Crónica

 

Tertulias sabatinas

 

 

Arturo Almandoz

 

 

1. Mis tías paternas siempre se mostraron agradecidas porque, después de la muerte de papá en 1974, mamá no había disminuido nuestro contacto con ellas, sino que más bien lo había estrechado. Nacida en los tiempos de su compromiso matrimonial con papá, a mediados de los cuarenta, cuando mamá conociera a las Almándoz, como continuó llamándolas con acento hasta su muerte – mientras ella se autodenominaba de Almandoz, como si la gravedad de la palabra estableciera una jerarquía en la posesión del apellido – el respetuoso afecto de aquella filiación no hizo sino crecer con el tiempo. Tenía sus ocasiones más señaladas en las visitas por santos y cumpleaños, cuando se obsequiaban sencillos regalos como cortes de telas o enseres de cocina; pero la cotidianidad de aquellas cuñadas se nutría de las llamadas telefónicas cada dos o tres días, como se estilaba en los discretos tiempos anteriores a los celulares. Sin embargo, las ocasiones más expansivas de aquella hermandad eran las visitas sabatinas que, cada dos o tres semanas, dispensaban mis tías a nuestra casa en lo alto de San Bernardino.

Recuerdo cuando venían, todavía de luto cerrado por la muerte de mi abuelo, en aquel Mercedes Benz gris que tía Maruja compró al regresar de Texas, el cual fue el primer carro que mujer alguna tuvo y condujo en aquella familia que dejaba de ser patriarcal. Después de que se mudaran a la moderna quinta en la Alta Florida, fueron llegando con las décadas en el Valliant plateado, en el Dodge verde oliva, en el Granada azul celeste, luciendo aquellos camiseros de falda acampanada, como del temprano prêt-à-porter de la posguerra, al que se acostumbraran mis tías en sus años de magisterio en liceos caraqueños. Aunque interrumpieran a veces las sesiones televisivas de mamá, que ya hacia los ochenta se acostumbrara a ver Sábado Sensacional, seguido de sus telenovelas, no escatimaba ella, una vez anunciada la visita, en disponer con Margarita, hija de crianza, algún piscolabis para la tertulia sabatina. Para servir con las primeras bebidas frías, bien fueran ponches o cerveza, se comenzaba en la tardecita con el sanduchón de antipasto o los pirulíes de diablitos, seguidos de los patés de atún o de cebolla, el cual mamá prefería hacer con sopa Maggi y queso crema Kraft. Ya movidos del porche al recibo, cuando el fresco que bajaba del Ávila nos corría, para continuar en la noche con el vino o el güisqui, Margarita aparecía con algún pasapalo caliente, desde tequeños y bolitas de carne, hasta las hallaquitas de pimentón y queso blanco, servidas por mamá en la hoja de jojoto, como si estuviera todavía en su casona de Cumarebo.

2. A pesar de las diferencias formativas entre mis tías y mamá, quien nunca pasó de la primaria en el San José de Tarbes, los temas de conversación entre las cuñadas eran inagotables. Como en los mosaicos musicales de Federico Ruiz, los cuales a veces escuchábamos en aquellas tardes de palique, recuerdo algunos de los tópicos y motivos que ilustraban décadas de vida familiar y nacional. Se hablaba por supuesto de los derroteros y las cuitas de pretéritos parientes y amistades que no conocía yo, pero cuyos apellidos cumaneses o falconianos – los Sucre, los Silva, las Madriz, los Berrizbeitia, los Asprino – resonaban para mí al compás de los valses de Delgado Palacios y de Federico Vollmer, que mis tías me pedían les pusiera en el picó. Con frecuencia aparecían las evocaciones de usanzas que habían durado hasta no hacía mucho en la vida caraqueña: sobre todo a los que creciéramos viendo las desenfadadas minifaldas que impusiera Mary Quant, nos maravillaba que, todavía hasta los sesenta, las damas debían asistir de traje largo a teatros como el Municipal o el Nacional, o que los caballeros tenían que portar paltó para cruzar la plaza Bolívar. Y como remataba mamá con orgullo casi cívico, olvidar este último precepto le había costado una amonestación policial a Jorge, mi hermano mayor, cuando comenzara a trabajar en un banco de la esquina de San Francisco, en los años finales de aquella década psicodélica y revoltosa.

Apenas mis tías sentándose en las mecedoras de caoba y esterilla heredadas de la casa de los abuelos Marte, a veces las conversaciones surgían a propósito de pequeños cambios en los bibelots que mamá tenía en el recibo, algunos de los cuales, como ella siempre recordaba para presumir del comportamiento de sus hijos cuando chiquitos, eran sobrevivientes regalos de boda de la casa Gathman o de las Joyerías Unidas. De aquellas tiendas céntricas que después encontraría yo nombradas en los ensayos caraqueños de Picón Salas y en Los Riberas de Briceño Iragorry, se movía la conversación a negocios más contemporáneos, como La Porcelana Inglesa, en el centro comercial La Florida, donde mamá y mis tías compraban los maceteros con motivos florales o chinescos, para las delicadas matas de cilantrillo o violetas, que presidían sus mesas y consolas. Y no podían faltar las referencias a las novedades llegadas a la Galería Hatch de Campo Alegre, donde adquirimos alguna cristalería de Murano y las más modernas piezas de Orrefors, cuando renovamos y redecoramos la casa ya envejecida, antes del Viernes Negro.


3. Aquellas tertulias triviales, que para mí tenían el intrascendente encanto de las tramas de Jane Austen, estaban con frecuencia estampadas de motivos políticos, a través de los cuales mis tías, más que mamá, voceaban sus críticas a la guanábana y otras artimañas del establecimiento de Punto Fijo. Aunque las familias Almandoz y Marte habían tenido posiciones antitéticas con respecto a la administración gomecista, por haber nacido y crecido en la era del Benemérito, tanto mamá como sus cuñadas compartían el respeto por la disciplina alcanzada en aquellas décadas de saneamiento económico y sometimiento político. El soterrado militarismo de las otrora señoritas gomecistas fue alimentado quizás durante el Nuevo Ideal Nacional, a pesar de que familiares y amigos habían padecido persecuciones de Pedro Estrada y sus secuaces, tal como a veces aparecía en alguna que otra conversación que se tornaba novelesca y policial. Pero era innegable para ellas, sobre todo para mis tías, quienes habían conocido el esplendor de liceos como la Gran Colombia y el Fermín Toro, que en aquellos años se había progresado; como siempre recordaba Maruja, sentenciosa desde la mecedora: no había que olvidar que Pérez Jiménez, “además de inaugurar todas las autopistas y avenidas que tenemos”, había estado a punto de traer a Caracas las olimpíadas del 64, que después fueron a Tokio.

Cuando regresara yo de vivir en Madrid, a mediados de 1989, noté con inquietud que la otrora ocasional presencia de la política en las tertulias sabatinas, se había tornado más frecuente a partir del Caracazo, acentuándose después de las asonadas militares de 1992, cuando las despreocupadas conversaciones de marras se vieron ensombrecidas por la paranoia de los rumores de toda especie, que cundían por el país. Algunas bolas eran propaladas por sectores que, como los jubilados compañeros de tía Virginia, invocaban las charreteras y miraban a los cuarteles como panacea no exenta de romanticismo y nostalgia por la ya mítica década de Pérez Jiménez, sin percatarse ni avizorar que el militarismo latinoamericano puede tener rostros menos progresistas y más aviesos, como lo sabríamos a la vuelta del siglo. Pero también, argumentaba Maruja – vistiendo todavía aquellas blusas estampadas a lo Saint-Laurent, que había comprado en el Adam’s de Chacaíto y en La Media Naranja de Margarita - daban pábulo a rumores los resentidos del statu quo, los que no habían logrado desarrollar su proyecto o expectativa en la erosionada democracia de Punto Fijo, muchos de ellos ex guerrilleros y frustrados izquierdistas de los sesenta y setenta. Recordándome la mezcla del peronismo montonero, a esos resentidos se unían los ñángaras y cabezas caliente que, no habiendo participado en la subversión de marras, la idealizaban frente al ya satanizado neoliberalismo que el segundo CAP había querido instaurar después de la Venezuela saudita, a la manera de Menem en Argentina y Salinas de Gortari en México, inspirados todos por el milagro chileno.

A esas bolas y rumores sobre nuevos golpes que ya enrarecían las tertulias sabatinas desde aquel aciago año 92, se sumaron por el resto de la década los inevitables comentarios sobre los encapuchados de liceos y universidades, que encarnaban una violencia cobarde, sin rostro pero con cuerpo, diseminada por las urbes venezolanas. Maruja y Virginia – como ya las llamaba por entonces – se quejaban de que esos zafios se hubieran apoderado de las otrora flamantes escuelas y liceos donde ellas habían dado clase. Pero los peores desmanes ocurrían en la Central y otras universidades, donde todos los jueves de disturbios, los encapuchados quemaban vehículos y gritaban consignas subversivas. Entonces mis tías clamaban, y mamá las secundaba, que debían quitarles las capuchas a esos vándalos frente a las cámaras de televisión, aunque nunca hubo de ser satisfecha su curiosidad, que era la de muchos venezolanos. Habría que esperar casi una década para verlos no sólo desenmascarados, sino también ocupando altas magistraturas, ministerios y embajadas, gobernaciones y alcaldías. Pero ya para esos oscuros años rojos por venir, aquellas tertulias sabatinas eran ya más que pretéritas, con las cuñadas difuntas y la casa desolada en lo alto de San Bernardino.


Caracas, septiembre 2008.

 

 

Arturo Almandoz, PhD, Post-doc. Profesor Titular, departamento de Planificación Urbana, Universidad Simón Bolívar (USB). Además de 38 artículos en revistas especializadas y 14 contribuciones en obras colectivas, es autor de 8 libros que han obtenido premios de la USB y el Municipal de Literatura (1998, 2004) en diferentes menciones investigativas, así como nacionales e internacionales. Destacan Urbanismo europeo en Caracas (1870-1940) (1997; 2006), Premio de Teoría y Crítica, IX Bienal Nacional de Arquitectura, 1998; La ciudad en el imaginario venezolano, I (2002) y II (2004), premio compartido de Teoría y Crítica de Arquitectura y Urbanismo, XIV Bienal Panamericana de Arquitectura de Quito, 2004. Editor de Planning Latin America’s Capital Cities, 1850-1950 (2002), Most Innovative Book Award 2004 sobre urbanismo español y latinoamericano, International Planning History Society (IPHS). El profesor Almandoz ha sido ponente o conferencista en más de 80 eventos nacionales e internacionales, habiendo publicado más de 50 colaboraciones divulgativas en prensa y revistas especializadas. Nivel 4 del Programa de Promoción del Investigador (PPI) desde 2007.

 

ilustración: Jane Austen. cortesía del autor.

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