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Miguel Gomes |
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Reason, an
ignis fatuus in the mind...
Estoy casi del otro lado del puente y a solo unos minutos de haber llegado a difunto: es hora de que empiece a ponerle algún orden a lo que cuento. Creo que estoy muerto, eso ya se sabe. Ahora verá Vuestra Merced por qué. En los Estados Unidos un profesor universitario puede aspirar a jubilarse a sueldo completo a los sesenta y cinco años. Yo he trabajado cinco más, y no entiendo exactamente cuál será la razón. Podría ser la inercia: la vida frena y uno sigue de largo, vuela con un impulso que ella no tiene. Aunque eso no significa que todo acabe siempre con un tortazo. Otra razón, tal vez, sea el miedo: en muchos colegas lo he visto. Que si me jubilo, en un dos por tres me enfermo; o de inmediato me oxido y el próximo capítulo es el hospital; o no sabré qué hacer y el tedio mata. Pertenezco a la especie de los intelectuales asalariados, particularmente lamentables cuando no advierten lo que tienen de funcionarios. Mire Vuestra Merced que la humanidad es funcionaria, eso no lo arregla nadie, pero no hay nada peor que tener unas cuantas luces encima y hacerse el desentendido. Los catedráticos y aspirantes a catedráticos somos capaces de andar de un Primero Sueño en otro, practicando la elevación nocturna del espíritu en el mundo de las ideas. Cuando nos cortan el suministro de cheques, sin embargo, chillamos, y nos ponemos rebeldes y hasta excrementicios, Quevedo mediante. Es triste que muchos de nosotros asimilemos tanto el hábito que acabemos habitándolo como si fuera cuestión de costumbre y no de fe. Que ¿qué quiero decir? Pretendo decir que yo y unos cuantos conocidos —el erudito por delante— hemos confundido el arte por el todo y nos volvemos unos pobres asnos cargados de bibliografía. No tengo nada contra la profesión: simplemente sostengo que es como cualquier otra. Si con eso ofendo, que se apañen los ofendidos (hace más o menos una semana, o dos, yo también me habría ofendido: lástima que esté muerto. ¿O casi? En el crepúsculo es difícil saberlo). —Y ¿dónde están las sirenas, Seor Hablador? Vuestra Merced empezará a impacientarse y querrá hacerme la pregunta. Yo pido paciencia porque, después de todo, la eternidad existe. Pero solo después de todo, cuando uno ha sabido no saltarse el trámite de llegar a viejo y ha aprendido a usar la imaginación para morirse. Entre los peligros de Salamanca está el que a uno se le contagie el plateresco. Vamos al grano: vi a mi primera sirena en Barajas. Me apeo del avión, pongo un pie en Madrid y, siendo verano, los escotes me dieron la bienvenida. ¡Oh desmayo dichoso! Entendí finalmente aquello de alma región luciente y lo que en verdad estaba pasándole por la cabeza al poeta cuando escribió: ¡Oh campos verdaderos! / ¡oh prados con verdad frescos y amenos! / ¡riquísimos mineros! —y el verso que sigue, que no es menos importante. Qué bellas que son las españolas. Y las danesas. Y las italianas. También mis compatriotas: lo importante es que la mujer se presente en estos veranos sin monoteísmos que la cubran de trapos. Durante las siete horas de vuelo había estado corrigiendo las pruebas de página de mi edición de Fray Luis —sí, Vuestra Merced: Fray Luis de León; me quería despedir de la carrera con un big bang, una fanfarria entre Alfred Newman y John Philip Sousa... así serían mis pretensiones—, había estado corrige que corrige, compitiendo inconscientemente con Macrí, Blecua, Alcina y, de pronto, de regreso a la realidad en los pasillos del aeropuerto y la fila para coger el taxi, anda, un escote, otro; un busto aquí, uno allá; tembloroso, si la propietaria iba con prisa; plácido como una ensenada, si la dueña había llegado a puerto. Me gustaban sobre todo los cambios de matices que traía el sol: rojizo o trigueño en los terrenos expuestos; zonas lácteas en las cercanías del sujetador o el vestido. Cuánto dorado vaso de sabrosa miel cebado; cuánto prado de bienandanza. Un busto bien llevado ilumina hasta la noche oscura del alma. Eso lo descubrí apenas llegué a Madrid, a mis setenta venerables años. Kairós: no lo digo en broma; la revelación, más que excitarme me infundía autocompasión, como la de quien admira obras de arte que jamás podrá pintar ni adquirir. No soy un viejo verde, pero tampoco estoy ciego; y a mi llegada empecé a tener ojos como nunca, sin entender qué me pasaba. En una de esas, mirando sin casi conseguir disimularlo, estuve a punto de echarle mano a una pelirroja preciosa, probablemente irlandesa, a la que la luz ibérica de julio había puesto en su punto exacto de cocción. —Tente, necio —me dije. ¿Qué había estado a punto de pasarme? La llegada del taxi me devolvió a la lucidez y, mientras le pedía al conductor que me llevara a Conde de Casal y avanzábamos por el tráfico de la autopista, me di cuenta de que podía atribuir el delirio al cambio de hora, la falta de sueño y las demasiadas horas de esfuerzo mental en medio de los zumbidos del avión. Solo a mí se me ocurría corregir pruebas de página en un vuelo de US Airways. Y Fray Luis, ni más ni menos. Había estado horas enfrascado en enmendarle la plana a varios editores que, a su vez, corregían a Quevedo en la lectura de cierto oxímoron petrarquesco de una de las odas a Don Pedro Portocarrero. Carnes tiernas: aterrizo, y heme ahí pensando en ellas, imbecilizado para lo demás. El chofer estaba aprovechándose de mis miradas absortas y a mí no me importaba: Plaza de Carlos V, una subida por el Paseo del Prado, de nuevo bajada a Atocha, Paseo de la Infanta Isabel, Paseo de la Reina Cristina, Avenida del Mediterráneo. Cuando llegamos, la propina que le di debió de ser su apoteosis; no lo recompensé por haberme timado, sino porque justo mientras descargábamos pasó a nuestro lado una morena. Sí, ¿qué me ocurría? La descortesía de la estación me sacó del embeleso y me recordó dónde me encontraba. Mirando al sujeto de la taquilla me resigné al mes y pico que tenía por delante, en que nadie fuera de las aulas o menor de cincuenta años me trataría de usted. Mis estadías recientes en México, Sevilla y Barcelona me habían malacostumbrado a que la gente me hablara como si no estuviera perdonándome la vida. Ya en el autobús de Auto Res y saliendo de Madrid, en la ruta de Salamanca por Arévalo, me consolé recordando que en mi juventud no era así: pasé meses en Madrid, Segovia, Ávila, Salamanca misma, sin esa sensación opresiva, con todo y que corrían los tiempos del franquismo. En los últimos treinta años se había difundido el equívoco de que para ser moderno había que ser vulgar. En una crónica de periódico, Javier Marías, con razón, se quejaba de una insólita abolición de la cortesía en ciertas ciudades de su país, y yo no podía estar más de acuerdo... Perdone Vuestra Merced que me desvíe del tema; ya sabe que es el tipo de monólogos que emprendemos los de la tercera edad. La verdad es que no me importaba demasiado cómo me tratasen o hablasen: los modales eran lo de menos y, a fin de cuentas, cuando me da por la etnología, en los viajes soy capaz de apreciar lo que me rodea. Lo importante era averiguar por qué me sentía como un adolescente; por qué, de repente, sin ningún anuncio en los días previos, me notaba nervioso con solo ver mujeres, si a lo largo de la vida nunca había dejado de verlas y tenerlas cerca, muchas jóvenes y hermosas. En el autobús seguía inquieto, espiando a las pasajeras, sin duda estudiantes que iban a los cursos de verano de Salamanca, la Meca de esas cosas. Pronto hubo factores de calma: el cansancio del vuelo, los transbordos, la diferencia de hora y, no menos, Castilla, que es un extenso memento mori con azul compacto en el cielo y ni una nube; rayos de sol que laceran la piel, la carne, el hueso; lomas sin otra alma que el polvo; hasta el horizonte nada más que techumbres abandonadas, con algún colosal anuncio de toros negros. Un desierto sembrado en la medida de lo posible; el tipo de paisaje que incita al misticismo o a entrar a saco en otros países para vengarse en el prójimo del destino. ¿Cómo pudieron haberse enternecido con estos secarrales Unamuno y varios como él? Vivir en los dos o tres villorrios que aparecían en el camino —Aldeaseca, Rasueros, Ragama— no era existir. Quizá en aquel entonces Castilla no fuese este pedacito de la Nada, pero la historia no puede consolarlo a uno de tanta chatura. Adiviné, bajo la camiseta, el busto de mi
vecina, que el vaivén del autobús hacía oscilar.
Aquella contemplación habría sido un pecado, pero era
solo irrisoria, Vuestra Merced, hecha con cautela de niño grande
y goloso. La fantasía se me iba, y ocupaba el espacio vacío
que tenía enfrente. La chica era extranjera; no me cabía
duda. Estaba instalada en Salamanca y había ido a dar un paseo
a Madrid: la camiseta delataba los gustos turísticos —llevaba
una estampa de la rana salmantina. Acaso la moza no se hubiese enterado
de lo que significaba. Ésa habría sido una manera de
buscarle conversación: le gusta la rana; ¿ya la
ha visto en la fachada de la universidad? Ella pondría
cara de extrañeza, y me preguntaría: What do you
mean? Quizá se atrevería a chapurrear el español,
si fuese de las empollonas. Yo se lo explicaría como le fuese
más fácil de entender. En castellano, me haría
el abuelito castizo: la rana, vea usted, joven, aparece en medio
de la fachada de poniente, hacia la calle de Libreros. Seguramente
ha pasado por allí: el edificio de la universidad tiene rasgos
góticos —tendría que explicarle también
cómo reconocerlos—, pero la portada a la que me refiero
es la obra maestra del plateresco. Se construyó entre 1529
y 1533, aunque no se sabe exactamente a quién se la debemos,
si a Juan de Troyes, si al maestro Egidio o si a Juan de Álava.
No sería raro que todos ellos, y otros, hubiesen agregado algo.
Es una fachada muy recargada —aquella mención al
plateresco le habría sonado quién sabe a qué—,
pero se cree que los relieves y medallones describen la función
de la universidad, donde la virtud debe enfrentarse al vicio y derrotarlo.
Los buenos son Hércules, Teseo, Fedra, Aníbal, Escipión;
y los malos, Baco, Venus, Príapo... Eso le entraría
por un oído y le saldría por el otro, intocado, pero
yo seguiría, porque la erudición empezaba a seducirla:
los Reyes Católicos, Fernando e Isabel, aparecen en el
centro del primer friso de la fachada, sosteniendo juntos un cetro,
porque ellos habían unificado a España. Aquí
vendría, finalmente, la explicación prometida: hay
tanta ornamentación que se hace difícil ver la rana
encima de la calavera y, según la tradición, el estudiante
que no la encuentre fracasa en la universidad. Lo cierto es que la
rana, que ha de ser más bien sapo, según los códigos
de la época, puede representar los apetitos carnales y la calavera
la fugacidad de la materia... Si yo me hubiese atrevido a decirle
a la chica todo eso, sería el momento de quedarme mirándola.
Y sería también el instante en que me daría cuenta
de lo absurdo del esfuerzo: los jóvenes de hoy tienen blow-job
parties en cuanto salen de la primaria, pero no se enteran de
qué significa apetito carnal.
Miguel Gomes. (Caracas, 1964). Narrador, ensayista, crítico, traductor y profesor de postgrado en la Universidad de Connecticut (USA). Doctorado en la Universidad Estatal de New York (Stony Brook), reside desde 1989 en Estados Unidos. Ha publicado las colecciones de relatos: Visión memorable (1987), La cueva de Altamira (1992), Música antigua y otros relatos (2001), De fantasmas y destierros (2003), Un fantasma portugués (2004), Viviana y otras historias del cuerpo (2006), Viudos, sirenas y libertinos (2008). A esto se suman publicaciones de ensayo y crítica como El pozo de las palabras (1990), Poéticas del ensayo venezolano del siglo XX (1996), Los géneros literarios en Hispanoamérica: Teoría e historia (1999), Horas de crítica (2002). Colaborador de diversas revistas literarias y académicas especializadas. El texto que aquí se presenta es una novela breve inédita incluida en el texto antológico Viudos, sirenas y libertinos (Caracas: Editorial Equinoccio, 2008) |