Crónica |
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Arturo Almandoz |
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1. En ese libro inagotable que es La ciudad en la historia, Lewis Mumford sugiere que el culto masivo por la farándula fue uno de los remanentes de la sociedad barroca en el siglo XX. Heredero a su vez de la pompa y el fasto cortesanos que alcanzaran su cenit en el Versalles rococó de Luis XIV, fue ese glamour de ascendencia barroca el que seduciría a públicos más vastos a través de la novelística decimonónica atravesada por el folletín, desde el aburguesado fresco de la Vanity Fair de Thackeray, con sus fiestas de modas napoleónicas en Vauxhall y Baden-Baden, hasta los refinados salones parisinos recreados por Balzac y Zola, regentados por aristócratas y cortesanas cuya fascinación prefigura a las divas de entre siglos. Ungidas de una secular nobleza publicitaria, esas divas comenzaron a ser veneradas en los abigarrados teatros de la Belle Époque, como aquella Pavlova que acompañara a Nijinsky en las atrevidas coreografías de Diaghilev, mirífica tanto en los pas de deux de Chaikovski, como en los mecánicos ballets del primer Stravinsky. Deidades paganas de la era industrial, sus rostros fueron también sacralizados en los blanquinegros fotogramas del cine mudo, como ocurriera con Garbo y Dietrich, pero sobre todo con la Swanson, quien todavía en Sunset Boulevard, retratada en sucesivos camafeos de turbantes y perlas, imprecaba contra los sacrílegos parlamentos del cine sonoro. Divas y monstruos a la vez, ellas pertenecieron a la primera generación de una estirpe que, a lo largo del siglo XX, incluiría desde las estrellas de Hollywood y las princesas europeas que se prodigaban ahora en los periódicos y magacines de alto tiraje, pasando por las cantantes de ópera y pop, hasta las top models debutadas en las pasarelas de París y Milán. Desde comienzos de ese siglo que hubo de ser de muchos ciudadanos Kane, todas esas celebridades fueron adoradas por la avidez noticiosa de las masas, en un culto mediático de doble filo, que asomaba un drama tempranamente captado por sociólogos como Simmel y sus sucesores de la escuela de Chicago; ellos advirtieron que la urbanización y la modernidad conllevaban una tensa polarización entre los dominios público y privado, en medio de los cuales se ensanchaba una tierra de nadie, feraz para la avidez noticiosa que detectara el Heidegger de Ser y tiempo, donde quedaba atrapado el sujeto caído presa del gregarismo, la publicidad y la novelería. Era un secular drama existencial que personificara con altivez, mucho antes que la princesa Diana y su maléfica corte de paparazzi, la Garbo envejecida que se recluyera en su apartamento de Nueva York, el cual rara vez abandonaba, con sus gafas oscuras y la pañoleta anudada, dejando apenas escapar mechones cenizos de la divina melena de otrora.
Recuerdo que fue una tarde a comienzos de los años 1970, cuando mi hermana Corina me pidió el favor de que le buscara un ejemplar de aquella revista que no había oído yo nombrar entre las que mamá y ella leían, que solían ser Elite, Páginas y Vanidades. Tenía yo que ir a hacer unas compras de colegio a una pequeña librería en lo alto de San Bernardino, regentada a la sazón por unos catalanes exiliados de aquella dictadura centralista, que no sólo les había cercenado su tradicional republicanismo, sino que incluso les impedía hablar su lengua en el propio país de origen. Curiosamente, la que busqué era una edición especial que reseñaba la boda de la nieta mayor de Franco con el duque de Cádiz, en un claro intento del Generalísimo por vincular su parentela con la nobleza borbónica que le sucedería, siguiendo los clásicos artilugios de un viejo régimen en decadencia. Como trasunto de aquella España oscurantista y pacata todavía, para cuyo ingreso a la Comunidad Europea faltaba más de una década, la ¡Hola! tenía entonces más páginas en blanco y negro que a color. Entre las primeras recuerdo las crónicas del peluquero Alexandre, quien develaba incidencias y cuitas de las divas que pasaban por su salón parisino, desde la Callas retirada en su piso de la avenida Georges Mandel, hasta aquella Grace Kelly ya madura y mórbida, que en las grandes cenas y los bailes de Montecarlo, exhibía moños, crinejas y postizos que coronaban vaporosas túnicas de líneas grecorromanas. Por aquellos años era frecuente encontrar imágenes de Jacqueline Kennedy Onassis en largas casacas a lo Saint-Laurent, ya desprendida de los talleres de Oleg Cassini que hiciera clásicos como primera dama. Con el rostro adusto siempre acentuado por el cabello recogido y los mitones anillados con brazaletes, al estilo Chanel, también era habitual de las páginas a color la duquesa de Windsor, frivolizada después de la legendaria abdicación de Eduardo VIII, que había insuflado el romanticismo de entreguerras. Como reyes de las farándulas urgidas de aristocratizarse en el Viejo y el Nuevo Mundo, los duques se prestaban como alquiladas socialites disputadas por anfitriones del jet set internacional, bien fuera en los selectos salones de París o Nueva York, o en los yates y cruceros de la costa Azul y del Egeo.
Su fascinación había aumentado con las imágenes de la BBC de aquella coronación en la abadía de Westminster en 1953, las cuales mamá viera seguramente en casa de algún vecino o pariente, porque no había a la sazón televisor en el modesto apartamento donde vivía la familia cuando no había yo nacido. Décadas más tarde, cuando le traía de Inglaterra ejemplares de Hello! que prodigaban fotos de la Reina de cabellos plateados y diademas cuajadas de brillantes, volvía a evocar mamá aquella música grandiosa que, como averiguaría en su honor durante mis años en Londres, además del tradicional Zadok the Priest, de Händel, había incluido una oda de Parry y una marcha de Walton comisionada para la ocasión. Mientras la Reina otoñal, en su estilo de sombreros y abrigos a juego, seguía soportando incólume los escándalos de príncipes de Gales y duques de York que se divorciaban y casaban de nuevo, mamá continuaba leyendo las revistas por las tardes, hasta que la resolana se lo permitía. Pero ya con las cataratas, la lectura de textos menudos, sobre todo el periódico, se hizo tan difícil como la movilidad de las piernas hinchadas; por ello mucho se redujo su cotidianidad a la vasta cama que, con sus molduras de caoba y su copete en raso capitoné, algo tenía de Luis XV, al menos en el estilo que concibieran los ebanistas gallegos que la fabricaran en los sesenta. Por ello se me antojaba que, como ocurría a esas matronas oligarcas que retrataran Mujica Lainez o Donoso en sus alcobas crepusculares, esa noble cama era el postrero reino de mamá, con una corte de enfermeras y criadas, e hijos y nietos que la visitaban como embajadores, en la vieja casa en lo alto de San Bernardino. Y cuando no había más pasatiempos en las tardes solitarias y era demasiado temprano para la televisión vespertina, yo me empeñaba, con tozudez pueril, en que mamá hojeara las revistas, aunque sólo fuera para que su vista mortecina captara las últimas imágenes de reinas y princesas.
Caracas, noviembre 2008.
Arturo Almandoz, PhD, Post-doc. Profesor Titular, departamento de Planificación Urbana, Universidad Simón Bolívar (USB). Además de 38 artículos en revistas especializadas y 14 contribuciones en obras colectivas, es autor de 8 libros que han obtenido premios de la USB y el Municipal de Literatura (1998, 2004) en diferentes menciones investigativas, así como nacionales e internacionales. Destacan Urbanismo europeo en Caracas (1870-1940) (1997; 2006), Premio de Teoría y Crítica, IX Bienal Nacional de Arquitectura, 1998; La ciudad en el imaginario venezolano, I (2002) y II (2004), premio compartido de Teoría y Crítica de Arquitectura y Urbanismo, XIV Bienal Panamericana de Arquitectura de Quito, 2004. Editor de Planning Latin America’s Capital Cities, 1850-1950 (2002), Most Innovative Book Award 2004 sobre urbanismo español y latinoamericano, International Planning History Society (IPHS). El profesor Almandoz ha sido ponente o conferencista en más de 80 eventos nacionales e internacionales, habiendo publicado más de 50 colaboraciones divulgativas en prensa y revistas especializadas. Nivel 4 del Programa de Promoción del Investigador (PPI) desde 2007.
ilustración: Elizabeth II. de la colección de postales del autor. |