Montejo, la otredad y el tiempo literario

 

Miguel Gomes

 

Eugenio Montejo exige cada vez menos presentaciones ante un público internacional. Considerado como uno de los poetas mayores de la tradición venezolana y habiéndose divulgado en el mundo hispánico su obra gracias a compilaciones amplias de editoriales mexicanas y españolas, la consagración concreta que suponen el Premio Nacional de Literatura (Venezuela, 1998) o el Premio Internacional de Poesía y Ensayo Octavio Paz (México, 2005) sólo confirma la actual visibilidad de su lírica, que cuenta con títulos tan determinantes como Terredad (1978), Trópico absoluto (1982), Alfabeto del mundo (1986), Adiós al siglo XX (1992), Partitura de la cigarra (1999) o Fábula del escriba (2006), para nombrar sólo algunos.

Las razones principales de la atención que ha recibido podrían resumirse en dos: su indiscutible maestría estilística y la oportuna aparición de su poética en el escenario hispanoamericano de fines del siglo XX y principios del XXI. Sobre lo primero, críticos de la talla de Francisco Rivera, Guillermo Sucre, Américo Ferrari, Pedro Lastra, Francisco José Cruz Pérez, Adolfo Castañón, Esperanza López Parada y Arturo Gutiérrez Plaza nos han ofrecido páginas a las que poco o nada podría agregarse. Una discusión detenida de lo segundo, en cambio, resulta conveniente pues aclararía el origen del tipo específico de obras que figuran en este volumen.

Luego de la liquidación de las vanguardias históricas y la canonización temprana de autores que de diversos modos reaccionaron contra ellas —Vallejo, Neruda, Borges y Paz son casos insoslayables— los poetas como Montejo, que comenzaron su carrera en la década de los sesenta, se encontraron, en su intento de renovar el repertorio expresivo de la lengua, ante tres caminos principales. Uno conducía al pathos de raíces expresionistas que cultivó Vallejo y que, con el paso de los años, nutrió asimismo a grandes poetas como Enrique Lihn o Juan Gelman. Otro culminaba en el ethos y la lucidez crítica, a veces racional o epigramática —José Emilio Pacheco y Roberto Juarroz, pese a sus diferencias, lo ilustran—, a veces con una obsesión por el “realismo” verbal o el prosaísmo —como en la antipoesía de Nicanor Parra, el exteriorismo de Ernesto Cardenal y diversos credos articulados por grupos que en las décadas de los setenta y ochenta estuvieron marcados por lo urbano. La tercera vía insistía en prolongar el hermetismo y otras actitudes con respecto al lenguaje que habían caracterizado a la vanguardia, con el añadido de que a esas alturas la osadía del experimento se había legitimado y, más que espantar a los tradicionalistas o cuestionar las instituciones, daba prestigio: basten como ejemplos el neobarroco de José Lezama Lima y las escuelas dispersas por la geografía americana que reverenciaron al maestro.

Montejo no optó por ninguna de esas alternativas. Algunos pasajes de su “Fragmentario” —ars poetica que cierra la colección de ensayos El taller blanco (1983)— hablan de creencias que a duras penas podrían tenerse por representativas de una colectividad de autores recientes, al menos en el ámbito de nuestra lengua:

Aprender a sentir: esta sola tentativa, que no es nada pequeña, formaría mejor al joven poeta que todo el aprendizaje perseguido a través del conocimiento literario, las reglas, las modas, etc. [...] El sentimiento mismo, cuando es legítimo, procrea su propia forma o la posibilidad de inventarla.
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Hay poemas que se nos ofrecen como una partida de ajedrez interrumpida, en la cual el autor ha tomado el cuidado de meditar para dejarnos su última jugada sellada. No los leemos por disfrute de goce alguno —también esto se ha vuelto anticuado— sino para preguntarnos por dónde nos va a salir el mate.
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En todas las palabras de un poema ha de leerse siempre su necesidad, vale decir, que una por una deben convencernos de que están allí porque son más necesarias que otras no empleadas.
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En buena parte de la lírica actual se ha sacrificado el principio musical de otras épocas, sin tomarse el trabajo de sustituirlo por otro equivalente. Se descansa más sobre la idea y se desdeña la música, condenándonos a la producción de un arte intelectual y masculino. Al proceder así, sin duda se ha olvidado que la poesía debe crear una música que nos haga pensar. (1)

Montejo es un poeta consciente de los desafíos del presente que, sin embargo, jamás se ha inclinado a asumir esa carga con desesperación o frialdad intelectual, ni renunciando a ciertos valores de la lírica que ve como imprescindibles: la musicalidad, la búsqueda de equilibrio formal y un comedimiento expresivo apartado tanto de lo hermético o la afectada exuberancia como de los fáciles coloquialismos. En él no se perciben poses “modernas”, incluida la que ya no es siquiera la más moderna de todas, proclamar el fin de la modernidad; tampoco, pese a la sobriedad o la armonía patentes en sus versos, podría achacársele la solemnidad del conservador. Su ejemplar falta de interés en estar a la moda, ganar respetabilidad estatuaria o apadrinar movimientos le ha valido el aprecio de críticos y lectores.

En la imposibilidad de clasificarlo como innovador de vocación o tradicionalista empedernido radica el tipo de historicidad que se hace cada vez más palpable en su labor. Me refiero al tiempo literario que una escritura revela cuando teje sus relaciones implícitas o explícitas con el pasado o el entorno cultural inmediato. Una indagación en los ensayos de Montejo indica que sus posturas ante la tradición no son espontáneas o accidentales. Al prologar una reedición de Algunas palabras, por ejemplo, afirmaba que ese poemario no había albergado

demasiadas rupturas formales ni tampoco reitera[do] adrede los consagrados modos de la antigua retórica. Me proponía entonces tomar distancia por igual de los experimentalismos vanguardistas que saturaron la primera mitad de nuestro siglo, como de una deliberada reivindicación clasicista, sin ningún fundamento en nuestros días. Buscaba apenas algunas palabras en las que pudiera reconocerme, en las que me sintiera próximo del habla de nuestras gentes y de nuestro paisaje. ( 2)

 

Nótese que el “reconocimiento” del sujeto se produce integrado en la conciencia histórica de que el ciclo de las vanguardias llegó a su fin y de que tampoco es factible o deseable recuperar lo que ellas cuestionaron. Tal postura bien puede considerarse postvanguardista, no tanto en el sentido de venir después de la tendencia que “saturó” el período previo, como en el sentido de que el distanciamiento, recalcado, activa la ausencia, la hace significativa y la actualiza como negación fundadora. Si el Montejo que admite parecerse a los hablantes líricos de la vertiente central de su poesía rechaza el vanguardismo (o lo que sería, para él, su especular reiteración: el tradicionalismo combativo), el Montejo que no se ve a sí mismo en ese sujeto, el Montejo que pone en duda un proceso de identificación tan simple, quizá ingenuo, el que sabe o presiente que toda identidad es tan convencional como el signo lingüístico y requiere negociaciones continuas con las imágenes de nosotros que nos llegan del exterior como estímulo sensorial o interacción social, tendrá preferencias distintas. Creo que esas preferencias son vanguardistas de cierta manera.

No aludo con lo anterior a lo que Peter Bürger llamó neovanguardia, que tanto ha abundado en Latinoamérica, desde el concretismo hasta los diversos neobarrocos, pasando por las congregaciones que en la década de los sesenta aún perseveraban en el surrealismo o las más marcadamente juveniles de los ochenta, que sin darse cuenta de que lo era repitieron el gesto arqueológico de provocar a la comunidad letrada con manifiestos y actos públicos. Como Bürger lo indica, resurrecciones extemporáneas e inofensivas como ésas de algunos hábitos vanguardistas —el “activismo” o el “antagonismo” que estudió Renato Poggioli (3) — anulan los propósitos vanguardistas mismos, puesto que refuerzan un legado aceptado y contribuyen, con ello, a darle “autonomía” a la literatura, apartándola, una vez más, de la “praxis vital” que el vanguardismo de los tres primeros decenios del siglo XX anheló(4). Cuando sugiero que Montejo se las arregla para ser vanguardista de cierta manera pienso, precisamente, en su obra heteronímica, o sea, la porción de su labor que trata de problematizar la noción de la identidad.

Si bien Montejo era receptivo a los avatares de la otredad desde temprano (5) y si bien las deudas de El cuaderno de Blas Coll con Antonio Machado son innegables —lo prueban las alusiones o las menciones francas—, elijo el vocabulario pessoano porque la palabra heterónimo, recuérdese, está ligada al momento de mayor auge de las vanguardias y nos remite a un ataque plenamente vanguardista a la “sinceridad” con que el siglo XIX concibió el sujeto poético. Sin duda, la manipulación de la voz lírica o ensayística que debemos a Fernando Pessoa no es única ni la primera de su tipo —además de Machado, Rilke, Larbaud, Valéry y Eça de Queirós se adentraban o se habían adentrado en terrenos similares—, pero ningún autor consiguió abordar la alteridad con la sofisticada coherencia y la hondura estética del creador de Alberto Caeiro, Álvaro de Campos, Ricardo Reis, Bernardo Soares y el Pessoa “ortónimo”, lo cual lo impuso como paradigma y explica que su terminología, como observa Montejo, “hoy form[e] parte del vocabulario corriente” (6) . Por otro lado, nada rara en Hispanoamérica a partir de 1962, cuando Octavio Paz empezó a divulgar la poesía del “desconocido de sí mismo”, la fascinación de Montejo por el futurista portugués se transluce con frecuencia en prosas y charlas. De sus versos tampoco está ausente —piénsese en un poema tan memorable como “La estatua de Pessoa” (Alfabeto del mundo). Pero el factor decisivo para calificar el estímulo pessoano como crucial para que se fortaleciera la comunidad de Blas Coll y los habitués de su tipografía es el desparpajo de éstos, el calculado disparate que tanto el maestro como los “colígrafos” cultivan en sus mejores momentos: se trata de una otredad signada por lo lúdico y un espíritu humorístico afín al de congregaciones vanguardistas de principios del siglo XX como aquéllas en las que Pessoa participó y en las que comenzó a urdir su peculiar laberinto del ser.

Importa resaltar que, cuando surgen Coll y sus discípulos, las lecciones de la vanguardia histórica se transforman en una curiosa “ficción”: escribir como otro y como otro permitirse experimentar o desafiar lo convencional, al mismo tiempo, somete a prueba nuestra confianza en el experimento o en el desafío estético, que se trasladan a un plano fabuloso. La razón no es arcana: el recurso a heterónimos tiene el efecto de hacer de la enunciación el tema de la obra, convirtiendo en personaje a la voz usualmente menos perfilable que creemos oír en los textos. Si ello ocurre mucho después de la sorpresa inicial, vanguardista o paravanguardista, que nos dieron escritores como Pessoa, Larbaud o Machado, el experimento acaba encapsulado y expuesto a una mirada crítica, de magistral (aunque amable) ironía. Coll y los colígrafos son un brillante homenaje que Montejo rinde a la herencia de las vanguardias evitando recaer en ellas y evitando —según la lógica de su prólogo a Algunas palabras— volverse reaccionario. Lo que el Montejo ortónimo excluye de su poesía en los heterónimos surge con la libertad que ofrece una escritura ilusoria, un breve instante carnavalesco en que el rostro ha sido substituido por una máscara evidente, por un no-yo, sea en la modalidad ensayística de Blas Coll o en la lírica de Tomás Linden, Lino Cervantes, Sergio Sandoval, Jorge Silvestre y Eduardo Polo, casi todos autores ya de volúmenes “propios”, “editados” o prologados por Montejo.

Coll es el heterónimo fundamental. Lo he caracterizado como ensayista, pese a que con cierta frecuencia se haya leído su Cuaderno como narración. Mi opinión se explica si hacemos un poco de memoria cultural y observamos que no pocos ensayos de autores imprescindibles han absorbido y manipulado elementos narrativos. La tradición literaria nos depara un linaje ilustre de obras en las que el ensayista decide revelarse, por fin, como lo que discretamente es y siempre olvidamos: una voz dotada de voluntad propia, casi independizable del autor y en diálogo con circunstancias más verbales que vitales. El Zaratustra de Friedrich Nietzsche, el Próspero de José Enrique Rodó o el Luder de Julio Ramón Ribeyro son algunos miembros de la familia a la que Blas Coll pertenece. En lo que a Montejo respecta, no obstante, el impulso lírico orienta las reflexiones de su personaje hacia un terreno despojado de titanismos o magisterialismos, un terreno de fina escritura y reposado gesto en que la profundidad no se alcanza sólo con ingenio o inteligencia gnómica sino también con pasión e instinto de artista. Coll es un maestro, pero su enseñanza no es rotunda ni redentora. En ella, la atracción por las posibilidades creadoras del lenguaje se impone a las verdades del conocimiento lingüístico. O quizá convenga más decir que la verdad y el conocimiento que este maestro persigue apuntan al manantial de presencias fundadoras que persiste intacto en las palabras. Del ensayo al poema en prosa hay poco trecho, y eso parece saberlo a la perfección Montejo cuando selecciona los fragmentos que ha dejado Coll.

El prólogo y las glosas al Cuaderno definen el pensamiento del tipógrafo de Puerto Malo como “delirio”. Lo es, agregaría yo, de una manera casi dadaísta o surrealista. Sus reflexiones sobre la lengua y, en general, sobre el lenguaje, gobernadas por impulsos estéticos prerracionales, en muchas oportunidades dan la sensación de provenir de un Duchamp, un Tzara o un Magritte vestidos de filólogo. Una especie de lingüística en las fronteras de la alucinación fue lo que desarrolló también el más extraordinario vanguardista latinoamericano, Alejandro Xul Solar, inventor de la “panlengua” y del “neocriollo”(7) . El delirio de Coll, en particular, conduce a la boutade provocadora, a duras penas rastreable en la poesía o el ensayo del Montejo ortónimo: “[Nuestra lengua no es de goce] sino de penitencia: le falta concisión porque al hablante, al pecador, se le castiga con ella”; “Es más difícil ser cristiano en alemán que en castellano, por ser aquélla una lengua declinable”. En numerosos momentos la boutade pierde la contención y emerge directamente del inconsciente, convertida en risa y ofrenda a lo absurdo: “Sólo un hombre cabalmente maduro puede añadir una vocal a su idioma”; “Una persona zurda tiende espontáneamente a decir ‘yo’ allí donde los derechos dicen ‘tú’”; “Siete son las vocales de la lengua perfecta, como siete los principales orificios del cuerpo humano”; “Los deberes son cóncavos, los derechos convexos”. Como en la escritura colectiva practicada por los círculos vanguardistas, en El Añalejo de Coll y sus discípulos ese humor irreverente, todopoderoso, ajeno a la mesurada y usualmente serena lírica de Montejo, se impone rozando el paroxismo: “La luz, semen veloz de las estrellas”; “De tanta música, al poeta le crecían las orejas”; “El buen caníbal se devora a sí mismo”.

El ensayo de Coll se inclina al poema en prosa y al apotegma, como he adelantado, orientándose igualmente a la que, desde Gómez de la Serna, es una de las cristalizaciones inconfundibles del vanguardismo en nuestra lengua, la greguería. El “imperativo sintético” del tipógrafo de Puerto Malo no muere con él como un manojo aislado de excentricidades; se transmite, en su versión más exigente, a Lino Cervantes. Los “relámpagos” verbales de este colígrafo persiguen la esencia fónica pura de cada frase, configurándose como versos de poemas que sin duda existen, aunque no en la página, sino en el ámbito que el Altazor de Huidobro recorrió en el tramo postrero de su caída: el de la virtualidad, más allá de los significados, que tienen los sonidos de la lengua. La raigambre vanguardista de Cervantes la subraya con ingenio —prolongado el espíritu de juego como en una batalla perdurable— un tal Vico Bautista Z., “poeta yucateco de padre cubano y madre soviética, cuya opinión ha sido tomada de su colección de ensayos La experiencia agridulce” (según reza el polifónico inventario de Algunos comentarios sobre la obra de Lino Cervantes, al final de este mismo volumen):

Es inquietante pensar cómo la poesía de los futuristas rusos, en particular la del primer Khlebrinov, tuvo en un lugar remoto del Caribe venezolano una réplica espontánea y por así decir instantánea en la obra malograda de Lino Cervantes, el amado discípulo de Blas Coll.

 

Tomás Linden, el otro colígrafo que asiste a la cita de estas páginas con El hacha de seda, por su afición tanto al soneto como por su dicción a veces “clasicista” puede parecer enamorado del pasado y menos asociable al singular vanguardismo del drama-em-gente que elabora Montejo. No deberíamos precipitarnos a afirmarlo, sin embargo, pues en el sistema de Pessoa el neohoraciano Ricardo Reis era tan hijo de una empresa experimental como el futurista Álvaro de Campos. Linden, desde su risueña caracterización como “el sueco de Patanemo”, acaba siendo también actor en la representación con que Montejo, convertido en otro, despliega un consumado humorismo incompatible con su poesía “personal”. La clave la ofrecen los registros cursis estratégicos e irónicos que se captan aquí y allá. Es obvio que los desahogos amorosos de Linden demuestran impericia en sus primeros intentos y que sus sonetos no dominan del todo ciertas convenciones tonales o léxicas del español: podríamos suponer que la estancia en Suecia casi lo ha alienado lingüísticamente. No obstante, la paulatina destreza que vemos instalarse en sus versos suma un nuevo nivel de interpretación a la relación del autor con el heterónimo, en la que se divisa el profundo respeto que ha de merecernos el oficio poético, depare aciertos o no, ayude o no a que el poeta recale en algún puerto tras largas travesías en busca del decir necesario. Lo que tenemos en Linden es la dramatización de tal lucha, con sus fallas o satisfacciones puestas por escrito en forma de soneto; las tribulaciones verbales de este heterónimo son las de una voz que parte de Europa a América no tanto para recobrar una vida como para rehabilitar un orbe de signos a punto de esfumarse. En la advertencia de Montejo al principio de El hacha de seda se apreciará que las flaquezas y las facultades latentes en la escritura del otro obedecen a un plan:

Hay que decir que en no pocos sonetos de Linden se advierte el deseo de trascender el formal esquematismo en busca de algún personal e irrepetible acierto, es decir, se ambiciona el repentino destello que las palabras puedan alcanzar por sí solas, con independencia de quien las escribe. Claro está que ambicionarlo no es conquistarlo, pero como ocasional prologuista me limito a constatar este deseo, reservándole al lector, según su inapelable parecer, la verificación de sus eventuales méritos.

 

Préstese atención a lo que pocas líneas después también nos dirá Montejo de Linden: éste, que en Suecia “había pagado su tributo a las vanguardias”, en Venezuela se entrega a lo clásico. Tales son, justamente, los extremos que la poética ortónima se esfuerza en evitar; acaso por ello la biografía del poeta imaginario cuestiona las polaridades con un quiasmo argumentativo: alguien que innovó en el Viejo Mundo puede dedicarse a conservar en el Nuevo. No ha de sorprendernos que las invenciones de un escritor bien dotado incluyan un discurso y su simultánea negación: el arte más memorable ha nacido siempre de un debate que da pie, si hay talento y suerte, a síntesis felices. Me refiero al encuentro de la conciencia y el inconsciente, es decir, los propósitos lúcidos de la vigilia y los impulsos de las zonas obscuras de la Psique, capaces de dominar la voluntad autorial y de utilizarla para llevar a cabo sus designios. Lo reprimido o suprimido por la rigurosa conciencia estilística de Montejo —quien jamás tropieza en innovaciones furibundas ni en conservadurismos hieráticos— halla en la heteronimia un espacio ideal y, en vez de estallar y rebelarse contra la persona, contra la máscara que el autor ha elegido como su imagen pública, entabla un productivo diálogo con ésta. En dicho intercambio, cargado de historia y tiempo literario en movimiento, el presente de una poética se enriquece con el pasado y lo invita a hablarnos de nuevo como antes no lo había hecho.

 

(1) Cito por la segunda edición de El taller blanco, México: Universidad Autónoma Metropolitana, 1996, pp.229-239.

(2) Eugenio Montejo, Algunas palabras, 2da. ed., Maracay: La Liebre Libre, 1995, p. 5.

(3) Renato Poggioli, Teoria dell’arte d’avanguardia, Bologna: Il Mulino, 1962, pp. 41-56.

(4) Peter Bürger, Theory of the Avant-Garde, Jochen Schulte-Sasse, tr., Minneapolis: University of Minnesota Press, 1994, pp. 57-58.

(5) Téngase en cuenta, como ha argumentado uno de sus mejores críticos, que “Eugenio Montejo” fue un pseudónimo escogido en la adolescencia por Eugenio Hernández Álvarez (cf. Francisco Rivera, Ulises y el laberinto, Caracas: Fundarte, 1983, p. 72-73). El pseudónimo de ayer se ha convertido en nombre legal del autor.

(6) El taller blanco, p 183.

(7) Por eso lo incorpora Borges al mundo de la ficción en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”.

 

[Prólogo a El cuaderno de Blas Coll y dos colígrafos de Puerto Malo de Eugenio Montejo, Valencia (España): Pre-Textos, 2007, pp. 11-24. Reproducido con la venia y autorización de su autor]

 

 

Miguel Gomes. (Caracas, 1964). Narrador, ensayista, crítico, traductor y profesor de postgrado en la Universidad de Connecticut (USA). Doctorado en la Universidad Estatal de New York (Stony Brook), reside desde 1989 en Estados Unidos. Ha publicado las colecciones de relatos: Visión memorable (1987), La cueva de Altamira (1992), Música antigua y otros relatos (2001), De fantasmas y destierros (2003), Un fantasma portugués (2004), Viviana y otras historias del cuerpo (2006). A esto se suman publicaciones de ensayo y crítica como El pozo de las palabras (1990), Poéticas del ensayo venezolano del siglo XX (1996), Los géneros literarios en Hispanoamérica: Teoría e historia (1999), Horas de crítica (2002). Colaborador de diversas revistas literarias y académicas especializadas.

En el cautivo n. 10 se puede leer una entrevista con el autor y en el n. 13 un ensayo suyo. Narraciones de Miguel Gomes, en los números 10 y 22.





fotografía: FILUC 2007 (Valencia, Feria Internacional del Libro de la Universidad de Carabobo, Venezuela), Miguel Gomes, Eugenio Montejo y el poeta austriaco Wolfgang Ratz. En la extrema izquierda, el escritor colombiano Jaime Manrique.

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