Crónica |
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Arturo Almandoz |
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1. Llegaron a la calle que creíamos nuestra, en lo alto de San Bernardino, a finales de los años 1980. Se mudaron a la pequeña casa de enfrente que, durante mi niñez, había sido ocupada por las señoras bautizadas por el vecindario como “las alemanas”, quienes, como descubrimos a su muerte, eran húngaras que habían sorteado la cortina de hierro que se corriera al este de Europa después de la Segunda Guerra. Dedicadas al negocio de la pastelería comercial, la madre jorobada y la hija renca parecían dos lisiados personajes escapados de El tambor de hojalata, que apenas mascullaban un español con el que cada navidad, envuelta en más gestos que palabras, nos entregaban una bandeja surtida con strudel de manzana con nueces y esponjosa torta Selva Negra. El recogimiento de aquella austera quinta de inmigradas, ensombrecido por el silencio que siguiera durante la desocupación de tantos años, contrastó con el estridente arribo de los nuevos propietarios: una familia criolla que, al decir de los vecinos de la cuadra, venía de Guarenas. Aunque ya formara parte de la región metropolitana, pero no todavía como la populosa ciudad dormitorio que fuera epicentro de El Caracazo, aquel nombre conservaba a la sazón alguna resonancia pueblerina que las doñitas de la calle, incluyendo a mamá, quisieron recoger en el apelativo de “los guareneros”, con el que bautizaran a los forasteros. Influyó en el apodo la extrañeza de los hábitos de éstos, un poco chabacanos y bullangueros, al menos para el relativo comedimiento que la calle residencial había tenido hasta entonces, a pesar de que San Bernardino ya asomara el deterioro, como el país todo, en los años que siguieran al Viernes Negro.
Sin percatarnos del todo para entonces, después de las ominosas asonadas de 1992, los gurareneros se fueron apoderando de la calle que había estado protagonizada por las familias de siempre, algunas de las cuales habían partido a otros sectores de Caracas, o incluso habían migrado al exterior después de los saqueos del 89, cuyos efectos fueran devastadores en San Bernardino. Aunque sin dejar de contrastar con el reservado vecindario que fuera hasta los ochenta, la vocinglería callejera de los guareneros, si bien un poco atenuada o camuflada, fue copiada por algunas casas vecinas, que comenzaron a imponer los ruidosos saraos en las puertas, bien fuera para celebrar menudos triunfos deportivos o cuanto cumpleaños hubiera en las familias tribales. Cuando regresé de estudiar en Londres, en 1996, noté que, como prolongando su dominio doméstico, la pintoresca señora Rosalía se había investido nueva matriarca de la calle, desplazando a las doñitas de antaño, ora difuntas o recluidas en geriátricos por demencia, ora recogidas en sus quintas, como mamá, por invalidez. Ya para finales de la década, en franco dominio de la calle, las casas comandadas por los guareneros se encargaron de proclamar su adhesión a la roja marea de cambios que se avecinaba, saliendo siempre en tropeles y con alboroto a cuanto mitin y marcha había, por aquellos años estertóreos de la Cuarta República, sacudidos por rumores y disturbios.
Herederos de los buchiplumas de marras, esos guareneros farolones se me antojan la postrera expresión de la sempiterna sociedad adolescente que renueva, ahora con votos seculares y socialistas, la errada identificación que el venezolano ha hecho entre consumismo y desarrollo, emblematizada en el culto del carro como fetiche del progreso. Acaso enraizado en la histórica coincidencia de la primera racha petrolera con la difusión de aquél en las novedosas carreteras gomecistas, el engañoso legado de esa religión motorizada alcanzó un dramatismo modernista en las flamantes autopistas de Pérez Jiménez y, mostrando ya fatiga y extravío, todavía en los espejismos de la Venezuela saudita; pero ahora, casi un siglo más tarde, ese culto se trueca anárquico y colapsado exhibicionismo de carros y motos en la desvencijada vialidad de la Caracas roja.
Las ocasionales visitas del embajador a la casa materna en San Bernardino, sobre todo en navidades y jornadas electorales, son notorias por los jolgorios que, como veinte años antes, organizan los guareneros en el garaje y la acera; sólo que ahora, apostado junto al alto muro, el tren de carros en la calle es de lujo y algunos traen escolta. En la juerga que se remonta a la madrugada, entre los olores sebosos de la parrillada y el campaneo de los güisquies que han sustituido a las cervezas, escucho a veces las chanzas de los panas a “su Excelencia”, quien replica estentóreo y borracho, orondo pero resentido todavía: “¡No volverán!”.
Arturo Almandoz, PhD, Post-doc. Profesor Titular, departamento de Planificación Urbana, Universidad Simón Bolívar (USB). Además de 38 artículos en revistas especializadas y 14 contribuciones en obras colectivas, es autor de 8 libros que han obtenido premios de la USB y el Municipal de Literatura (1998, 2004) en diferentes menciones investigativas, así como nacionales e internacionales. Destacan Urbanismo europeo en Caracas (1870-1940) (1997; 2006), Premio de Teoría y Crítica, IX Bienal Nacional de Arquitectura, 1998; La ciudad en el imaginario venezolano, I (2002) y II (2004), premio compartido de Teoría y Crítica de Arquitectura y Urbanismo, XIV Bienal Panamericana de Arquitectura de Quito, 2004. Editor de Planning Latin America’s Capital Cities, 1850-1950 (2002), Most Innovative Book Award 2004 sobre urbanismo español y latinoamericano, International Planning History Society (IPHS). El profesor Almandoz ha sido ponente o conferencista en más de 80 eventos nacionales e internacionales, habiendo publicado más de 50 colaboraciones divulgativas en prensa y revistas especializadas. Nivel 4 del Programa de Promoción del Investigador (PPI) desde 2007.
fotografía: Arturo Almandoz. Evelyn Castro. |