Mi crucificción rosada

 

Jotamario Arbeláez

 

A Marlén Campo,
en memoria


Una que entre mis brazos fue pura fragancia de paraíso,
entre cuyos pliegues de seda fluyó caudalosa mi primera juventud
aaaaaaa
galopante,
por quien perdí cordura y kilos cuando me bajó de la cama,
reposa ahora vuelta ceniza neoyorkina en el estuche donde guardaba mis
aaaaaaacartas.
La sobrevive en mi gabinete la espuma de afeitar que me regalara en
aaaaaaaManhattan 33 años después de nuestra ruptura,
cuando viajara como rufián poético a dar a conocer en la sala del consulado
aaaaaaala obra dolorosa inspirada en ella,
y aprovechara -luego de volver a pedírselo- para hacerle el reclamo por la
aaaaaaaruina de mis pasiones.

Se la quité al pintor y me la quitó el cantante.
Yo tendría 22 años caleños, demasiados para tan poco dinero en tantos
aaaaaaabolsillos,
ella 20, y ya sabía que el cuerpo servía para lo contrario de ponerse la ropa.
Ella era una muñeca de la Avenida 6a., con marido tolerante que sostenía
aaaaaaasus devaneos,
yo un camaján del barrio Obrero que llegaba a invadir lo que serían los
aaaaaaapredios de Andrés Caicedo.
La primera vez que amanecí en su mansarda, luego de una noche de
aaaaaaapirotecnia erótica sin antecedentes en ningún trópico,
me encontré solo con una edición despastada de El lobo estepario sobre la
aaaaaaasábana,
que aproveché para leerme de cabo a rabo.
Llegó a las dos horas, con una copa de vino en su mano que me enviaba su
aaaaaaaesposo,
el pintor que vivía en el apartamento de arriba,
con quien tenía el sagrado convenio de posarle desnuda todos los días de 10
aaaaaaaa 12.
El buen hombre nos dejaba las cajas de comida al pie de la puerta,
de la que se retiraba al primer timbre discreto.
Vine a conocerlo un mes después de mi encuentro fortuito con su
aaaaaaamantenida desenfadada, cuando reventó el embarazo,
y raudo nos condujo a la casa de la abortista, pagó la cuenta del estropicio
y con aire severo me llenó los bolsillos de preservativos.

Pero yo la quería toda para mí sólo.
Comencé a marearme con la prodigalidad del pintor y su fantasía de
aaaaaaaplasmarla
completamente azul en sus cuadros gigantes -a ella, que era de tan pequeño
aaaaaaaformato-,
y una noche nos escapamos a un nidito de amor que alquilamos en una
aaaaaaapeluquería.
A la noche siguiente, cuando regresábamos de la zarzuela, encontramos
aaaaaaaque había alquilado otro cuarto en el mismo sitio.
Y madrugó a prepararnos el desayuno sin un pelo de desagrado. Nos
aaaaaaaagredía con su generosidad desmedida.

Nos cambiamos al último piso de un edificio frente al río y hasta allá nos
aaaaaaasiguió su sombra.
Se nos metía por el techo para averiguar qué necesitábamos.
Alguien le enseñó a fumar marihuana, entró en crisis y trató de degollarse
aaaaaaacon el bisturí de su estudio.
Tuve que transigir porque supuse que su enamoramiento, por enfermizo,
aaaaaaadebía ser por lo menos igual al mío. (Tenían un hijo de 3 años que se
aaaaaaadaba la buena vida en casa de los abuelos paternos.)
Y así andábamos juntos para escándalo de la parroquia, como Ella, Julio y
aaaaaaaJaime
, la película de Truffaut,
por todos los lugares de la vida pública artística.

Logré alejar su piel de los ojos del pintor, pero no de los enfebrecidos
aaaaaaaaprendices de Bellas Artes,
ni de los ojos del mundo que siempre la persiguieron.
Ella salía a posar en las tardes y yo me iba con mis monjes juguetones en
aaaaaaabusca de alucinantes
que me bajaran de la levitación paradisíaca a la que permanecía aferrado
aaaaaaacon mis miembros resbaladizos.
Al pasar por el Puente Ortiz, veía siempre a un hombre moreno con un
aaaaaaatelescopio apuntando al poniente, pregonando su estelar mercancía,
y una cola de señores con un peso en la mano para pagar por la
aaaaaaacontemplación del fenómeno celeste.
Un día me decidí, y cuál no sería mi sorpresa cuando en vez de la estrella
aaaaaaaprometida
me encontré con el desnudo de mi amada tendido en su tarima, en un
aaaaaaaescorzo que favorecía al voyerista,
en el cuarto piso del Conservatorio.
Ni qué decir que el telescopio terminó precipitado a las piedras del río Cali,
adonde por poco va a acompañarlo el culebrero de estrellas con su turbante.

Desde un principio me propuse, con la fuerza de nuestro amor, redimir al
aaaaaaagénero humano.
Un poeta enviado de Dios y una modelo endemoniada oficiándole a la
aaaaaaabelleza,
era todo lo que necesitaba la nueva sociedad para calentarse e iluminarse.
Fue mi primer amor, y podría decir que el último,
por cuanto mis últimos amores resultaron lastimados por el primero.
¡Cuanto la amé, Dios mío, que todo el amor potencial de que me llenaste lo
aaaaaaagasté en ella!

Me lavaba el cabello con Alighieri, almorzaba con John Donne, me trababa
aaaaaaacon Hölderlin y echaba a trotar con Petrarca.
Cuando ya me creía el rey de la poesía, me puso unos cuernos dum-dum
aaaaaaaque terminaron por tumbarme la corona con todo y pelo.
Yo retornaba de Medellín de grabar mi disco a go-gó Bájenme de esta
aaaaaaacuna,
y la encontré con el líder de la canción protesta, quien además había
aaaaaaaganado el premio de narrativa
y tenía también embobado al profeta de mi movimiento. Al quedarme
aaaaaaaviendo un chispero,
me prometí no volver a caer en la ingenuidad de amar a una mujer como si
aaaaaaafuera la única.

Qué vanguardista decadente haberme creído capaz de hacer con ella, y
aaaaaaadesde luego con una cualquiera otra,
una leyenda inmortal a partir del monstruo de dos espaldas. No ha habido
aaaaaaaningún amor inmortal feliz,
empezando por el de Adán y Eva y Lilith. Beatrice, Laura, Juliette. Todos
aaaaaaase cifran en tragedias.
En mis poemas no volvería a salir el sol.
En adelante y en revancha, trataría de poseer a todas las mujeres para
aaaaaaaquienes me alcanzara el impulso,
de todas las edades y condiciones, para cerrar el grifo a las lágrimas.
Así, ya que nunca vibré con las cuerdas de un bolero, ni cargué ningún
aaaaaaaretrato en mi billetera,
ni vi la luna verde por más bikinis que me usaran de trampolín,
pude salvarme de las penas perpetuas de los amores fugaces y fugitivos.

Después de haberme ensañado con el cantante, a quien por otra parte
aaaaaaaadmiraba como a mí mismo,
me di cuenta de que él había sido el de menos.
Que la emancipación sexual que yo pregonaba de dientes para afuera era la
aaaaaaaconstante de nuestra vida común, pero,
como me confesó llorando lágrimas de cocodrilo en la terraza del Empire
aaaaaaaState, adonde subimos repletos de condones que habíamos adquirido
aaaaaaaen el loby,
ella no lo hacía como yo por mi lado, para satisfacción de mi terca lujuria,
sino porque de algo teníamos que vivir. Así podía regresar a mí con una
aaaaaaaobra de Walt Whitman y una milhoja.
Yo gozaba comiéndomela, pero además del amor -reconozco- era parco lo
aaaaaaaque le daba para que comiéramos.
A kiss may be grand but it won't pay the rental on your humble flat.
"Un beso puede ser algo muy grande, pero con él no se paga la renta de
aaaaaaanuestro apartamento modesto",
escribió en uno de sus poemas Marilyn Monroe.

En ese tiempo todavía se estilaba levantar la mano pretendiendo lavar el
aaaaaaahonor a coñazo limpio.
Casi se me quiebran los puños instruidos en la cinematografía mexicana.
Me tocaba bañarla en árnica para que pudiera asistir a posar al
aaaaaaaConservatorio.
Antes de que un atildado cabrón me explicara que no había que hacerse
aaaaaaamala sangre por un coito extraconyugal: "Tranquilo, colega, que eso
aaaaaaase lava, se seca y vuelve a encoger".

A morir marché a la isla de San Andrés, como una de esas tortugas varadas
aaaaaaapor culpa de las radiaciones
en el atolón de Bikini.
Me refugié en una cabaña budista, donde también vivía el desahuciado
aaaaaaapintor.
En su triste honor bauticé el sitio como "el asilo de los locos por ti".
Y allá viajaba la insistente a pasarle revista a mi desventura, mientras
aaaaaaavelaba con otro monje en una cabaña vecina.
Me regaló una máquina de escribir de esas de contrabando para que
aaaaaaamaldijera la vida.
Milagrosamente el señor Budha me colocó en la playa, al alcance de
aaaaaaamujeres de mundo en mokinis de morrocotudos pezones,
quienes para que me secara los mocos me convirtieron en amante latino.

"Marlén murió", rezaba el lacónico mensaje de su hija Alexandra en mi
aaaaaaacontestador telefónico,
"le dejó saludes".
En el último año oré por su recuperación todas las mañanas mientras me
aaaaaaajabonaba con lágrimas en la ducha.
Pero el cáncer fue más fuerte que mis plegarias.
El día que los terroristas tumbaron el Word Trade Center, ya el terror
aaaaaaaestaba instalado en ella,
a quien tanto miedo le daba la violencia del colombiano.
Había viajado a N.Y. en mayo del 68 para cortarme de tajo.
De cuando en cuando me llamaba para preguntarme si en Colombia se
aaaaaaahabía impuesto el perdón y olvido.
Me reía sin deponer el rencor, sin darme cuenta que el bastardo había sido
aaaaaaayo,
convertido en el cáncer que terminó por comérsela,
pero ella siempre recibía feliz en su castidad finalmente recuperada
el chasquido discreto de mi beso de despedida.

"Pasó a mejor vida", me dice mi señora mientras remodela la casa.
"Por lo menos mejor que la que yo le daba cuando vivíamos", reconozco.
Como pensaba que me había fallado, yo también le fallé en mi propósito de
aaaaaaahacerla heroína inmortal
con el cantar de nuestro romance, real o ficticia como Nadja o Manon
aaaaaaaLescaux.
Convivimos cuatro años deshaciéndonos en amor y treinta y tantos lejanos
aaaaaaay resentidos.
Cada vez que me ganaba un premio de literatura, le restregaba los poemas
aaaaaaaque me había hecho parir.
Ella me contestaba que si hubieran sido poemas felices habrían resultado
aaaaaaaridículos.
Que desde que leíamos a Luis Aragón frente al Club de Tenis, sabíamos
aaaaaaaque “No hay ningún amor feliz”.
Que me había dado el privilegio del sufrimiento.
Y me hablaba de las irradiaciones que la estaban dejando calva.
Menos dolorosas, en todo caso, que la lectura de mis Antimemorias, en
aaaaaaacuyas páginas la dejaba crucificada.
“¿Te acuerdas de aquel verso de tu poema de los sesenta donde decías:
Completamente calva sobre la cama te pareces a la mujer de mis sueños?
Pues tengo que reconocer que eras un verdadero profeta.”
Y sus últimas palabras con el rostro severo en el aeropuerto La Guardia:
“El día que escribas algo digno sobre mí tal vez con el cáncer ya me haya
aaaaaaaido”.
Ahora que ella se ha doblegado como una torre gemela,
me asalta la sospecha de que tal vez logré mi propósito.

Pidió que la cremaran, porque había oído que así reencarnaría más rápido.
aaaaaaaY ella no podía vivir sin su vida.
Debo reconocerle que gracias a su entrega aprendí a vivir. Y a ser hombre y
aaaaaaahasta poeta,
así merezca una paliza en su desagravio por puñetero, por cabrón y por
aaaaaaaputañero.
Y, como mi alter ego Henry Miller, autor del Trópico de cáncer, a sacar
aaaaaaapartido del infortunio.
Hoy cobro por contar el cuento de mis cuernos de oro.
Mi crucifixión rosada como escritor comenzó, no cuando yo quise ser otro
aaaaaaaMiller,
sino cuando ella se dispuso a ser otra Mara.

Amén, amor.





Jotamario Arbeláez. (Cali, Colombia, 1940). Poeta, ensayista, articulista, publicista. Ha publicado: El profeta en su casa (1966), El libro rojo de rojas (1970) en coautoría con Elmo Valencia, Mi reino por este mundo (1981), La casa de la memoria (1985), El espíritu erótico (1990) junto al pintor Fernando Guinard, El cuerpo de ella (1999, 2000), Nada es para siempre. Antimemorias de un Nadaísta (2002), Santa Librada College (2007). En 1980 obtuvo el Premio Nacional de Poesía Oveja Negra y Golpe de Dados, con Mi reino por este mundo (1981). En 1985 ganó el Premio Nacional de Poesía Colcultura con La casa de la memoria y en 1999 el Premio Nacional de Poesía del Instituto Distrital de Cultura y Turismo, con El cuerpo de ella, 2000.

El poema que aquí se presenta es una versión inédita, poema de largo aliento que revitaliza el viejo género de la elegía.

En el cautivo n. 27 (abril 2007) aparece un artículo del poeta sobre Gabriel García Márquez y en el n. 33, dos textos: su carta de amor a Venezuela y otro sobre el Nadaísmo.

 

 

fotografía: http://en.wikipedia.org/wiki/Image:Manhattan_at_Dusk_by_slonecker.jpg

 
 

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