Crónica

 

Quinta en La Lagunita

 

 

Arturo Almandoz

 

 

1. Coronando la prolongada expansión de la Caracas burguesa hacia el sureste, iniciada en los años 1960, La Lagunita despuntó, en la década siguiente, como cúspide del ascenso social y el exclusivismo geográfico de los ricos de la Gran Venezuela, o más bien, de la Venezuela saudita. Sin desmerecer de las familias de solera que, debido a la congestión de las viejas urbanizaciones del valle central, partieran hacia aquellos predios de mansiones ajardinadas, no puedo dejar de recordar la antinomia que por los setenta oponía, al menos en socarronas tertulias familiares y mentideros políticos, los rancios “amos del valle” - para utilizar la expresión rediviva por la obra de Herrera Luque, tan en boga a la sazón - a los “nuevos ricos” que migraban hacia aquel pretencioso suburbio de nombre tan bucólico.

Vocablo solariego que denota la residencia campestre de colonos, renovado por un uso decimonónico para parques urbanos en ciudades latinoamericanas, la quinta devino denominación frecuente en urbanizaciones caraqueñas desde finales del gomecismo, con cambiantes resonancias sociales desde entonces. Esparcidas entre los chalés y las villas, las quintas de El Country Club, aisladas por campos y veredas de golf, fueron ya vistas por aguzados viajeros como lady Dorothy Mills, por ejemplo, como temprana manifestación de la burguesía petrolera y mercantil que buscaba nuevos caminos y estilos hacia el este caraqueño, desmarcándose de la vetusta oligarquía de El Paraíso. Sin descartar sus equívocas expresiones en otras urbanizaciones del centro y norte – como las pareadas casas de San Bernardino, en una de las cuales vivo todavía - las quintas materializaron esa especie de sueño americano que informó los suburbios del este y sureste de Caracas desde los cincuenta.

Años más tarde, las eclécticas quintas de los adecos en El Cafetal llegaron a ser - por su arquitectura seudo-colonial, rezumante del reciente ruralismo del Juan Bimba que Acción Democrática se apropiara - mofados emblemas de la burguesía política que supuestamente medrara a la sombra del pacto de Punto Fijo, vilipendiado ahora por los resentidos juanbimbas de la Venezuela roja. Pero fue acaso la quinta en La Lagunita manifestación cimera, no sólo del expansivo proceso metropolitano, sino también de una suerte de arribismo que, sin desmerecer de los que honradamente hicieron el dinero para allí vivir, asoció a sus vecinos parvenus con la riqueza fácil de la Venezuela saudita.


2. Todavía recuerdo la pomposa partida, desde finales de los sesenta, de algunos tíos, parientes y vecinos hacia el suburbio que, aun por la autopista de Prados del Este, se me antojaba inalcanzable. Con su gracejo cumanés, no exento de intransigencia ante todo rastacuerismo secular, papá hablaba de “preparar maleta”, para un viaje que de hecho nunca hizo al sureste de Caracas. Mamá mientras tanto renunciaba a la cotidianidad con algunas hermanas y las hasta entonces vecinas, con quienes había compartido vivencias y mudanzas desde las céntricas parroquias de la juventud, hasta las urbanizaciones del este cercano. Su balzaciana sociedad se vería ahora reducida a ocasionales visitas a Caracas de los otrora vecinos y parientes, o a las excursiones que mamá, sin carro como siempre, emprendiera cuando aquéllos enviaran los choferes, colombianos primero y ecuatorianos después, a recogerla para alguna parrillada dominical.

Con panzudos balaustres y columnatas achatadas por cansinos aleros de tejas rojas, mientras otras erguían palladianos pórticos alfombrados de parterres, como en estampas importadas de sureñas mansiones estadounidenses, las fachadas de algunas de aquellas quintas parecían proclamar más la riqueza que el buen gusto de sus dueños. No cegados todavía por los muros y rejas que se nos impondrían en los años por venir, en los jardines se exhibían, junto a los querenciosos nombres de las quintas forjados en hierro, tinajeros, pilones y otros adornos tomados de la Venezuela interiorana, como evocando el reciente pasado hacendero de sus dueños. Y al lado, en garajes con algo de vitrinas, los compactos Mercedes y los LTD ostentosos, junto al morro platinado de algún Jaguar o Rolls Royce, parecían todos proclamar a un tiempo el presente más urbano de aquella burguesía súbita que los conducía, como al país mismo.


3. Pero había más puertas adentro. Salones y comedores exhibían, junto a los apacibles paisajes de Cabré y Golding, mediando tan sólo algún estilizado rostro de Trómpiz o un bodegón de Marcos Castillo, el rabioso dinamismo de los Soto y Cruz Diez, en una como abrupta galería del otrora país rural que se creía ya despegado al desarrollo. Corredores y patios yuxtaponían, a veces de manera simpática, los chinchorros y las hamacas con los bibelots traídos de numerosos y apresurados viajes, predominando por supuesto los últimos enseres comprados en Miami. Éste era, al menos para mí, un nombre polivalente que, sin connotar todavía la resonancia de capital de la farándula latina que pasaría a tener, significaba ya un dominio repleto de tiendas y centros comerciales, donde las familias solían tener town houses que visitaban dos o tres veces al año. También en algún lugar de Florida pasaban los hijos los veranos en campamentos, si no iban a Boston, Houston u otra ciudad que fuera menos hispanizada, “a aprender inglés desde chiquitos”. Parecía ser ésta la traducción más reciente y banal del mandamiento que diera el padre al joven Pablo en Viaje al amanecer de Picón Salas, antes de concluir la Gran Guerra: “Si ganan los aliados, hay que saber inglés”.

Como haciéndose eco asimismo de las novelas burguesas de Pocaterra y Vallenilla Planchart, cumpleaños, graduaciones y matrimonios, despedidas y regresos de embajadas o temporadas fuera, aniversarios de boda y promociones profesionales, eran todas ocasiones para echar la casa por la ventana. Entre mosaicos de la Billo’s, aparecían entonces los cubiertos dorados y las vajillas Christofer, los mesoneros de agencia que prodigaban la champaña y sobre todo el güisqui, con mucho hielo y a veces con agua de coco, porque el vino no era todavía de buen tono en las grandes fiestas venezolanas. Bajo la discreta mirada de encopetadas anfitrionas trajeadas de lamé o raso, el personal de agencia de festejo era entonces supervisado por el tren doméstico de sirvientes, comandado por choferes trocados en mayordomos gracias a una dudosa chaqueta de esmoquin. Todo un tapiz dispendioso de la Venezuela saudita que reportaría Pedro J. Díaz en las crónicas sociales de los días venideros, pero que después descompondrían, en registros y tonos más oscuros, los textos de Britto García y los lienzos de Jacobo Borges.


4. En mi entrecruzamiento de memoria familiar e historia nacional, la fiesta en La Lagunita permaneció como una de las postales más ilustrativas de la Gran Venezuela que se creía rica y desarrollada, pero que erró su camino a la madurez - para utilizar de nuevo las fases de Rostow, tan en boga en las teorías económicas de entonces – confundiendo consumismo con progreso. También hubo otras postales muy sauditas de esa misma serie, aunque no se consiguieran en los quioscos capitalinos: las autopistas repletas de Le Baron y Conquistadores último modelo; o las multitudes frenéticas que inundaban los más faraónicos centros comerciales de los setenta y ochenta, coronados por la mastaba invertida del CCCT, templo cimero de la Caracas disco.

Creo que no son sólo postales extraviadas, sino también lecciones que no parecen haber sido aprendidas por el país subdesarrollado y adolescente que todavía somos, a la vuelta de casi cincuenta años. Especialmente por la abrupta burguesía de la Venezuela roja, cuya metamorfosis ha sido aún más patológica que la de Punto Fijo, porque aúna al clientelismo endémico, un nepotismo redivivo y un resentimiento salvaje por no haber participado del festivo botín de la era saudita. Paradójicamente, aquella quinta en La Lagunita, mofada a veces en los círculos intelectuales e izquierdistas de marras, es hoy, acaso más que nunca, una de las alhajas más codiciadas por los enrojecidos parvenus del nuevo siglo socialista.

mayo 2008

 

Arturo Almandoz, PhD, Post-doc. Profesor Titular, departamento de Planificación Urbana, Universidad Simón Bolívar (USB). Además de 38 artículos en revistas especializadas y 14 contribuciones en obras colectivas, es autor de 8 libros que han obtenido premios de la USB y el Municipal de Literatura (1998, 2004) en diferentes menciones investigativas, así como nacionales e internacionales. Destacan Urbanismo europeo en Caracas (1870-1940) (1997; 2006), Premio de Teoría y Crítica, IX Bienal Nacional de Arquitectura, 1998; La ciudad en el imaginario venezolano, I (2002) y II (2004), premio compartido de Teoría y Crítica de Arquitectura y Urbanismo, XIV Bienal Panamericana de Arquitectura de Quito, 2004. Editor de Planning Latin America’s Capital Cities, 1850-1950 (2002), Most Innovative Book Award 2004 sobre urbanismo español y latinoamericano, International Planning History Society (IPHS). El profesor Almandoz ha sido ponente o conferencista en más de 80 eventos nacionales e internacionales, habiendo publicado más de 50 colaboraciones divulgativas en prensa y revistas especializadas. Nivel 4 del Programa de Promoción del Investigador (PPI) desde 2007.

 

ilustración: Quinta en El Paraíso de la colección de postales del autor.

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