Crónica

 

De marchantes y jardineros

 

 

Arturo Almandoz

 

 

1. No sólo por provenir de la apartada Venezuela que no absorbió los beneficios desiguales de los circuitos petroleros - desde los caseríos serranos de Falcón hasta los pueblos pesqueros de Paria – muchos de esos inmigrantes habían sido marginados también en otros sentidos. Llegaron a Caracas en oleadas postreras, cuando la faraónica demanda de trabajadores para obras públicas perezjimenistas formaba ya parte del pasado legendario. Se había agotado también el plan de emergencia de Larrazábal, que atrajera a muchos a las ciudades, para terminar si acaso con algún puesto de bedel o portero en los ministerios hipertrofiados, mientras buscaban ranchos en laderas y quebradas del valle accidentado. Eran rostros y manifestaciones de ese Frankenstein que Uslar Pietri había avizorado en sus “Pizarrones” de El Nacional, al advertir que, en medio del crecimiento demográfico posibilitado por las innegables mejoras sanitarias en Venezuela, las criaturas atraídas a las ciudades eran responsabilidad de un Estado, que si no las atendía, tendría que arrostrar los visos monstruosos de la inmigración incontrolada.

Continuaron llegando hasta la construcción de la Gran Venezuela, muy penetrada ya por maquinarias partidistas a las que esos inmigrantes rezagados no pertenecían. Tampoco se dejaron arrastrar por el despropósito de buena parte de esa masa escotera que arribaba dispuesta a lo que fuera, por lo que se negaron a asumir, en un gesto heredero de su digna laboriosidad provinciana, la buhonería procaz que ya invadía las aceras y los espacios públicos de las metrópolis venezolanas. Por aquellos años en que la democracia de Punto Fijo dejaba ver ya fisuras y descontroles, recuerdo que mis tías profesoras sentenciaban, desde las butacas danesas de su nueva quinta en la Alta Florida, que Caracas no podía “absorber tanto palurdo”; cuando yo les preguntaba, entre inocente y deseoso de ver su arrogancia capitalina, si no olvidaban que, treinta años atrás, ellas mismas habían migrado desde Cumaná en las postrimerías del gomecismo, me replicaban que las Almandoz Ramos, como su tío Ramos Sucre, habían venido a formarse y trabajar, no a vender “pacotilla en las aceras”.

Sin saber ellas que compartían la lógica de los teóricos del desarrollo, quienes todavía por los setenta consideraban a Venezuela un developing country, la respuesta de mis tías sobre la inmigración coincidía, en el fondo, con el arrojo de algunos de esos inmigrantes tardíos que se negaron a la buhonería y al subempleo; para ellos, aunque fueran poco capacitados, los que se avecinaban en las ciudades debían asumir tareas que, sin importar lo modestas, fueran necesarias y productivas, y no una carga para la burocracia o un aumento para el ya entonces llamado, con cierto eufemismo, sector informal. Así, en esta legión de pequeños pero necesarios jornaleros se contaron los que prestaban servicios públicos diversos en el trajín de las calles, desde los conductores de transporte público hasta los recolectores de basura; o los que atendían servicios domésticos puertas adentro de las viviendas, desde los plomeros y albañiles, hasta los ebanistas y jardineros. Tanto en las novelas de Meneses, donde todavía descubrían con sentido aventurero la Caracas de neones y nocturnidad, como en la progenie literaria de Salvador Garmendia, donde trabajosamente van hallando su lugar en las rutinas urbanas, ambos tipos de personajes aparecieron desde temprano en nuestra narrativa. Y ambos llegarían poco después a casa de mi familia.


2. Creo que como derivación que ella hiciera de los tradicionales marchantes de las céntricas parroquias donde viviera de señorita, el distribuidor de Vengas que por años llevara las bombonas a nuestra quinta de San Bernardino, fue bautizado por mamá como el “marchante del gas”. Por mucho tiempo no me fijé en él, como tampoco en tantos otros personajes y cosas de la domesticidad, que como después supe, son profundamente ricos y aleccionadores. Pero comencé a toparme su camión frente al garaje de la quinta, adonde acudía prontamente, al ser llamado para remplazar los cilindros vacíos; era un carromato desvencijado, que había tenido acaso mejores tiempos en las carreteras interioranas, cuando el marchante Juvenal distribuía allende la capital. En Caracas trajinaba a diario desde Catia y El Cementerio, donde vivía, hasta las modestas urbanizaciones y parroquias del centro y del oeste, desde San Bernardino y San José, hasta El Valle y Coche. Sabía que su camión lucía demasiado viejo para las lujosas urbanizaciones del este, donde había mucha garita y vigilantes antipáticos, como una vez me comentó el marchante Juvenal.

Se mostraba complacido en las casas sencillas de doñitas oriundas del interior, como mamá, quien además era de Cumarebo, vecina de la nativa Churuguara del marchante. Como un rey mago de Falcón, de aquí le traía, al regreso del viaje de fin de año, el quinchoncho, la nata y el dulce de leche, los cuales entregaba a mamá con reverencia en el salón de nuestra casa o en la cocina, después de instalar la bombona en el garaje. El saludo a “la paisana” devino un rito que duró incluso hasta que mamá estaba ya postrada en cama, cuando apenas se asomaba, con prudencia provinciana, a preguntarle cómo se sentía y a decirle que “esto se lo llevó el diablo”, haciendo referencia al enrojecido país donde soplaban revolucionarios vientos comunistas, de los que se confesaba adverso. Ya para 2005, cuando estaban por quitarle la concesión de la compañía, al terminar el saludo ritual, me confesó que le estaban haciendo quimioterapia a causa de un cáncer de páncreas; por el cruce de miradas que tuve con el hijo que ya a la sazón lo acompañaba, ambos supimos que aquella sería la última visita del marchante a la paisana.


3. Pablo apareció hacia finales de los sesenta, ofreciendo cortar el pequeño jardín que bordea la entrada de nuestra casa en lo alto de San Bernardino. Como un vástago tardío de los gañanes que retratara en Peregrina el Díaz Rodríguez criollista y suburbano, procedía de las otrora haciendas mirandinas, desde donde había ganado experiencia como guardabosques del Ávila. De aquellos primeros años lo recuerdo de contextura atlética y facciones apuestas, pasando la podadora mecánica por las pequeñas laderas de grama, para afanarse después con las tijeras en las estribaciones más abruptas. Siempre recomendaba a mamá los rincones umbrosos para que los helechos se dieran mejor. Cuando fue necesario remplazar la acacia de raíces demasiado brotadas, fue Pablo, ya más maduro y algo calvo, quien recomendó colocar la palma que todavía preside el frente de la quinta, advirtiendo empero que habría que quitarle los gusanos antes de cada invierno lluvioso. Años más tarde complació a mamá, en su senectud, trayéndole las azaleas que ella se antojara de sembrar a la base de la alta reja que hubimos de poner al frente, así como los lirios para las jardineras del patio a continuación del porche, advirtiendo de nuevo que habría que estar en guardia contra los bachacos.

Así como compartía mamá con el marchante Juvenal la devoción por el terruño falconiano, con Pablo lo hacía por el jardín y las matas, que son todas formas telúricas de las que parecían comulgar los tres. Si el marchante no supo de la muerte de la paisana, al Pablo enterarse del fallecimiento vino a casa a los pocos días, con camisa de tartán y pantalón de caqui recién planchados, a transmitir uno de los pésames más compungidos que hube de recibir. Aquella tarde, el cabello engominado y la compostura serena ennoblecían el rostro y atenuaban el envejecimiento, a pesar del julepe de tantos años; pero las ropas acicaladas no lograban ocultar la artrosis de la pierna, que le ha dificultado cada vez más la jardinería.

Por ello viene Pablo ahora muy de cuando en vez, acompañado de un asistente que hace la faena más pesada, mientras él se sienta y da instrucciones, como aferrándose al oficio que le es imposible ya ejecutar, pero también abandonar. En esas ocasiones me cuenta de los exorbitantes costos de la operación que no puede asumir, carente de seguro como ha envejecido, como tantos otros artesanos venezolanos en sus oficios tradicionales. Se reserva empero el privilegio de regar las azaleas y los lirios que le sembrara a la doñita, cuando ya padecía de artrosis como él; no cesa de recordarme que debo hacerlo dos veces al día, a media mañana y en la tardecita, cuando el sol no está muy fuerte y las matas absorben mejor el agua.

 


Caracas, agosto 2008.

 

Arturo Almandoz, PhD, Post-doc. Profesor Titular, departamento de Planificación Urbana, Universidad Simón Bolívar (USB). Además de 38 artículos en revistas especializadas y 14 contribuciones en obras colectivas, es autor de 8 libros que han obtenido premios de la USB y el Municipal de Literatura (1998, 2004) en diferentes menciones investigativas, así como nacionales e internacionales. Destacan Urbanismo europeo en Caracas (1870-1940) (1997; 2006), Premio de Teoría y Crítica, IX Bienal Nacional de Arquitectura, 1998; La ciudad en el imaginario venezolano, I (2002) y II (2004), premio compartido de Teoría y Crítica de Arquitectura y Urbanismo, XIV Bienal Panamericana de Arquitectura de Quito, 2004. Editor de Planning Latin America’s Capital Cities, 1850-1950 (2002), Most Innovative Book Award 2004 sobre urbanismo español y latinoamericano, International Planning History Society (IPHS). El profesor Almandoz ha sido ponente o conferencista en más de 80 eventos nacionales e internacionales, habiendo publicado más de 50 colaboraciones divulgativas en prensa y revistas especializadas. Nivel 4 del Programa de Promoción del Investigador (PPI) desde 2007.

 

fotografía: cortesía del autor.

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