Crónica |
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Arturo Almandoz |
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1. Ya a comienzos del siglo XXI, cuando la movilidad de mamá había sido mermada por las incontables operaciones de rodilla y los más de sus días transcurrían recluida en nuestra casa, en lo alto de San Bernardino, los paseos que hacíamos en carro, los domingos al caer la noche, devinieron su contacto terminal con aquella Caracas que se le tornaba roja e irreconocible. Una vez que las ya escasas visitas dominicales se habían marchado; concluida la siesta entrecortada, que la ayudaba a sobrellevar los antibióticos y los diuréticos; al alivio momentáneo de la gastritis recurrente, salíamos en esas horas crepusculares que mamá siempre llamó “la nochecita”, cuando la resolana no era ya pesada para ella, y el tráfico para mí resultaba soportable. Mientras la enfermera de turno se aprestaba con los botines ortopédicos y la cartera a la que mamá no renunciaba, como si fuera la reina de Inglaterra, el placer de la excursión comenzaba para mí con la elección del vestuario que ella comandaba desde la cama, en gesto señorial y presumido que yo aprovechaba para regresar a los profundos compartimentos de su escaparate de caoba. Con algo el regodeo fantasioso de personajes infantiles de Picón Salas y Antonia Palacios entre las pertenencias maternas, allí hurgaba yo, como Pablo o Ana Isabel, entre los vestidos de popelina estampada, los blusones de organza o algodón y los pantalones de lino; como postrera ofrenda para su vejez recoleta, muchos de ellos se los había traído yo mismo de las colecciones veraniegas de John Lewis y El Corte Inglés, entre otras tiendas por departamento de aquella lejana Europa que mamá nunca conociera. El breve ajetreo que precedía a esa vespertina salida dominical me recordaba en algo nuestras idas de compra al centro caraqueño durante mi infancia en los sesenta, cuando recién nos habíamos mudado a la quinta en San Bernardino; sólo que entonces íbamos en los verdiblancos autobuses de a medio, marca Fargo o Bluebird, los cuales se adentraban por la avenida Urdaneta hasta la esquina de Carmelitas, mientras que ahora partíamos en uno de los compactos carros Toyota que tuve desde mediados de los noventa, con andadera o silla de ruedas en la maleta, por vías que se suponían más expresas y modernas.
Desde la inauguración del metro, la después llamada plaza Francia había pasado a ser uno de los espacios públicos más urbanos de la Caracas de los noventa, emblematizando con su obelisco, como una pequeña Concordia, la prosperidad municipal de Chacao. Aunque no nos bajáramos en la plaza debido a la minusvalía de mamá, podíamos confirmar la animación de aquel enclave cuando nos deteníamos en las pastelerías de los alrededores, como La flor de Castilla o Los nietos, a comprar los cachitos de queso y los pastelitos de manzana que mamá solía cenar los domingos, o el pan de jamón que ella gustaba probar en varios sitios desde antes de diciembre, por ser más abundantes en sus rellenos. Y tanto disfrutábamos de aquella escena tan urbana que más de una vez nos vimos envueltos, inadvertidamente, en las protestas y disturbios de 2002 y 2003, cuando mamá no alcanzaba a comprender, como tampoco yo mismo a explicarle, la violencia política que atravesaba aquella Caracas escindida y polarizada.
En nuestros domingos por el sureste nos aventurábamos a veces hasta La Lagunita, adonde enriquecidos parientes y amistades habían partido en los años iniciales de la Venezuela saudita; entonces, recordándome el recato de los personajes del centro que visitaran las villas de El Paraíso en la aburguesada Caracas de La Trepadora, mamá contemplaba las altivas mansiones ajardinadas con la reserva de quien no pasara de ser habitante de una modesta quinta en San Bernardino. Tal como tantas veces oyera de papá y mis tías en las tertulias sabatinas de otrora, le parecía que esa ostentación mostraba el subdesarrollo que aquejara al país saudita, empeorado ahora en la Venezuela roja que ella creía sería diferente. Y ese drama contrastante se nos confirmaba, al regreso, atisbando las barriadas como Santa Cruz del Este, desbordadas detrás del Centro Comercial Concresa, a la vera de la autopista; “para muestra un botón”, me decía con tristeza, señalando con sus dedos entumecidos a aquellos rancheríos que, según ella, no habían hecho sino crecer después de que tumbaran a Pérez Jiménez.
Después de los años en aquella parroquia residencial de su soltería, La Candelaria de los inmigrantes mediterráneos devino el distrito comercial que mamá utilizara hasta finales de los ochenta, como afanosa doñita vecina de San Bernardino, para hacer sus compras de embutidos y especias, de quesos y pescados; sobre todo del bacalao que ofreciera a sus hijos y nietos como gran manjar de los almuerzos dominicales, según receta heredada de los conserjes portugueses del primer edificio que habitáramos. Por contraste con aquel animado paisaje comercial que yo recordaba de mis excursiones infantiles con mamá, el cual actualicé cuando inauguraran el metro Parque Carabobo en 1983, con mis visitas frecuentes a la librería Soberbia y los cines Apolo e Imperial, nos impresionaba ver ahora esa Candelaria sucia y deteriorada, con la basura desbordada de los restaurantes y las vendutas improvisadas de los mercachifles, que ni siquiera los domingos daban tregua a los peatones. Culminando ya la “vuelta”, como mamá gustaba de llamar a nuestro paseo, en la cerrada noche dominical, entrábamos de nuevo en San Bernardino, generalmente por el sur que desemboca en la avenida Vollmer, donde ella todavía buscaba en vano alguna que otra tienda de la época en que salía de compras en ruta hacia la Urdaneta. A pesar de la tristeza que, veía yo, le causaba la suciedad y el deterioro caraqueños, no obstante la lobreguez y el vandalismo que alcanzaba a ver en sus entrañables parroquias del centro, siempre se reconciliaba con la vegetación exuberante y la brisa que se cuela por las tardes en San Bernardino, como anunciando ambos la tutelar presencia del Ávila. Con el arraigo capitalino de las matronas patricias de Blanco Fombona y Díaz Rodríguez, era ese retorno a su casa y urbanización solariegas, notaba yo, de los pocos solaces que le quedaban a mamá, entre las semanas achacosas y cansinas, hasta la vuelta del próximo domingo por la nochecita.
Caracas, febrero de 2009.
Arturo Almandoz, PhD, Post-doc. Profesor Titular, departamento de Planificación Urbana, Universidad Simón Bolívar (USB). Además de 38 artículos en revistas especializadas y 14 contribuciones en obras colectivas, es autor de 8 libros que han obtenido premios de la USB y el Municipal de Literatura (1998, 2004) en diferentes menciones investigativas, así como nacionales e internacionales. Destacan Urbanismo europeo en Caracas (1870-1940) (1997; 2006), Premio de Teoría y Crítica, IX Bienal Nacional de Arquitectura, 1998; La ciudad en el imaginario venezolano, I (2002) y II (2004), premio compartido de Teoría y Crítica de Arquitectura y Urbanismo, XIV Bienal Panamericana de Arquitectura de Quito, 2004. Editor de Planning Latin America’s Capital Cities, 1850-1950 (2002), Most Innovative Book Award 2004 sobre urbanismo español y latinoamericano, International Planning History Society (IPHS). El profesor Almandoz ha sido ponente o conferencista en más de 80 eventos nacionales e internacionales, habiendo publicado más de 50 colaboraciones divulgativas en prensa y revistas especializadas. Nivel 4 del Programa de Promoción del Investigador (PPI) desde 2007.
ilustración: Plaza Altamira. Circa 1960. Coleción de postales del autor. |