Crónica |
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Arturo Almandoz |
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1. “Boda elegante” se intitula la breve nota periodística aparecida en prensa en los primeros días de agosto de 1947, rescatada ahora de los amarillentos recortes familiares que reposaban ignotos en el escaparate de mamá. Si bien los dignos perfiles de los novios frente al presbítero resultan todavía apreciables y nítidos, dada la considerable magnitud de la foto para un periódico de marras, el texto más bien breve delata que no fue una de las bodas rimbombantes en aquella Caracas que se adentraba en la masificación metropolitana. Sin ser una pareja de la crema y nata, la ceremonia fue conducida con decorosos toques de la clase media venezolana que se consolidara después del gomecismo, en el decenio democrático que abriera López y cerrara Gallegos. Quizás para estar más a tono con la modesta iglesia de La Candelaria, se prefirió el Ave María de Gounod y no el de Schubert, que había acompañado las más celebradas bodas de las hermanas mayores de mamá en el Sagrado Corazón; acaso más bien por solemnidad sobria, la marcha nupcial fue de Wagner y no de Mendelssohn, cuya feérica orquestación habría requerido otro auditorio y ejecutante, distinto de la modesta agrupación Armonium, que la nota reseña. Celebradas por mi abuelo con la relativa pompa que correspondía a un alto funcionario del apogeo gomecista, en las nupcias de mis tías habían pavoneado todavía los bigotudos caballeros de levita y pumpá, como recordaba haber visto mamá, con aniñado traje corto a la sazón, desde los corredores de la casa de Altagracia. Pero no llevaba ya el novio sombrero, ni tampoco frac o levita, en esta boda de La Candelaria. Con el cabello engominado y partido a lo Gardel, o quizás más bien en el estilo del recién abdicado duque de Windsor, papá vestía un sencillo esmoquin negro, como los que también lucían en la posguerra Cary Grant y James Stewart, entre otros galanes de la segunda generación de Hollywood, en las elegantes tramas de suspenso a lo Hitchcock. Y aunque no fuera de alcurnia mantuana, en los tres apellidos Almandoz Ramos Sucre que la crónica le atribuyera al novio resonaba acaso el prestigio que el malogrado tío materno pasaba a tener en la Caracas de Viernes y Contrapunto, cuando comenzaban a despejarse algunas de las incógnitas dejadas por el suicidio del poeta insomne en Ginebra.
Los modistos preferidos de las novias chic venezolanas cambiaron en entreguerras, por supuesto. Las faldas subían y bajaban, se entubaban y acampanaban en los diseños de Marcel Rochas, mientras los tules y tafetanes de tocados y polisones se desplegaban en las primorosas creaciones de Nina Ricci; ellos querían que la mujer europea olvidara las austeridades de la guerra, pero sólo terminaron fomentando el consumo extravagante de las afluentes señoras gringas de Nueva York y Chicago. En el Saks de la Quinta Avenida o en el Macy’s de la Michigan, donde Balmain y Dior habían ya dado franquicias de su new look desde 1947, compró más de una novia venezolana el vestido que presidía el atávico trousseau de resonancias parisinas. El traje que mamá asomara en la nave de La Candelaria arrastraba, en cambio, la modesta historia de esa clase media venezolana engrosada con los otrora funcionarios gomecistas, como mi abuelo, quienes vinieran a menos después de morir el Benemérito. La nota periodística reseña una “creación de su señora madre Carmen Asprino de Marte, de satín rígido con pieza de tul ilusión ricamente bordado en perlitas y la falda terminada en larga cola con elegante polizón (sic). Llevaba un bellísimo tocado estilo Reina Victoria y el bouquet era de lupinos y botones de rosas blancas delicadamente confeccionado”. A pesar de los primores del arreglo, coronado con regias reminiscencias victorianas, el detalle del traje elaborado por mi abuela, confirmaba, junto a la centralidad de la parroquia, que la novia no era de la jai, aun cuando la modista familiar o vecina era recurso estimado y frecuente entre los diferentes estratos sociales de la Caracas de marras.
Ochentonas como ya casi eran algunas para comienzos de los setenta, esas modistas se aventuraron incluso a reproducir para las clientas más desenfadadas, incluyendo sus nietas, los modelos vanguardistas que siguieran al mayo francés, desde las minifaldas de Paco Rabanne y Mary Quant, hasta los minimalistas cortes de Saint Laurent, con estampados geométricos de Mondrian. Incluso algún esmoquin o falda pantalón del delfín de Dior se atrevieron a recrear costureras como mi abuela, contraviniendo sus gustos recatados, para complacer a alguna nieta atrevida que quería presumir de moderna en el Drugstore o en The Flower, en los más psicodélicos años caraqueños. Pero los encargos más gustosos de esas abuelas modistas fueron, todavía en los años 1970, los eclécticos trajes de novias de las nietas, como lo fueran los de las hijas treinta años antes, aunque aquéllas pudieran ya aspirar, a diferencia de éstas, a vestidos importados.
Después de la debacle del Viernes
Negro, comenzarían a sonar diseños de la primera generación
de creativos modistos criollos que encontró mercado en la clase
media que ya no podía comprar en el exterior, desde Guy Meliet
y Ángel Sánchez hasta Carolina Herrera, aunque el primero
fuera francés y ésta estuviera ya internacionalizada en
Nueva York. Olvidada la involuntaria austeridad que siguiera al Caracazo,
los ruidosos cortejos continuaron enrumbándose hacia las quintas
de Campo Alegre, ahora alquiladas, o hacia las mansiones de Chula Vista
o Cerro Verde, con accesos controlados por garitas. Desde entonces no
han cesado las reseñas periodísticas que siempre mencionan
los distintivos detalles de clase, desde los tradicionales cristales de
Sarowsky y encajes de Bruselas, hasta los más recientes símbolos
de estatus, como el güisqui de dieciocho años y etiqueta azul,
tan apreciado en la ostentación balurda y resentida de la Venezuela
roja. Pero ya es cada vez más raro que una novia que se precie
de postín aparezca vestida con un traje de anónima costurera
familiar, como se reconocía en aquella reseña de 1947, de
la boda elegante en La Candelaria.
Arturo Almandoz, PhD, Post-doc. Profesor Titular, departamento de Planificación Urbana, Universidad Simón Bolívar (USB). Además de 38 artículos en revistas especializadas y 14 contribuciones en obras colectivas, es autor de 8 libros que han obtenido premios de la USB y el Municipal de Literatura (1998, 2004) en diferentes menciones investigativas, así como nacionales e internacionales. Destacan Urbanismo europeo en Caracas (1870-1940) (1997; 2006), Premio de Teoría y Crítica, IX Bienal Nacional de Arquitectura, 1998; La ciudad en el imaginario venezolano, I (2002) y II (2004), premio compartido de Teoría y Crítica de Arquitectura y Urbanismo, XIV Bienal Panamericana de Arquitectura de Quito, 2004. Editor de Planning Latin America’s Capital Cities, 1850-1950 (2002), Most Innovative Book Award 2004 sobre urbanismo español y latinoamericano, International Planning History Society (IPHS). El profesor Almandoz ha sido ponente o conferencista en más de 80 eventos nacionales e internacionales, habiendo publicado más de 50 colaboraciones divulgativas en prensa y revistas especializadas. Nivel 4 del Programa de Promoción del Investigador (PPI) desde 2007.
fotografía: Archivo familia Almandoz Marte. |