Crónica
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Arturo
Almandoz
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1. Al igual que para muchos de los que crecimos en la ya bifurcada metrópoli entre los sesenta y setenta, el oeste de Caracas ha sido para mí un hemisferio poco explorado; ello a pesar de que vivo en lo alto de San Bernardino, urbanización que se ha “oestizado” desde hace mucho, si se me permite el neologismo en el tradicional sentido caraqueño. Y conviene quizás recordar para los no familiarizados con éste, que antes de la inauguración del Metro en 1983, la red circulatoria de las grandes avenidas, así como la zonificación comercial y residencial, reflejaba en general una segregación entre la Caracas burguesa y “sifrina” del este – para utilizar una palabra en boga entonces - y la ciudad del oeste, más popular y obrera. Pero ocurría a la vez que, a diferencia de muchas otras capitales latinoamericanas marcadas por una segregación socioespacial, los barrios de ranchos siempre han estado yuxtapuestos o entremezclados con los sectores formales y consolidados de la capital venezolana, como también ocurre en Río de Janeiro, por ejemplo, debido en ambos casos a restricciones topográficas. De manera que este y oeste han sido en Caracas hemisferios segregados y entreverados a la vez, compartiendo, por ejemplo, desde las diarias migraciones de pequeños seres hacia las quintas de las urbanizaciones y apartamentos del este, como ya ocurriera en las tempranas novelas de Salvador Garmendia y Adriano González León; pasando por las cuitas entre personajes de ambos bandos que, como en una West Side Story criolla, la telenovela venezolana ha recreado en culebrones tan innumerables como rocambolescos; hasta desembocar en los sucesos más dramáticos y atroces, protagonizados por víctimas y verdugos de los dos mundos cruzados en las calles, que asegurándonos el nefando título de metrópoli más violenta de Latinoamérica, después de Ciudad Juárez, a diario podemos leer en los periódicos o escuchar en los noticieros de radio y televisión.
Siendo esos mis linderos del oeste caraqueño, Caño Amarillo, Agua Salud y Gato Negro, por sólo mencionar las tres primeras estaciones allende Capitolio, permanecieron para mí, desde la inauguración del Metro, como meros nombres que adornaban los anaranjados croquis colocados en andenes y vagones. No dejaba yo de sentir por ello una íntima vergüenza que crecía con el correr del tiempo, sobre todo frente a mis estudiantes de arquitectura y urbanismo, a quienes criticaba, con algo de fariseísmo, por su desconocimiento del centro caraqueño. Pero como para castigar esa inexcusable ignorancia, demorada y negligente, que el habitante, profesor y hasta sedicente historiador acumulara de su propia ciudad, Agua Salud devino para mí estación de uso frecuente y triste en 2005.
Había sido Lídice de los
centros asistenciales de buenas instalaciones y sobria arquitectura, inaugurado
casi en paralelo con la llegada de Margarita del interior, pero que era,
cincuenta años más tarde, otra muestra de abandono en esta
Venezuela nuestra en vías de subdesarrollo. A la desidia redomada
de tantas administraciones se sumaba ahora, como me confirmó una
funcionaria del centro en una entrevista que tuvimos, la falta de inversión
del gobierno, que priorizaba las misiones rojas, las cuales, por su limitado
alcance de medicina ambulatoria y preventiva, nunca podrían sustituir
los servicios de cirugía hospitalarios. Pero el pecado original
de Lídice, como el de otros hospitales, como el de tantas instituciones
dejadas al abandono, era haber sido creado en la Cuarta República,
como me confesó a la sordina la alta funcionaria, a pesar de ser
no sólo afecta al régimen, sino también investida
como súbita prócer por su participación en la restauración
presidencial de 2002.
El pivote de Bellas Artes había sido la sala Ríos Reyna, inaugurada durante el año bicentenario del Libertador; desde entonces aquélla atrajo a Caracas notables exponentes de la alta cultura, hasta que ésta deviniera anatema en la plebeyez de la Venezuela roja. Como en una recreación de la fiesta centenaria con la que Guzmán Blanco – no obstante la vanagloria de designar teatros, estatuas y paseos con su nombre - logró inscribir a Caracas en el mapa de ciudades modernizadas en la Latinoamérica liberal, la capital de 1983, en un canto de cisne ahogado por el Viernes Negro, alcanzó también su último episodio significativo en la cultura continental, con las más de sus galas escenificadas en el odeón de Bellas Artes. Con el cortinaje desplegando las enigmáticas escrituras de Soto, símbolos de la Venezuela cinética que no se desarrolló; rodeado de una audiencia trajeada formal, como había sido costumbre asimismo en los teatros Nacional y Municipal hasta los años sesenta, había yo conocido la sala en aquel año bicentenario, en un concierto de la Filarmónica de Viena, dirigido quizás por Lorin Maazel. No sé por qué aún recuerdo que, después del programa, el público rabiaba por algún valse de los Strauss, a lo que el director complació con uno, pero arreglado por Shostakóvich, como para no ceder del todo esa aquella concurrencia algo nueva rica, que se percibía aquella noche inquieta y ruidosa, como el país recién devaluado.
Acaso exagero la lobreguez, porque poco
frecuento ahora el distrito que tanto me nutrió por décadas;
pero está marcada mi impresión por una de las últimas
noches en que regresaba de Agua Salud a Bellas Artes: caminando el sedicente
paseo Vargas, envuelto en el olor a miao y la oscuridad tan característicos
ahora de la zona, al pasar frente al Hilton trocado en lujoso cuartel
socialista, los escasos peatones, incluyendo los indigentes habituales,
fuimos casi atropellados por la canalla enardecida que venía del
Teresa Carreño, al parecer de un acto oficialista sobre El Caracazo.
No en vano había éste representado, después de la
subterránea revolución del Metro, el sismo social de la
metrópoli segregada entre este y oeste.
Arturo Almandoz, PhD, Post-doc. Profesor Titular, departamento de Planificación Urbana, Universidad Simón Bolívar (USB). Además de 38 artículos en revistas especializadas y 14 contribuciones en obras colectivas, es autor de 8 libros que han obtenido premios de la USB y el Municipal de Literatura (1998, 2004) en diferentes menciones investigativas, así como nacionales e internacionales. Destacan Urbanismo europeo en Caracas (1870-1940) (1997; 2006), Premio de Teoría y Crítica, IX Bienal Nacional de Arquitectura, 1998; La ciudad en el imaginario venezolano, I (2002) y II (2004), premio compartido de Teoría y Crítica de Arquitectura y Urbanismo, XIV Bienal Panamericana de Arquitectura de Quito, 2004. Editor de Planning Latin America’s Capital Cities, 1850-1950 (2002), Most Innovative Book Award 2004 sobre urbanismo español y latinoamericano, International Planning History Society (IPHS). El profesor Almandoz ha sido ponente o conferencista en más de 80 eventos nacionales e internacionales, habiendo publicado más de 50 colaboraciones divulgativas en prensa y revistas especializadas. Nivel 4 del Programa de Promoción del Investigador (PPI) desde 2007.
ilustración: Ranchos y metro, de la colección de postales del autor. |