en el que las historias han sido escritas como quien
se desintegra y se purifica a la vez. Los personajes de estos relatos
son tratados sin piedad, o en todo caso, con la dosis de compasión
que merecen. Y casi todos merecen muy poca, no tanto por abúlicos
o inmorales –asunto que a su autora le tiene sin cuidado,
y hace bien– sino por desangelados. Hay que decir además
que el lector hallará aquí instantes de erosivo erotismo
que no dejan ranura para la indiferencia. Enza sabe recrear, acaso
con un desparpajo que no por franco deja de ser poético,
el encuentro doloroso de dos cuerpos que no saben cómo derramarse
sin sentirse malditos y culpables. Todos los acalorados actos sexuales
que martirizan a los personajes son más parecidos a la violación
que a la reciprocidad afectiva. Los seres de estos cuentos no hacen
el amor porque nunca lo han sentido o porque lo han perdido en algún
recodo de su derrota. O quizás lo deshacen a fuerza de una
carnalidad agónica en la que el deseo no se desgasta, sino
que se envicia o se transforma en autodestrucción. Un deseo
condenado al fracaso, a la posesión del coito puro, pero
que muchos de ellos asumen como un refugio de consolación.
“Con el deseo también se puede sobrevivir en el abandono
y la pena de no poseer ningún afecto genuino”, dice
el narrador del relato que da título al libro. También
podría ser la voz inconsciente de todos sus personajes.
Las calles de Catia, Petare y La Florida, la basílica de
Los Chaguaramos, La Estancia de Altamira, los chinos del Ling
Nam, los pasillos de la UCV, las estaciones de Metro, los apartamentos
desordenados y hasta una barriada de Puerto La Cruz son algunos
de los escenarios, casi siempre desgastados, por los que transitan
estos personajes sin otro rumbo que no sea un cuerpo desvalido,
el crimen o el irreversible abandono. La música que acompaña
a estos goliardos de la inopia espiritual son las sinfonías
de Mahler, las canciones de Lou Reed, Alicia Keys, Joan Manuel Serrat,
Joaquín Sabina, además del persistente sonido maquinal
de una ciudad que impide ese alivio momentáneo de quedarse
en silencio mientras escurre la desesperanza. Una urbe despiadada
que sólo azuza la maldad, y en la que no hay cabida para
una ternura prolongada, ni mucho menos para esa serena felicidad
que ofrece el sentirse a gusto con uno mismo. Me atrevería
a decir que nadie padece y traduce mejor la soledad caraqueña
que los que llegan del interior del país y se animan a cifrarla.
En el caso de Enza, de las costas de su Puerto La Cruz natal.
Es por ello comprensible –y ajustada a la indefensión
de los personajes– que en la mayoría de las historias
sea, unas veces de modo indirecto y otras en primera persona, la
voz de una adolescente, e incluso de una niña, la que registra
a destajo el desfigurado mundo en el que le ha tocado, más
que recibir, entregarse a la mala, y donde, ya sea como víctima
o como una seductora Lolita, se dedica a satisfacer sus placeres
con una fijación por los adultos y una extraña mezcla
de malicia e inocencia que no logra ocultar el auténtico
afán que la desgarra: la necesidad de ser amada, y más
todavía: de amarse. Ya sea como vírgenes adolescentes,
púberes desfloradas, prostitutas solitarias, amantes esporádicas
o estudiantes angustiadas, las mujeres de este libro son siempre
jóvenes que se embriagan en un paroxismo sexual –real
o imaginario– que les permita, y a qué precio, olvidar
su vacío más hondo: la presencia de un amor tangible
que durante sus escasos pero interminables años les ha resultado
esquivo.
Es la juventud, sobre todo la femenina y desamparada, la que insulta
y se desviste en estas páginas, porque, como confiesa uno
de los personajes de “Los da(r)dos de las ninfas”, “para
eso se es joven, ¿no? Para vivir el drama, para la anorexia,
para tragarse un frasco de Tafil y después arrepentirse.
Para eso los andenes te cantan cualquier elegía mientras
te ahogas en tu bañera y Pablo Ziegler golpea las teclas
de un piano en algún prostíbulo de Buenos Aires y
Caracas al mismo tiempo”. Sí, y pareciera que sólo
para eso, al menos para esta tribu de seres al límite, cuya
angustia los conduce, como se lee en uno de los cuentos, “al
estado más primitivo, a ese centro marchito donde no siempre
es cuestión de polos eléctricos ni feromonas: darse
por entero es en verdad la forma más visceral de egoísmo.
Regalarse, cuando en realidad se roba, ese momento en el que somos
sólo nosotros, en aras de otra boca, de otro mundo hecho
holocausto”.
Pero hay que decir también que recrear este estado de descomposición
y rabia durante doce relatos, y mantener un tono que no descienda
al efectismo ni mucho menos al énfasis de un lenguaje que
de tan descarnado pueda llegar a ser obvio, implica ciertos riesgos
que Enza asumió con coraje, aunque no siempre con total puntería.
Es comprensible. Algunos pocos relatos del libro pecan por exceso
de crudeza, y allí reside su debilidad. Se les nota la deliberada
intención de fulminar al lector con un final truculento,
casi siempre ensangrentado. Una especie de voluntad molotov que
se encapricha con el desenlace trágico, y que por momentos
olvida que el mejor efecto suele ser el que no se piensa de antemano,
sino el que se va filtrando sin que el lector, y a veces el mismo
escritor, lo adivinen. Esta observación resulta en todo caso
un detalle menor en comparación con el temple literario que
domina la mayoría de los cuentos de Cállate poco
a poco y que evidencia la fecundidad de una prosa en carne
viva.
En una de las últimas historias del libro, una muchacha se
queda detenida en la duda sobre ¿qué hay detrás
de la ventana? –todo un guiño a ese detectivesco salvajismo
que Bolaño dejó como una huella de misterio para las
generaciones futuras–, y luego admite que “siempre queda
una pregunta triste por dentro”. Pienso que sí, Enza.
Que tiene razón tu personaje. Por eso es mejor evitar responder
esa pregunta. O acaso convertirla en aullido liberador, sobre todo
ahora que los dioses te sonríen. Ese aullido de mariposa
que se escucha en todas las adoloridas instantáneas que embellecen
tu primer libro.
Esta reseña fue primeramente
publicada en Relectura. http://www.relectura.org/cms/
Luis Yslas Prado.
(Puerto de El Callao, Perú, 1972). Desde 1979 vive en Caracas.
Licenciado en Letras de la Universidad Católica Andrés
Bello (1995). Profesor de literatura en colegios y universidades
capitalinas.. Actualmente se desempeña como editor de texto
de la revista Todo en Domingo de El Nacional,
y como director de la página web ReLectura (www.relectura.org).
Asimismo, conduce, junto con Rodrigo Blanco Calderón, el
programa radial ReLecturas, transmitido todos los martes,
de 8:30 a 9:30 pm, por la Emisora Cultural de Caracas, 97.7 FM.