Eugenio Montejo:

fidelidad de una escritura

 

María Antonieta Flores

 

Ha fallecido Eugenio Montejo el jueves 05 de junio de este año.

Más evidente, ahora, este desamparo por la ausencia de las madres y los padres de la poesía y de la palabra. La orfandad que obliga a recordar y honrar a los ausentes también impone continuar el camino trazado no sólo por la belleza sino por la ética y la voz como expresión de un mundo interior que se ha construido por la vivencia y por el diálogo con el afuera, la diferencia y el otro. Se hace más díficil el rumbo de la escritura, pero la herencia está allí, abierta y generosa, para recordar que el compromiso con la palabra se sella con sangre y se cumple con fidelidad.

La partida del poeta está marcada por el reconocimiento amoroso y justo de los lectores y de la crítica más allá de las fronteras regionales. Como muestra de este arroparse bajo el árbol inmenso de su palabra basta recordar que el 20 de Septiembre de 2007, recibió el Doctorado Honoris Causa conferido por la Universidad de los Andes (Mérida) en el marco de la VII Bienal de Literatura Mariano Picón Salas, reconocimiento que se sumó a los ya recibidos por este poeta y ciudadano ejemplar que enaltece la venezolanidad. Este homenaje se sumó a la reciente edición de su poemario Fábula del escriba por Pre-Textos y de El cuaderno de Blas Coll y dos colígrafos de Puerto Malo por la misma editorial y en el mismo año (2007), a lo que se agregó la edición de Terredad de todo con selección, prólogo y notas de Adolfo Castañón por Ediciones El otro, el mismo, la editorial dirigida por Víctor Bravo.

La obra poética de Eugenio Montejo (Caracas, Venezuela, 1938- Valencia, 2008) es de solidez monolítica. Está sustentada en un compromiso riguroso con el lenguaje, en la emoción contenida y en la fidelidad a un conjunto cerrado de imágenes que se potencian para expresar el universo y la vivencia de lo humano ante su realidad. Esta fidelidad a un sistema de de imágenes y símbolos conforman un mundo lírico totalizador a pesar de los pocos elementos que reiteradamente construyen el poema montejeano: la naturaleza, en especial la tierra y los árboles, la mirada distante, la melancolía, la ciudad y lo circular, imagen que aparece de manera más evidente en sus últimos poemarios.

La tensión poética se mantiene bajo la misma fuerza a lo largo de su obra, pero quizás el punto donde esta tensión es llevada a extremos es Trópico absoluto (1982), libro crucial en la poesía venezolana. En él, la universalidad a la que siempre ha aspirado el poeta se define desde su condición caribeña y venezolana. Es un poemario de identidad y raíces que sigue resonando en el imaginario nacional sin dejar de proyectarse en la vivencia colectiva universal.

El enraizamiento, la relación y el respeto por la herencia y sus ancestros guían su obra. Este es otro aspecto que da solidez a sus poemas: no se ha desprendido del árbol de la tradición para concretar su propia voz, sino que se se ha reconocido como parte de una voz ancestral que lo precede, de una lengua, de una cultura.

En su poesía, la huella de Antonio Machado y Borges se manifiestan no sólo en la forma de construir la universalidad a través de lo propio y cercano, sino que se emparenta con ellos en el distanciamiento que se revela en una voz donde la emoción lírica es una tensión contenida. Montejo integra equilibradamente las diversas corrientes literarias de la tradición que lo antecede y las reelabora en un discurso portador de un signo clásico, en el sentido permanente del término. Las tendencias se integran, las voces líricas que lo acompañan han sido incorporadas para verterlas transformadas en humus de su propia y particular voz.

Su dominio estricto de las formas tradicionales las ha revelado por vía de la heteronimia. Su virtuosismo en este asunto lo ha demostrado en libros como El hacha de seda. Y es ejemplar para las nuevas generaciones que intentan el poema de manera despreocupada o al arbitrio del capricho. Si en este poemario utiliza el soneto magistralmente, en otro revela sus vínculos con expresiones populares como la copla bajo un ejercicio heteronímico que el tiempo no ha demostrado sustancial en la recepción de su obra, conocida la identidad del autor ya en el momento de edición de los libros. Y esto quizás ocurre porque es una heteronimia desmontada, deconstruida y hasta irónica –Linden escribiendo sonetos, por ejemplo-. Lo cierto es que los lectores han preferido siempre la voz que firma bajo el nombre de Eugenio Montejo o no hacen distinción. Así, la heterominia de Montejo (Blas Coll, Tomás Linder, Sergio Sandoval, Eduardo Polo) ha devenido en acto expreso y lúdico entre autor y lectores.

Ya en Algunas palabras (1976), diálogo cósmico que se sostiene en la serenidad y el equilibrio, aparecen las imágenes y temas que serán el territorio en el que irá ahondando y profundizando en su escritura. Paisajes “intactos en la tierra profunda” van conteniendo y recibiendo la mirada del sujeto que se reconoce sólo en relación con su realidad y el afuera. También ya en este poemario de 1976, se manifiesta la mirada que dará el sello particular en su voz. Es de este libro, el poema “Sala de parto” que de alguna manera se continúa “En el pabellón de prematuros” de Adiós al siglo XX (1997).

La relación con el tiempo se evidencia a medida que los años transcurren y en sus más recientes poemarios hay un claro sentido de pérdida y nostalgia al igual que una mayor conciencia del transcurrir. “El tiempo en que tu cuerpo gira con el mundo”. La muerte, el otoño, la sensación de finitud están más presentes en sus poemas de la década de los noventa: “No ha muerto. Cambió de ruta el tiempo/ que pasaba a su lado.”

Su ya mencionada fidelidad a la palabra lo lleva a escribir en su poema “El molino” a modo de plegaria: “Borra las letras del poema en que he mentido, / la palabra que no nació como una uña / de mi carne”. Así, expresa la necesaria consustanciación entre el poeta y la escritura, hecho sólo posible desde la verdad personal. Su propuesta estética parte de lo genuino, ámbito que exige lealtad y rigor. El poeta se reconoce entre dos mundos y su transitar entre ellos está dado por un vínculo precario pero ineludible: “no a la intemperie sino dentro de mí mismo, / errando de lo visible a lo invisible,”.

La conciencia poética ha guiado su escritura y lo demuestra en “Pasaporte de otoño”, un poema que puede considerarse síntesis de su obra y de su posición existencial:

Soy el mismo de ayer que siempre he sido,
el que llamó a la puerta de setiembre
al ver sus ojos de oro. Y recorrió Manoa
sobre el errante caballo de sus muertos.
El que hablaba en secreto con los árboles
y amó a Islandia de lejos, sin conocerla.
El mismo siempre del alba hasta el crepúsculo,
aunque mi sobra ya caiga a la derecha…
Y más el mismo que ha soñado algún día
contemplar la profunda belleza de todo;
la verdad de una luz alzando el aire
donde rostros y seres y cosas flotaran;
alzándome los ojos para ver un instante
lo bello intacto en cada gota de materia,
lo bello cara a cara en su fuerza terrestre;
no sólo en una flor, una doncella, en todo:
-la profunda belleza de todo,
con la misma visión que tuve en mi previda
y me alumbró ya no sé dónde hasta nacer,
como tal vez nunca se alcance en este mundo
aunque por siglos nos aplacen la muerte.

El instante y la belleza son dos elementos que Eugenio Montejo conjura desde la esencia humana que se mantiene inalterable. El poeta ha sabido cultivar lo que se le ha otorgado: un don poético de fina arquitectura y de fiel enraizamiento en la tradición hispana. Desde ese lugar que lo define y fiel a su escritura como expresión de lo genuino y de su verdad, Montejo encuentra el camino y nos lo muestra: “Uno se borra, pero llega a sí mismo”.

*Después de la mención a Adiós al siglo XX. (Sevilla, Esp.: Editorial Renacimiento, 1997), todos los versos y poemas citados corresponden a esta edición.

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