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Crónica |
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Arturo Almandoz |
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1. Aunque algo más tarde que en otras capitales latinoamericanas, la gravitación de la élite caraqueña en torno al centro histórico se había roto ya para finales de los años 1930, en la primera diáspora suburbana apurada por la bonanza petrolera. Es cierto que parte de la oligarquía de la Bella Época había emigrado ya desde el novecientos a las eclécticas mansiones de El Paraíso, coronadas algunas con torreones neogóticos o buhardillas de pizarra, como entresacadas del brumoso Londres de Ruskin o del grisáceo París de los impresionistas; mientras que algunos chalets mostraban ya el músculo metálico de los rascacielos que crecían en Chicago, como en diminuta proclamación del agringado progresismo por venir. Entretenida con motorizados paseos a La India, lances de tennis en las canchas y diplomáticas cenas de etiqueta, la europeizada sociedad de aquel suburbio novecentista no pudo empero trascender, como muestran escenas de La Trepadora e Ifigenia, su órbita económica y social en torno al galdosiano barullo del centro histórico. Fue la burguesía petrolera de las postrimerías del gomecismo, junto a las castas extranjeras de ejecutivos recién llegados y la oligarquía cansada de aquellas deslucidas parroquias céntricas, las que quebraron la antañona primacía social de la plaza Bolívar y sus alrededores. De las ajardinadas quintas del Country Club y La Florida, de Los Chorros y Campo Alegre – indecisas todavía entre el estilo de misión californiana y el primer modernismo de corte internacional - no retornarían ya los morrudos Pontiacs y Mercedes a aquel centro denso y vetusto, sino sólo para ocasionales galas en el Municipal o el Nacional. A la sazón, en los clubes y las piscinas, las deportivas mujeres y los hombres de negocios habían clausurado los lánguidos y caballerosos entretenimientos de salón, así como los trajes de Chanel se habían desprendido de los púdicos corsés y los tocados vaporosos desde comienzos de los Años Locos. 2. Hubo una segunda ruptura de la centralidad caraqueña desde mediados del siglo XX, cuando las autopistas – tan asociadas por los venezolanos como los carros a la modernidad secular – permitieron la huida de contingentes más amplios de las clases altas y medias hacia los ramales del valle. Fue entonces cuando proliferaron, hacia el este y sureste de la capital, las urbanizaciones diseñadas según los principios de unidades vecinales al estilo norteamericano. Desde La California por la Francisco Fajardo hasta El Marqués por la Cota Mil, varias de ellas tuvieron que esperar por la prolongación de la vialidad expresa para convertirse en polos realmente atractivos; asimismo ocurrió hacia el sureste desde los años 1960, con las promociones de Prados del Este como ciudad vecinal hasta La Trinidad como ciudad satélite. A diferencia de esa suerte de ensanches que emparcharon las urbanizaciones de Luis Roche a lo largo del eje del valle – alcanzando su epítome en la hoy todavía elegante Altamira - las del sureste brotaban, adosadas a la “autopista de Prados”, como claustros de ajardinados patrones alrededor de pequeños centros comunales y de servicios, el más importante de los cuales terminó siendo el centro comercial. Enclavado con mi familia desde la infancia en una modesta quinta de San Bernardino, recuerdo la migración de algunos vecinos hacia aquellos suburbios ignotos, desde los sesenta, como un gesto traidor hacia lo que, después entendí, era mi innato culto a la centralidad urbana. Quizás también rechacé aquel éxodo por verlo, desde mi maniqueísmo pueril, como un desaire de las doñitas emigradas para con mi mamá, cuya falta de carro le imposibilitaba visitar aquellas urbanizaciones remotas, algunos de cuyos nombres, como Los Naranjos y Los Pomelos, se me antojaban demasiado bucólicos y semejantes. Pude comprender mejor el significado urbano y familiar de aquella migración hacia los años 1970, cuando se evidenció cómo esa diáspora ya masiva rompía las relaciones vecinales de los que habíamos crecido compartiendo, en torno a las mismas urbanizaciones, los colegios y las iglesias, las panaderías y los abastos, las heladerías y los cines; años después entendería que, más allá del adolescente guayabo que veía en mis hermanos por aquella separación de sus compañeros de crianza, se había producido la ruptura de la comunidad vecinal que la escuela de Chicago bien reivindicara, desde comienzos de los años 1920, dentro del aparente asociacionismo metropolitano. Pero era al mismo tiempo, un poco a la manera de las novelas de Salvador Garmendia, como si los que habían emigrado hacia los suburbios del sureste estuvieran ganando un estatus que perdíamos los que quedábamos en los alrededores de un centro que, en buena medida, se había tornado oeste.
Las mágicas letras de Savoy y la redonda tapa de Nivea - de un azul entre petróleo y rey, en la gama de los creyones Prismacolor – eran hitos publicitarios de la Caracas cosmopolita del este, desde que puedo recordar. Pero en las miríficas vallas del sureste, de los rostros de Estée Lauder a la prismática botella de Dimple, parecían renovarse las solicitaciones y los diseños, los mensajes y la tecnología para seducir a los afluentes conductores y pasajeros que, a pesar de la creciente cola de las horas pico y en ambos sentidos, trasegaban a diario sus Dodges y Fairmonts, sus Impalas y Caprices entre aquellos confines tramontanos y los vibrantes distritos de negocios. Al menos para mi estrecho horizonte de habitante del centro, el sureste se convirtió también en enclave de novedosas formas de modernidad, como si los que por allá vivían, que con tanta frecuencia viajaban a Miami, Houston y otras ciudades rimbombantes, trajeran de éstas no sólo la ropa, sino también los centros comerciales y los cines, los restaurantes y las discotecas. Por allá despuntaban, a la vera de la autopista, La Pirámide psicodélica y el sifrino Concresa, con sus zapaterías de Charles Jordan y Matignon, flanqueadas por disco-tiendas donde prorrumpían los últimos elepés de Barry White, Elton John y Diana Ross, mientras en el elenco de teatros y cinemas se estrenaban las sagas de Star Wars o Indiana Jones. Y en torno al distribuidor de Prados y Terrazas del Club Hípico, que todavía hoy me confunde como un dédalo de ramales, se alzaba el imponente Humboldt, con el sonido estereofónico que parecía multiplicar los gritos de las víctimas en Tiburón o Los ojos de Laura Mars.
Pero más allá de esa crónica vial y motorizada, entre endémica y cíclica en el país adolescente que todavía confunde desarrollo y progreso con tenencia vehicular, no puedo dejar de ver, en mi tránsito cada vez más esporádico por la autopista de Prados, el estructural epítome de aquella oleada suburbana que drenó el sentido comunitario de los que habían crecido en céntricas urbanizaciones, al tiempo que inauguró inusitadas formas de modernidad y consumismo en la díscola y sifrina Caracas del sureste.
Arturo Almandoz, PhD, Post-doc. Profesor Titular, departamento de Planificación Urbana, Universidad Simón Bolívar (USB). Además de 38 artículos en revistas especializadas y 14 contribuciones en obras colectivas, es autor de 8 libros que han obtenido premios de la USB y el Municipal de Literatura (1998, 2004) en diferentes menciones investigativas, así como nacionales e internacionales. Destacan Urbanismo europeo en Caracas (1870-1940) (1997; 2006), Premio de Teoría y Crítica, IX Bienal Nacional de Arquitectura, 1998; La ciudad en el imaginario venezolano, I (2002) y II (2004), premio compartido de Teoría y Crítica de Arquitectura y Urbanismo, XIV Bienal Panamericana de Arquitectura de Quito, 2004. Editor de Planning Latin America’s Capital Cities, 1850-1950 (2002), Most Innovative Book Award 2004 sobre urbanismo español y latinoamericano, International Planning History Society (IPHS). El profesor Almandoz ha sido ponente o conferencista en más de 80 eventos nacionales e internacionales, habiendo publicado más de 50 colaboraciones divulgativas en prensa y revistas especializadas. Nivel 4 del Programa de Promoción del Investigador (PPI) desde 2007.
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