Crónica |
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Arturo Almandoz |
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1. Las llamábamos enfermeras, pero en realidad eran personal de servicio doméstico que se había atrevido a ofrecer su experticia y, sobre todo, su fortaleza corporal, para cuidar los ancianos enclenques de las familias de clase media como la nuestra; porque las de alta contrataban más bien enfermeras profesionales, o las traían del extranjero, en consonancia con el esnobismo de la Venezuela saudita. Las recordaba yo primero de cuando habían atendido a mi abuela Trina, desde los años setenta hasta su fallecimiento en vísperas del Viernes Negro, en aquella umbrosa quinta de la Alta Florida, en cuyo mobiliario, de modernista estilo danés, contrastaban, al igual que la mecedora de mi abuela, las consolas de caoba cubiertas con mármol y los tinajeros heredados de la casona de los Ramos Sucre en Cumaná. Ya para entonces mis tías se quejaban de la falta de privacidad que representaba la hierática presencia de aquellas mujeres morenas vestidas de blanco, venezolanas algunas pero colombianas las más, que oían las conversaciones familiares de todo tenor, salpicadas siempre de chismes políticos sobre Acción Democrática y Copei, sobre Carlos Andrés y el Sierra Nevada, sobre las corruptelas de Miraflores y la temida devaluación del bolívar. También recuerdo la versión masculina encarnada en el guajiro Alfonso, retaco pero fornido, quien estuvo por aquellos mismos lustros inquietantes en la casa de los abuelos maternos, en lo alto de San Bernardino. Con algo del semblante búdico que, al decir de Ramón Díaz Sánchez, tenían los inmigrantes a los campos petroleros de Mene, que a la sazón leía yo en el bachillerato, sólo se separaba Alfonso del mecedor de mimbre de mi abuelo Alejandro al tocarse los temas más álgidos o íntimos en las dominicales conversaciones familiares, al comandarle mi abuela Carmen un gesto discreto que conservaba su autoridad de matrona gomecista. Ya cuando los demás tíos y primos se habían marchado, ahítos del almuerzo tardío y de las tertulias de sobremesa, cuando sólo quedábamos mamá y yo en aquellas vespertinas de domingo que semejaban una novela de José Donoso, era mi abuela quien llamaba de vuelta al enfermero, para que la ayudara con algún crucigrama o le informara los resultados de las carreras válidas del 5 y 6, cuya transmisión veía Alfonso por televisión, como toda la Venezuela hípica de marras.
En la cotidianidad, muy a lo Elisa Lerner, de mi vida con mamá, a la que los hermanos y sobrinos sólo retornaban para visitas semanales o de ocasión, esas sedicentes enfermeras seguían representando, como sus antecesoras en las casas de los abuelos, una intrusión en nuestras conversaciones de clase media, las cuales debían ellas interrumpir cada mañana con los diuréticos y anticoagulantes, servidos con el jugo de naranja y las tostadas; o cada tarde después de la siesta, a eso de las cinco, al acercar los analgésicos y antibióticos de turno, para aliviar la osteomielitis y la infección crónicas, de las que sufriera mamá después de la fallida implantación de prótesis de rodillas. Pero esas enfermeras traían también hasta el mullido lecho señorial, sobre todo al retorno de sus feriados y fines de semana, fragmentadas crónicas de la ciudad y del país que se enrojecían allende el casero mundo al que mamá fuera confinada por su invalidez creciente. Como para completar los jirones que todavía alcanzaba a leer en los periódicos y oír en los noticieros, a pesar de las cataratas y de la sordera que le estigmatizó sus últimos años, mamá se enteraba, generalmente al pedir razones de los retrasos en la llegada de las enfermeras, de los disturbios en los alrededores de Parque Carabobo y Plaza Venezuela, donde los encapuchados quemaban autobuses y rayaban consignas contra el neoliberalismo y a favor del Che Guevara. Aunque a veces dudara yo de la veracidad de aquellas historias que podían ser cobas, oímos de la cotidiana violencia que no dejaba salir a Nélida del 23 de Enero, cuyos flamantes bloques había visitado mamá, con un pariente arquitecto, poco después de la inauguración; o también supimos de los malandros que acechaban la casita de Graciela entre Simón Rodríguez y Sarría, sectores que mamá recordaba de cuando compraba allí los muebles de mimbre. Ya en años de frenesí revolucionario, escuchamos hablar maravillas de las misiones y mercados populares que Isabel aprovechaba por allá por Catia, de los que más de una vez nos trajo, según la temporada de escasez, caraotas y azúcar, arroz y aceite, los cuales mamá ya no conseguía, en sus esporádicas visitas con andadera o en silla de ruedas, a los abastos y supermercados de San Bernardino.
Aunque más dramáticas y aparatosas, por la disnea de mamá y el trasbordo de la silla de rueda al taxi y viceversa; aunque fuera menos elegante el Daewoo blancuzco de José, sorteando los baches y huecos de la Caracas subdesarrollada, que el Hudson vino tinto, de majestuosa y perlada carrocería, deslizándose por los floreados suburbios de la Atlanta de los sesenta, algo había del sereno tempo senil que recrea Driving Miss Daisy, en aquellas menguantes salidas de mamá con su chofer a destajo y la enfermera de turno.
Acentuando el atávico miedo a los doctores que le venía de su padre, las innumerables operaciones y hospitalizaciones terminaron por acendrar en mamá una fobia a nuestros vecinos hospitalarios de San Bernardino. Con todo y ello, en las últimas salidas a los consultorios médicos, concluidas las prolongadas consultas por gastritis y cardiopatías, por edemas o celulitis de la pierna infectada, pedía ser llevada a las fuentes de soda, como en estertórea simulación de lo público que le era ya vedado. Y en esas ocasiones también, complaciendo los pueriles antojos señoriales, aquellas mujeres trajeadas de blanco, fueron protagonistas serviciales y solícitas de un tiempo de enfermeras que estaba por terminar, como la vida de mamá y como el país que había conocido.
Arturo Almandoz. Profesor Titular, departamento de Planificación Urbana, Universidad Simón Bolívar (USB, Caracas) y Titular Adjunto de la Pontificia Universidad Católica (PUC) de Chile, Santiago. Además de 45 artículos en revistas y actas especializadas y 15 contribuciones en obras colectivas, es autor o editor de 12 libros que han obtenido premios de la USB y el Municipal de Literatura (1998, 2004) en diferentes menciones investigativas, así como nacionales e internacionales. Destacan Urbanismo europeo en Caracas (1870-1940) (1997; 2006), Premio de Teoría y Crítica, IX Bienal Nacional de Arquitectura, 1998; La ciudad en el imaginario venezolano, I (2002; 2009), II (2004) y III (2009), premio compartido de Teoría y Crítica de Arquitectura y Urbanismo, XIV Bienal Panamericana de Arquitectura de Quito, 2004. Editor de Planning Latin America’s Capital Cities, 1850-1950 (2002), premio regional 2004 de la International Planning History Society (IPHS), y autor de Entre libros de historia urbana (2008). Ha sido ponente o conferencista en más de 90 eventos nacionales e internacionales, habiendo publicado más de 65 colaboraciones divulgativas en prensa y revistas especializadas. Nivel IV del Programa de Promoción del Investigador (PPI) desde 2007, ha sido profesor invitado de universidades nacionales, así como de la Universidad de Helsinki, PUC, Santiago y la Federal de Bahía, Brasil.
ilustración: cortesía del autor |