epífitas

 

 

Las rumbas interiores

 

María Antonieta Flores

 

La palabra rumba invoca bullicio, encuentro, noche y derrape en clara evocación dionisiaca. Sin sentido sagrado, el cortejo celebrante de las noches caraqueñas, exige olvido y relax –esa palabra pavosa que ofrece solución para todo problema-.

La rumba es una manera de perderse entre el colectivo y, a la vez, de confirmarse como sujeto que sabe disfrutar, que está en todas y en el lugar preciso. Si Dionisio es patrón de las rumbas, en el mundo caribeño convive con otros dioses que presiden la celebración nocturna.

El espíritu rumbero no requiere de grandes invocaciones ni planes. Está allí, esperando y es capaz de tomar a unos desprevenidos y raptárselos.

Rumba es una palabra caribeña y trae sonidos de baile, bullicio y alcohol.

Los que se pierden en la rumba, se están bebiendo la vida, no se les está yendo día tras día y no pueden apagarse en el ritual de la algazara, el baile y el alcohol, pues avivada la pertenencia a un grupo y a una condición, así no beban o bailen están en medio de una celebración y en un peregrinaje de lugar en lugar que evoca fuerzas antiguas: las bacanales que aún perviven degradadas en los carnavales.

Pero, ¿dónde quedan los amantes de pequeños grupos, de conversaciones largas no apagadas por la estrindencia, los que prefieren una noche en familia, con un otro o solitaria, aquellos que podrían ser vistos de refilón y torcidamente por la madre Rumba ya que no siguen la marcha que impone?
Si la rumba es colectiva, su otra cara está en el derrape íntimo, interior, lento y desbocado sin fronteras externas que lo detengan. Los que amanecen leyendo o escuchando una música generosa, quizás acompañados por un té, un café o un vino, pueda que no se enteren que están en plena rumba con un cortejo universal e inmenso. Un trasnocho marcado por una larga conversación o por una tanda de films en dvds, dejan un regreso marcado por un movimiento interior por muchos paisajes, lugares, sonidos. Y, la rumba interior más obscena: quedarse a solas sin palabras ni sonidos, sin compañía, abismando silencios, dolores y desesperanzas que se transformarán con el día en un nuevo comienzo, ¿no es más peligrosa y más sabrosa?

Múltiples facetas de una sola piedra, no deja de lado la rumba de los que madrugan para subir al Ávila. No deja de ser un ritual solitario y colectivo donde no sólo el cuerpo sino el mundo interior se liberan de ataduras. En la contemplación de la naturaleza y en cada respiración que le otorga la mirada de la ciudad desde la altura conquistada, se está cumpliendo el vínculo con Dioniso pero algún fauno o ninfa pueden atisbar al desprevenido, mientras los gemelos Apolo y Artemisa, opuestos complementarios de Dioniso, estarán acechando desde algún rincón de la vegetación para cazar a los despistados. De allí que subir a la montaña exige las mismas atenciones que adentrarse en la noche en rumba callejera o interior.

En colectivo o en soledad, el alma está llamada a la rumba, a encontrar en la noche o el día, en el atardecer y el amanecer, un sentido de pertenencia, de celebración y de riesgo.

No es inocente que Richard Linklater haya titulado a sus dos maravillosas películas Before sunrise (1995) y Before sunset (2004). En ellas está simbolizada la rumba y la fugacidad del amor, de un encuentro centrado en las palabras y en el caminar por dos ciudades como Viena y París viviendo aquello que se sabe azar y pérdida pero que deja huella rigurosa. Es el amor como tránsito signado por el atardecer y el amanecer, límites primordiales de las vivencias interiores.

“Nadie me quita lo bailao” es la síntesis y la imagen que la sabiduría popular acuña sobre la experiencia humana, innegable nudo con la rumba.

 

 

fotografía: atardecer en caracas. maría antonieta flores

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