Crónica

 

Muchachas del interior

 

 

Arturo Almandoz

 

 

A Margarita Ojeda Ramírez,
muchacha, aya, hermana.


1. En la lectura de Les bonnes de Genet, a la que creo haber llegado buscando respuestas literarias a la sempiterna presencia de Margarita en nuestra domesticidad, me impresionó hace mucho la denuncia sobre la falta de genealogía propia en esos seres que, pasivos y sumisos, serviciales y preteridos, traseros y silentes, se deslizan a través de la olímpica cotidianidad burguesa. Más como un fresco colectivo y coral que registra sus segregados hábitos en cocinas y subsuelos, así como sus disimulados pasajes por alcobas y recámaras, las grisáceas siluetas coronadas de cofias arrastran su alienación y extrañamiento, como otro existencial rasgo atribuido a las mucamas pululantes en la mansión inglesa recreada por Robert Altman en Gosford Park. Y aunque se incrusten en un similar entorno nobiliario, los retratos que de las criadas de otro castillo de entreguerras, encabeza Emma Thomson como ama de llaves en The remains of the day, ofrecen en cambio la redención y vida propia alcanzadas por las ciudadanas escapadas de la aristocrática campiña de una Inglaterra fascista y decadente, pero inexorablemente secular y moderna.

Acaso todos esos rasgos – la falta de genealogía, el extrañamiento familiar y el eventual alejamiento - siempre me han incomodado e inquietado, porque creo que no explican la ligazón de las criadas a la familia venezolana del siglo XX. Primeramente porque, como en otras partes del Nuevo Mundo, muchas de las otrora esclavas, desde su manumisión en el siglo XIX, siguieron involucradas por voluntad propia con sus familias adoptivas, de las que con frecuencia llevaran el apellido. De Gone with the wind a las novelas de Amado y Donoso, esa estirpe de criadas entrañables recorre desde las oligárquicas mansiones de plantación hasta las solariegas casonas burguesas, trayendo siempre su sabrosa ristra de memoria campesina y sabiduría popular.

Así también las criadas llegadas a la casa venezolana hasta mediados del siglo XX, bien fuera en provincia o en la capital, provinieron de la inmigración rural. A diferencia del trato instrumental y contractual que caracterizaría a las que después conoceríamos como sirvientas y cachifas – venezolanismo que apareció hacia los ochenta, del cual nunca gusté, pero que creo denotaba la extranjería de las que arribaban de las islas caribeñas o los países andinos – aquellas primeras criadas venezolanas se integraron, crecieron y se urbanizaron con las familias receptoras, acompañándolas en su trashumancia a través de pueblos y ciudades, de apartamentos y quintas.


2. Al menos en mi familia establecida en Caracas desde los años 1930, una primera generación de esas criadas migró de provincia a la capital con el resto de la hacienda ya mermada de los abuelos y parientes. Recluidas en los parajes traseros de las quintas de San Bernardino o La Florida, de El Paraíso o Altamira – algunas sólo aparecían esporádicamente en el recibo o en el comedor delanteros, respondiendo al toque de la campanilla de bronce - aquellas viejas sabidas y rezongonas, como María y Genara, eran descendientes directas de las que Picón Salas evocara, en la infancia mítica de su Viaje al amanecer, como maestras de la oralidad provinciana del tiempo de Maricastaña.

Si aquellas habían sido las criadas de las misias y las doñas de entre siglos, hubo otra generación de muchachas del interior, traídas directamente a las casas y apartamentos urbanos de las doñitas como mamá y mis tías. Llegaron hasta los cincuenta y sesenta con las marchantes que, con intenciones no siempre claras o desinteresadas – como después tampoco tendrían las sedicentes agencias de servicio doméstico - intermediaron con empobrecidas familias campesinas del Táchira y Trujillo, del Guárico y Margarita, casi siempre regiones y estados excluidos de los circuitos productivos de la revolución petrolera. Tenían esas muchachas una genealogía propia, no necesariamente humilde pero sí venida a menos, llegando algunas veces hermanas o primas a viajar juntas, para ser colocadas en casas vecinas o emparentadas. Pero carecían casi todas de los hábitos urbanos, los cuales adquirieron con sus familias de crianza.

Con sus nuevos parientes vieron en las nerviosas pantallas blanquinegras el show de Renny al mediodía, seguido de Bonanza, Lassie y otras series norteamericanas por las tardes. Con las doñitas y sus proles, que respectivamente devinieron sus putativas madres y hermanos urbanos, visitaron las muchachas por vez primera los estilizados palacios de cine de la Caracas de los sesenta, desde el art-déco del Radio City al Hollywood a lo Mendelsohn. Una vez replegadas las cortinas de terciopelo y apagadas las luces incrustadas en aquellas sirenas de estuco que bordeaban las plateas, contemplaban boquiabiertas las imperiales falanges de hercúleos centuriones y esclavos que, muy a lo Cecil B. de Mille, parecían salirse de las pantallas. Distraídas por bromas de la muchachada y las desconocidas golosinas de la Savoy, eran tramas que a veces no lograban entender, pero que no dejaban de impresionarlas por los contrastes del tecnicolor o el sonido estéreo recién llegado. Charlton Heston en Los diez mandamientos y Ben-hur, o la Taylor en Cleopatra, eran tan gigantes como las muchachas nunca habían imaginado en los modestos cines de sus pueblos.


3. Superada la adolescencia y los deslumbramientos de ciudad, ya en la adultez de la casa urbana, aquellas muchachas del interior pasaron a ser baluartes y resguardos de tradición provinciana en las familias que las acogieran. Habiendo aprendido con creces los arcanos culinarios de sus madres putativas, las otrora muchachas, ya madres y doñitas a su vez, aromatizarían las tardes caseras de las quintas y apartamentos con ponqués y polvorosas, así como las navidades y las pascuas con almibarados dulces de lechosa y majaretes de coco. Cultivando en la cocina el mismo romanticismo que predicara Picón Salas de sus parientes merideñas, ellas prolongaron hasta cuando pudieron, en el desayuno y la cena urbanos, las empanadas, hallaquitas y arepas que eran casi eucarísticas, como buscando vencer las cotidianas prisas de cada día y las rencillas nimias de cada quien. Pero el crepitar de sus calderos y budares eran ya estertores del lar antiguo y la familia en diáspora en la metrópoli.

Aquellas muchachas del interior son acaso las últimas advocaciones citadinas de la Mamachía de Armas Alfonzo, que sacralizaba la casona del Unare vistiendo con retazos las imágenes en las hornacinas y los altares en Semana Santa, mientras atesoraba en sus petacas y baúles los recuerdos de todos los niños y niñas que criara. Como salidas de También los hombres son ciudades, esas muchachas que han envejecido con nosotros son las que siguieron los pasos de Chama, la criada y ahijada merideña que se niega a abandonar a la familia en su mudanza a la capital, en aquel 1936 pletórico de cambios en Venezuela. No es casual que el personaje de Trejo, probablemente más real que novelado, conociera y pregonara, mejor que los dueños mismos, las historias y anécdotas asociadas a los muebles y los enseres, a los cachivaches y los corotos de cada rincón de la casa; por ennoblecerlos con recuerdos y significados, se niega, con majadera sabiduría, a desprenderse de ellos.

Por fortuna, las más de las muchachas y ahijadas del interior siguieron sacralizando el habitar de la familia urbana en los años por venir, como lo hicieran Mamachía y Chama en la provincia venezolana hasta los treinta y cuarenta. Porque todas ellas, como Margarita en nuestra casa, prolongaron el antiguo sentido de la cosa – y no el objeto - que espejea al mundo, como lo advirtiera el segundo Heidegger inspirado en Hölderlin y Rilke; también ellas mantendrían los veneros que permiten distinguir las dimensiones y los tiempos, los parajes y los lugares del habitar. Por ello, en la casa desolada en medio de la Caracas roja, sólo la otrora muchacha sabe ahora qué rincones convienen más a las matas de sol y de sombra, en secreta herencia de la madre putativa; sólo ella ubica el oxidado machete que reclama a veces el jardinero, para podar las ramas de la acacia ya sesentona, como ella misma, como la quinta de la familia que la acogiera a su llegada del interior.

 

marzo-abril 2008



Arturo Almandoz, PhD, Post-doc. Profesor Titular, departamento de Planificación Urbana, Universidad Simón Bolívar (USB). Además de 38 artículos en revistas especializadas y 14 contribuciones en obras colectivas, es autor de 8 libros que han obtenido premios de la USB y el Municipal de Literatura (1998, 2004) en diferentes menciones investigativas, así como nacionales e internacionales. Destacan Urbanismo europeo en Caracas (1870-1940) (1997; 2006), Premio de Teoría y Crítica, IX Bienal Nacional de Arquitectura, 1998; La ciudad en el imaginario venezolano, I (2002) y II (2004), premio compartido de Teoría y Crítica de Arquitectura y Urbanismo, XIV Bienal Panamericana de Arquitectura de Quito, 2004. Editor de Planning Latin America’s Capital Cities, 1850-1950 (2002), Most Innovative Book Award 2004 sobre urbanismo español y latinoamericano, International Planning History Society (IPHS). El profesor Almandoz ha sido ponente o conferencista en más de 80 eventos nacionales e internacionales, habiendo publicado más de 50 colaboraciones divulgativas en prensa y revistas especializadas. Nivel 4 del Programa de Promoción del Investigador (PPI) desde 2007.

 


Ilustración: Guillermo Barrios, Inventario del olvido. Caracas: Cinemateca Nacional, 1992.

Home