Crónica

 

Entre abastos y supermercados

 

 

Arturo Almandoz

 

 


A Antonieta Marte de Almandoz
(Cumarebo, 1924-Caracas, 2006),
siempre
.


1. Todavía recuerdo la tarde de mediados de los sesenta cuando mamá encontró, en nuestro camino al abasto del portugués Quintino, en lo alto de San Bernardino, el billete de cien bolívares enrollado en la acera. En el ajustado presupuesto casero del modesto funcionario ministerial que papá era, aquel hallazgo permitió pequeños lujos en la compra semanal: además de aumentar las piezas de punta de trasero, que mamá siempre prefirió para que los bistecs quedaran más gruesos y jugosos – acaso un subterfugio frente a lo oneroso que comprar lomito resultaba – el billete marrón sufragó también compras de grandes ocasiones. Recuerdo una botella de Ponche Crema, para obsequiar a las abuelas y las tías cuando vinieran a visitar a mamá en San Antonio, que ya estaba próximo; porque junto a los cocteles con granadina y las tisanas de frutas, el ponche era obsequio de cumpleaños y santos, según costumbre que mamá conservara de sus años solteros en las parroquias y botillerías del Centro, cuando las misias y las doñas no permitían los excesos del güisqui y las bebidas fuertes a las muchachas casaderas.

Creo que también alcanzó el billete para redoblar las porciones del parmesano, así como para comprar la lata más grande de aceite Gallo, infaltables ambos desde siempre en nuestra mesa, como si fuéramos mediterráneos. Y recuerdo asimismo el alborozo de incluir en aquella compra afortunada el más preciado manjar de la familia: las pencas de bacalao, que mamá solía menudear en los depósitos de La Candelaria, pero que aquella tarde se permitió llevar de los viejos mostradores de Quintino, como en tributo a la suerte que nos había sorprendido en las inmediaciones de su abasto.

A la sazón la mayoría de las bodegas, muchas de ellas proclamadas después supermercados, estaban en manos de portugueses, lo que probablemente venía de la oleada inmigratoria de la segunda posguerra. Así como en las panaderías, esa regencia lusitana era ya un rasgo tan típico de abastos y supermercados como los coloreados anuncios que, desde entonces, orondamente presiden las entradas de esos negocios, estampados con frecuencia por las universales chapas de Coca-Cola o Pepsi, o las criollas de cerveza Polar y malta Caracas. La pronta penetración de los musiúes portugueses en el negocio de víveres, confirmada en los setenta con el emporio de la Central Madeirense, retrata el país multicultural que, afortunadamente, hemos sido después del gomecismo, con una clase media engrosada por gallegos y vascos, corsos y napolitanos, libaneses y sirios, por no mencionar los que vendrían más tarde del Cono Sur. Y aunque en mi casa sólo fuéramos algo navarros e italianos de ascendencia demasiado remota, siempre debimos a Portugal que mamá aprendiera a preparar el bacalao con Odette, la conserje del edificio donde viviéramos antes de mudarnos a una quinta cerca del abasto de Quintino.


2. A diferencia de las grandes quintas de las tías en La Florida y Altamira, o incluso de algunas vecinas en el mismo San Bernardino, no tuvo la nuestra cocina americana por mucho tiempo, así como tampoco la batería de electrodomésticos que presidían las rutilantes cocinas de aquéllas, las cuales emulaban la de La perfecta ama de casa en televisión. Sus empotrados gabinetes de tersa fórmica, pintada en tonos pastel o veteada como la madera, se ofrecían repletos de envases multicolores, como sacados de los portafolios pop de Lichstenstein y Warhol: desde los frascos y las latas de Kraft y Del Monte, hasta los paquetes de Nabisco y Oscar Mayer, ellos ilustraban una crónica alimentaria de los pequeños Estados Unidos que por entonces queríamos ser.

Esos enlatados habían arribado con la gente del petróleo, como reconociera Carmen Rosa al final de Casas muertas, por lo que después ella y su madre los venderían en la bodega que montaran en Oficina No. 1, al mudarse del Ortiz desolado. Esa era la comida que había llegado primero a los bungalows de los alambrados campos del Zulia, donde vivían los empleados de las compañías extranjeras, como recordaría Uslar Pietri en su Tierra venezolana; esas eran las marcas cuya omnipresencia había denunciado Briceño Iragorry, en sus mensajes sin destino, por aquellos años de desenfrenado consumismo pitiyanqui. En un tono menos solemne y algo más tarde, mis tías más bien celebraban, entre bocanadas de humo de tertulias familiares, que sus colegas profesoras de liceo, emancipadas como ellas de las hacendosas costumbres de sus madres, solían invitar a cenas en sus apartamentos modernos, donde el menú era una sucesión de coloridos enlatados y paquetes traídos de la compra quincenal en los supermercados.


3. Mamá no era tan emancipada como sus cuñadas profesionales, y en su diario corre-corre con los menús caseros, se mantuvo en trajinado contacto con los abastos tradicionales, siempre comprando de a poco. No cabían demasiados enlatados ni paquetes en los desvencijados aparadores de nuestra cocina, que se me hacían tan antiguos como aquella estampa de La lechera de Vermeer que presidía la mesa de diario, recuerdo traído por las tías de su primera gira europea, al paso por Delft. Tampoco se podía comprar carne para congelar en la compacta nevera Frigidaire, que sólo disponía de un minúsculo compartimiento donde apenas cabía el serpentín y las cubetas para cuajar hielo.

Por todo ello, no solía mamá hacer grandes compras en los supermercados, ni siquiera cuando el CADA los masificó entre la clase media venezolana de los sesenta. Las doñitas de San Bernardino la convidaban algunas veces para llevarla en carro; aprovechábamos entonces para comer donas espolvoreadas con Nevazúcar o lluvia de chocolate, mientras tomábamos merengadas y leches malteadas en la fuente de soda, presidida por aquella suerte de megalito coronado por las cuatro letras que, según papá, no podían hacer más millonarios a los Rockefeller. Un americanizado paisaje zonal como sacado de Lorenzo y Pepita o Archie y sus amigos, para recordar las comiquitas que más gustaban en la vecindad por aquel entonces.


4. Con la holgura económica de los hijos crecidos y profesionales; con la cocina americana que llegó tarde pero capaz, al igual que la nevera grande regalada en algún día de la madre o cumpleaños, mamá finalmente se permitió las compras algo más voluminosas en el CADA o la Central, porque nunca se sintió cómoda en los supermercados lujosos. Renuente asimismo ante las marcas nuevas, llevaba sus productos de siempre, como ella decía; eran infaltables las gelatinas y tortas Royal y los diablitos Underwood, como si cada semana fuera a organizar las piñatas de otrora, para los hijos y los nietos ya diseminados. Más que Del Monte, entre los enlatados prefería los espárragos y las alcachofas Monarch, con los que, por tantos años, preparó las ensaladas para acompañar las hallacas de Navidad, así como las de los cumpleaños de los abuelos.

A veces me parecía que mamá buscaba, en esos pasillos que acaso su memoria trocaba en corredores de patio, sucedáneos de los manjares y golosinas de su infancia, aquellos que importaba su papá a las casonas de Cumarebo y Coro, cuando todavía los Marte no habían migrado a Caracas. Soñaba ella con encontrar en la charcutería un jamón que supiera como el de Ferry, que mi abuelo les traía de La Vela o Punto Fijo, en el cenit del gomecismo, para que las criadas lo plancharan y acaramelaran bajo la supervisión de mi abuela. Creo que conservaba la íntima ilusión de encontrar cestas con huevas de lisa y foie gras, enlatados mejillones de Rodell, botellas de Cardenal Mendoza y estuches de marrons glacés como aquellos que, según ella me contaba en las últimas cenas íngrimas en San Bernardino, enviaba en diciembre el Benemérito como regalo a las familias de los secretarios estadales.

Su búsqueda era algo proustiana, sin saberlo ella, que nunca tuvo pretensiones intelectuales, aunque fuera doctora en primores y prudencias. Mucho había de memorioso en aquel ímpetu que la impulsaba por los pasillos interminables del CADA o la Central, empujando aquel carrito que hacía las veces de andadera, dejada ésta en el carro después de las aparatosas llegadas al supermercado; escoltada por la enfermera de turno y la sempiterna presencia de Margarita, hija de crianza, mientras yo chequeaba la lista, quizás parecíamos un pequeño cortejo sacado de una casera novela de Donoso. Pero cuando los corredores de los supermercados se hicieron demasiado luengos para la disnea y las piernas claveteadas de mamá, entonces hubimos de volver al modesto y cercano abasto de aquel afortunado hallazgo de mi infancia. Pero ahora los anaqueles estaban ralos con frecuencia; “no se consigue nada” rezongaba mamá resignada, mientras protestaba que eso no pasaría si no hubiese Quintino retornado a Portugal, después de que le asaltaran varias veces el local cincuentenario.

 

Caracas, junio 2008.

 



Arturo Almandoz, PhD, Post-doc. Profesor Titular, departamento de Planificación Urbana, Universidad Simón Bolívar (USB). Además de 38 artículos en revistas especializadas y 14 contribuciones en obras colectivas, es autor de 8 libros que han obtenido premios de la USB y el Municipal de Literatura (1998, 2004) en diferentes menciones investigativas, así como nacionales e internacionales. Destacan Urbanismo europeo en Caracas (1870-1940) (1997; 2006), Premio de Teoría y Crítica, IX Bienal Nacional de Arquitectura, 1998; La ciudad en el imaginario venezolano, I (2002) y II (2004), premio compartido de Teoría y Crítica de Arquitectura y Urbanismo, XIV Bienal Panamericana de Arquitectura de Quito, 2004. Editor de Planning Latin America’s Capital Cities, 1850-1950 (2002), Most Innovative Book Award 2004 sobre urbanismo español y latinoamericano, International Planning History Society (IPHS). El profesor Almandoz ha sido ponente o conferencista en más de 80 eventos nacionales e internacionales, habiendo publicado más de 50 colaboraciones divulgativas en prensa y revistas especializadas. Nivel 4 del Programa de Promoción del Investigador (PPI) desde 2007.

 


Ilustración: La lechera de Vermeer (cortesía del autor)

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