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Francisco
Herrera Luque
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Envejecer es perder la flexibilidad. Los viejos no toleran los cambios, ni siquiera de espacio; por eso andan por las casas nuevas como pájaros ciegos que van chocando contra todo. Quítesele a un hombre los puntos de referencia de su infancia –hubiera dicho un psiquiatra– y esto lo atropellará en locura, porque es la realidad concreta y tangible de paisajes y de la estancia lo que nos da la certeza de que el recuerdo no es un fantasma de nosotros mismos sino vida continua y fecunda. Si es dolorosa la pérdida del puro objeto, es trágica para el hombre de edad la ruptura brutal con los valores de su tradición, como le ha tocado sufrir a los ancianos caraqueños a quienes sólo queda el Ávila inmutable, aunque profano en sus faldas, y la alegría inespecífica de los días pascuales. Por eso me explico la tragedia de Don Chucho, un pastoreño de fin de siglo que por haber nacido el 24 de diciembre no solo lo hicieron tocayo del Niño Dios, sino que hasta los diez años, porque era bonito y canijo, lo obligaron a hacer de Niño Jesús en los nacimientos vivos que se celebraban en la parroquia. Fue tal la identificación de Chucho con su divino homónimo que siempre se condujo como si fuese su hermano gemelo y el administrador perpetuo de su natalicio; lo que, aunado a sus habilidades innatas de quincallero, determinó que con el tiempo llegase a ser el más sólido mayorista en el negocio de pesebres. Su casa de La Pastora rebosaba desde el corral al entrepatio de coludas estrellas de Belén, ovejitas de mirada bilharziana y pastores de báculo y melena que se vendían como pan caliente tan pronto soplaba Pacheco y se desbordaba en la madrugada el torrente de muchachos patinadores. Este era el momento más feliz de Don Chucho durante el año. Lucía orondo y satisfecho de su negocio. No admitía crítica a la calidad de sus mercancías a las que elogiaba como si fuesen hijos de su sangre. Podría decirse que Don Chucho vivía tan solo para el mes de diciembre. Pero el momento estelar del quincallero era cuando abría para el público su gran nacimiento, el cual instalaba en la sala de su casa y a ventanas para la calle abiertas. Las paredes de la habitación quedaban cubiertas por cerros de aserrín pintados de anilina por donde corrían inmóviles ovejas de las más variadas proporciones, ya que Don Chucho, como los novelistas del Boom, no creían ni en la escala ni en las unidades que determinan el tiempo. El Niño Jesús era, por ejemplo, veinte veces mayor que sus padres y había un camello de tal talla y expresión, que más bien parecía un poblado bíblico. Había lagos con espejos quebrados, ferrocarriles eléctricos, pájaros embalsamados a los que disparaban soldaditos alemanes de yeso mientras que aguadores de Jerusalén parecieran llevar en andas un retratico del santo niño Guido. Pero a Don Chucho y a su público nos tenían sin cuidado los anacronismos y las desproporciones. El se sentía satisfecho de su importancia y nosotros de la conserva de la cojita que repartía Doña Eufrasia, su mujer. Pero un día llegó Santa Claus y la transculturización y los apartamentos estrechos, y la gente comenzó a alejarse de las tradiciones que amaba Don Chucho. Bruscamente, el negocio, antes tan próspero, comenzó a mermar. Ya nadie compraba vaquitas, ni casitas de cartón con banderitas de Venezuela, ni Niños Jesús con aspectos tetrapléjico y fondos largos de niñita. Ahora todos preferían al gordo y bien vestido San Nicolás y los pinos canadienses rebosantes de bombillas y frutos de la nieve. Ahora los Reyes Magos almacenados por centenares en el suelo parecían obreros en marcha de paro y las ovejitas antes tan blancas se fueron cubriendo de tierra y mugre. Un día todo se acabó. Sobrevino la quiebra definitiva y a Don Chucho, antes tan próspero y gran señor, no le quedó más remedio que irse a vivir a casa de un hijo educado en Cleveland, que celebraba el Día de Acción de Gracias y que tenía un retrato de Lincoln en su escritorio. Como es de suponer, en esta casa no había pesebres, ni villancicos. Había tan solo un pino inmenso, regalo de la compañía, y una pared tatuada de Merry Christmas. Esa noche del 24 había una cena en la casa del hijo de Don Chucho. Comerían torta de nueces y avellanas, pavo a la Mayflower y de milagro hallacas. Don Chucho, con su aspecto de venerable alcohólico tenía un parecido tremendo a San Nicolás. Coromoto Elizabeth, la nuera de Don Chucho, fue la primera en descubrirlo. Con su acento de película doblada dejó caer: “Papi se vería fine disfrazado de Santa Claus, ¿verdad querido?”. Don Chucho tuvo estremecimiento. Pero todos acogieron la idea con alborozo. Hasta Rosemarie la trinitaria que odiaba a Don Chucho porque no hablaba inglés, aplaudió entusiasta. El viejo no se atrevió a negarse. La nuera a duras penas soportaba su presencia. Decía que en los Estados Unidos, los viejos al llegar a cierta edad iban a parar en los asilos. Aceptó pues a disfrazarse de Santa Claus para complacer a la familia. Esa noche, a las doce menos diez, el gran salón estaba lleno de gente. Don Chucho en su habitación terminó por ponerse la barba y se miró en el espejo. El parecido con San Nicolás era notable. Afuera se oían carcajadas y frases dichas en lengua extraña y gaitas igualmente extrañas y vulgarotas. Don Chucho vestido de pomagás no pudo menos que recordar sus tiempos de La Pastora, con su Niño y su pesebre. Ya estaba a punto de llorar cuando sintió a su lado unos piececillos descalzos. Era un carricito vestido con un fondo de niñita que sin dejarlo pensar le dijo:-Tocayo, no seas pendejo y vente conmigo.... Cuando dieron las doce campanadas de media noche
y estalló el Jingle Bells en el gran salón, ya los
dos iban muy lejos, muertos de risa, patinando hacia las estrellas.
Francisco Herrera Luque (Caracas, 1927-1991). Narrador, ensayista, psiquiatra y diplomático. Entre sus obras figuran: Los Viajeros de Indias (1961), La Huella perenne (1969), Las personalidades psicopáticas (1969), Boves, el Urogallo (1972), En la casa del pez que escupe el agua (1975), Los amos del valle (1979), La historia fabulada (1981-1983, tres tomos), Bolívar de carne y hueso y otros ensayos (1983), La luna de Fausto (1983), Manuel Piar, caudillo de dos colores (1987), Los cuatro reyes de la baraja (1991), Bolívar en vivo (1997), El vuelo del alcatraz (2001).
Texto: cortesía de la Fundación Herrera Luque. fotografía: tomada de www.epdlp.com/fotos/fherrera.jpg |