Devocionario Levantar
la alfombra y escribir debajo
con la rodilla inclinada.
Un pergamino púrpura se ha perdido,
hay que hacer uno con letras de anís.
¿Debemos pesar el alma?
No hay que aspirar a tanto, decía la tía Consuelo.
La mentira sea transformada en una verdad
y que no lastime los recuerdos.
En ocasiones es suficiente,
ver la luz de los candelabros
al momento de amar.
Quisiéramos que el día fuera la noche.
Ojalá la noche se pareciera a un racimo de uvas,
comerla despacio, no tener hambre
hasta la mañana siguiente.
En algún lugar está escrito
que el hombre y la mujer sean uno.
¿Quién cuida un niño en su vientre?
¿Quién canta cumpleaños cuando lleva en la frente
a un niño?
¿Quién alimenta un niño en su rodilla?
Son muchas las voces que recorren la vida de una.
Varios los adioses.
En este siglo las mujeres usan portafolios,
allí llevan consigo al amante.
4.
Así es la voluntad,
la salud, de tanto decir una plegaria
con sabor a perejil, a eucaliptos recién cortados.
Imposible asir el dolor colgado de una tela metálica.
Devolverlo a la montaña es lo correcto.
En un devocionario se lee:
Una concubina fue la primera mujer en el mundo,
también la madre de Dios.
Manuscrito de palo en el cielo
A Santos López
En algún lugar oculto entre las raíces,
mi abuela escondía sus tres arrugas verticales
que acentuaban la profundidad de sus ojos.
En algún lugar las mujeres
tienen una abeja incrustada en la laringe
y lo que sudan es miel.
Lo apurado fue la lluvia que llegó a desnudarnos
a todas.
A ofrecer un cielo de madera, sin el tiempo de mirarnos por dentro.
Muchas habíamos olvidado los ojos,
o nuestras piernas en alguna vidriera.
La penitencia es llevar un obsequio, algo que parezca
un regalo.
Lo mejor es apurarse, estar allí cuando enciendan
las velas,
aplaudir, abrazar y desear muchos años de vida. Allá viene
el herrero, que siga de largo,
tenemos varios dulces sobre la mesa.
La vela se apaga a las cinco de la tarde, la gente regresa
a su casa
con los mismos zapatos, que nadie olvide sus pies en el baño.
Lo siguiente es aprender a cuidarse uno mismo,
tratar de que los labios no se queden en la boca de otros. Por eso acá
la gente baila, pero no se atreve a besar.
Olvidaron repartir los caramelos después de la
fiesta,
la idea era entregarlos,
para no sentir hambre y no comer el cordero.
Otra vez un manuscrito de palo en el cielo.
Todos arrodillados, con las manos juntas, orando.
De nuevo, las mujeres se acercan al oído,
adivinando el susurro,
quizás digan que hablamos con nuestras sombras
si nos acomodamos en las almohadas
y proyectamos los nervios más allá de la arcilla.
No espero que me canten.
Le oí decir a mi padre cuando escribía su nombre
debajo de la tierra.
Lo leído fue escrito hace mucho tiempo.
Otra vez la duda,
el olor a pescado recogiéndose.
Es cuestión
de acostarse en una estera,
desmantelar los árboles hasta las canas
y dejar que brote el amor.
Carmen Verde Arocha. (Caracas, 1967). Poeta, ensyista,
gerente cultural. Licenciada en Letras de la Universidad Católica
Andrés Bello. Ha publicado los poemarios: Magdalena en
Ginebra. (Caracas, 1994 y México, 1997), Cuira
(1997, 1998), Amentia. Premio de Poesía, II Concurso
Literario Anual “Arístides Rojas”, (1999), Mieles
(2003), Mieles. Poesía reunida. (2005). Ha sido
incluida en antologías nacionales e internacionales. En ensayo,
ha pulicado El quejido trágico en Herrera Luque
(1992).
fotografía: cortesía de la autora
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